Ahora puede contarse. Teodoro Boot

Ahora puede contarse - Teodoro Boot


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patio. El taxi Mercedes había sido reemplazado por un auto mucho más chiquito, de color rojo. Parecía de juguete. Inconscientemente, Porota le buscó la cuerda.

      –¡Un NSU Prinz! –exclamó Goyo no bien se topó con el autito– Así como lo ven, tiene un motor de 30 caballos de potencia. Dos cilindros capaces de levantar 5000 revoluciones por minuto.

      ¿Esa sería una cualidad o un defecto? Porota trató de encontrar los ojos de Beba, pero Beba parecía tan extasiada como Goyo. ¿Qué podía importarle un auto de mierda? Era lindo, sí, pero ¿qué tenía que ver con el retorno incondicional de Perón a la patria y al poder?

      Al pensar en el General, miró de reojo hacia la puerta que daba a una de las piezas laterales. Los postigos estaban cerrados y las luces parecían apagadas.

      –Gordo ¿no está el coso ese, no?

      Esteban, que seguía caminando en dirección a la escalera, contestó por sobre su hombro.

      –No.

      –¡No me digas que se pudo comunicar con el cuerpo astral de Perón!

      –No, tarada.

      –Menos mal.

      –Hice todo lo posible para que no anduviera nadie por acá. Hoy tenemos que dar los últimos toques al plan.

      Sí, se había distraído mucho durante lad dos últimas reuniones. Esta vez trataría de prestar atención, al menos la suficiente como para enterarse de qué plan hablaba el Gordo.

      Pasó frente a la puerta del baño, procurando no mirar adentro, por si Esteban había enarbolado ahora una camiseta. Abstraída en el recuerdo de los calzoncillos celestes, estuvo a punto de chocar con Jara, que salía de la cocina con un termo y un mate. El Polilla llevaba un mameluco azul y, colgando del cuello, unas antiparras de soldador o de algo parecido.

      –Vos siempre en babia, Porota.

      –Y vos siempre elegante. Casas más, casas menos, igualito a David Niven.

      El Polilla comprendió que Porota aludía al mameluco y las antiparras.

      –Son para pintar el auto.

      Luego de suspirar un “Ah”, subió las escaleras detrás de Esteban quien, al igual que en la reunión anterior y, como en cada oportunidad en que se dirigía a la piecita del entrepiso, chupaba la sangre que brotaba de uno de sus dedos puteando a Dios, la Virgen y las espinas de esa Santa Rita de mierda.

      Porota se detuvo en mitad de la escalera y encaró a Jara.

      –Polilla ¿vas a dejar de mirarme el culo?

      –Avisá –dijo el Polilla. Pasó a su lado y subió hasta la piecita, malhumorado.

      Goyo y Beba se demoraban en el patio, junto al auto, charlando animadamente. ¿Estarían afilando esos dos o en serio a Beba se le daba por los motores? De Goyo se podía esperar cualquier cosa, pero Beba... ¿Desde cuando era tuerca?

      Dicho sea de paso, yo me preguntaba lo mismo.

      En la oscuridad de la pieza, vigilaba el patio a través de una pequeña hendija que el paso del tiempo había abierto en la cuarteada madera de uno de los postigos. Mientras trataba de escuchar su conversación, y todavía sin haber podido comprender cómo diablos había ido a parar un taxi Mercedes al patio de la casa, me preguntaba ahora cuándo, quién y por qué lo había reemplazado por un NSU.

      Para Porota, la novedad –una lamentable novedad, porque, fuera de Beba, no había nadie en el grupo más sensato y confiable– era que el Tarta no podría participar de la reunión. Los había guiado hasta la casa, pero una vez que Esteban abrió el portón, el Tarta saludó y se fue.

      –Tiene que laburar –explicó el Gordo–. Mirá.

      Porota tomó el diario que le alcanzaba Esteban en el que debajo del título “Como en Chicago”, una nota aparecía enmarcada en furiosos trazos de un lápiz rojo. Leyó:

      Rarísimo el suceso en Flores Norte, que la policía dice ignorar. Frente al 1776 de Canalejas, a las 23:30 del jueves, un hombre fue secuestrado. Desde hacía varios días había autos ‘sospechosos’ en las inmediaciones. A la hora citada