Ahora puede contarse. Teodoro Boot
dejó caer en la silla, tranquilizado.
–Ah, a ese...
–Y al mayor Cabrera...
–Cabrera era del Servicio de Informaciones.
Zambone lo miró inquisitivamente mientras su sonrisa se volvía más pronunciada.
–¿Como yo?
–Pero no tuve nada que ver con esa bomba.
–Los explosivos eran suyos. Usted los entregó.
Angelito negó con enfáticos cabeceos cualquier clase de vínculo con ese atentado en el que había muerto la pequeña hija del mayor del Servicio de Informaciones del Ejército.
–No sé quién puso la bomba. La versión que circuló fue que había sido un trabajo interno... de alguno de los servicios...
Zambone dejó pasar la alusión. No era conveniente desviarse por los caminos hacia ninguna parte que taimadamente le proponía Angelito.
–¿Y quién puso la bomba en el hotel San Francisco, voló el puente en el arroyo...?
Zambone abrió la carpeta y buscó el nombre del arroyo.
–La Estacada –dijo Angelito con una sonrisa
–Sí, el arroyo La Estacada... y asaltó la estación de radio de la Universidad de Cuyo... –Zambone volvió a hojear la carpeta– ¿Qué es lo que hizo con el equipo trasmisor?
–Ya se lo dije. Lo llevamos a Paraguay. Mil veces se lo dije.
Zambone asintió. Gracias a la información de Angelito había conseguido desarticular completamente la red terrorista y metido presos a casi doscientos de sus cómplices, incluida su esposa.
La esposa de Angelito había sido liberada hacía poco. Se preguntó si no sería eso lo que tenía a su informante de tan mal humor: siempre había estado convencido de que pudo haberla entregado ex profeso, para sacársela de encima.
Pasó las hojas de la carpeta hasta encontrar las fotocopias de las postales que desde París, Madrid, la isla de Capri, Santo Domingo, y Cuba, Angelito había mandado a su esposa, presa en un penal de La Pampa. Junto a las fotocopias, se veía una postal original: la que Angelito despachó desde Colón. Zambone la había mandado interceptar e incautar: nadie debía saber que ambos habían coincidido en Panamá.
Fue ahí donde hizo contacto. Angelito acababa de llegar desde Ciudad Trujillo. Se lo notaba contrariado. Con el tiempo, Zambone sabría por qué y, paradójicamente, este conocimiento le abriría un enorme interrogante. El disgusto de Angelito se debía a los desaires que le había hecho el Tirano Prófugo en Santo Domingo. Por lo que Zambone había conseguido averiguar, el Tirano sospechaba que Angelito estaba vinculado a la CIA.
¿Sería así? ¿Y si la CIA lo estuviera infiltrando a él? El Tirano era un tirano, y un demagogo y un fantoche y un niponazifalanjocomunista y una mierda, pero no tenía un pelo de zonzo. Si sospechaba de Angelito, por algo sería.
Durante su estadía en Panamá y una vez finalizado el curso en la Escuela de las Américas, Zambone fue invitado a Langley, pero no pudo sacar nada en limpio respecto a Angelito. Se dijo entonces que bastaría con actuar con precaución, usándolo para algunas misiones, raleándolo de otras y desinformándolo siempre que pudiera.
Esta sería una de las ocasiones en que eso no resultaría posible.
El cuaderno del Tarta
Guido es presidente, pero el que gobierna es el Ejército. Eso lo sabe todo el mundo. El asunto es determinar cuál Ejército ¿El de los azules o el de los colorados? ¿El de los legalistas o el de los gorilas netos?
Los legalistas quieren domesticar al peronismo y facilitar su incorporación a la partidocracia, pero una vez castrado. Nos admiten, pero castrados.
Los colorados nos quieren castrados, pero sin admitirnos.
En lo único en que están de acuerdo es en querer cortarnos las pelotas.
El general Poggi juró ante la tumba de Lonardi “jamás permitir el retorno de aquella oscura tiranía que vos derribasteis”. Y guarda: para Poggi, la cosa no es sólo con el “Prófugo Errante sino también con todos aquellos que aún hoy comulgan con sus vicios y con los errores de su régimen nefasto e infamante”.
Vallese es uno de los seguidores del “Prófugo Errante”. ¿Es posible que el Ejército esté relacionado con su desaparición?
La madre de la verdad y la belleza
Sentado en uno de los sillones del amplio living de su departamento de Montevideo y Juncal, el general retirado se preguntaba qué pretendía de él ese cuarteto de hombres maduros a los que empezaba a vislumbrar en los umbrales de la decrepitud y el anacronismo. Él, en cambio, ansiaba renovarse y, más que nada, salir de ese remolino que succionaba a las formaciones políticas y a las propias Fuerzas Armadas, para ahogarlas en la impotencia y el desconcierto.
“La impotencia y el desconcierto”, repitió mentalmente. Debía anotar esas palabras. Podrían servirle para un discurso en algunas de las cenas de camaradería o, acaso, aunque sospechaba que más estérilmente, el próximo aniversario de la Revolución Libertadora.
Una vez más se tendría que aguantar a Rojas, siempre rodeado de una barra de fanáticas de la alta sociedad embutidas en sus tapados de visón, socios del Jockey Club y políticos socialistas. ¿Qué atractivo encontraban esas mujeres y esos hombres en ese tipo enjuto, chiquito, con cara de comadreja? ¿Su irracional fanatismo? ¿Los anteojos negros, más propios de un aviador que de un marino?
Esas mujeres no tenían remedio. Los político socialistas, tampoco.
“Tirando margaritas a los chanchos”, pensó.
El general retirado tenía más confianza en las Fuerzas Armadas que en los partidos políticos y las dirigencias rurales y empresarias, no debido a su propia extracción militar (ya a un lustro de su retiro, se consideraba parte de la civilidad) sino a que, por una simple rutina escalafonaria, las Fuerzas Armadas estaban condenadas a la renovación permanente.
“La renovación permanente”. Usaría también esa idea, aunque le sonaba familiar. ¿Dónde la había oído antes?
El general retirado volvió a mirar a sus visitantes preguntándose cuándo llegaría Sara con los cafés. Quería ir al grano de una buena vez y despacharlos lo antes posible. Tenía mucho que hacer y por culpa de esa inoportuna visita, esa mañana había debido ponerse el traje antes de lo previsto.
Volvió a mirarlos uno a uno. Excepto Aldo, su viejo y leal amigo, eran la sociedad civil en su máxima expresión y, por más que se hubieran pasado la vida buscando la ayuda y la complicidad de las Fuerzas Armadas, los sabía profundamente antimilitaristas.
No obstante su grado y profesión, él también lo era, en cierto modo, pero no creía oler tanto a naftalina. Los miró una vez más: eran hombres de su generación, prácticamente de su misma edad, pero parecían tan viejos...
¿No lo estaría también él?
No, se dijo. Él pretendía renovarse, adaptarse a los nuevos tiempos. Ellos eran los mismos del 55, de 51, del 46, del 43... Ahora azuzaban a una facción del Ejército contra la otra, a los colorados contra los legalistas.
Que los legalistas hubieran estado implicados en el golpe de estado contra el presidente Frondizi era algo que, a primera vista, sonaba incongruente, pero algunas cosas a veces resultaban inevitables. Él mismo había hecho enormes esfuerzos para acercar posiciones, para convencer a Frondizi de que aceptara el gabinete y el plan de gobierno que le exigían las Fuerzas Armadas, pero a la primera oportunidad que se le presentaba, Frondizi volvía a querer gobernar por su cuenta. Así, no había manera.
Tanto va el cántaro a la fuente..., pensó el general.
Tenía la conciencia en paz. Había intentado impedir el golpe aconsejándole a Frondizi que renunciara a la presidencia de la República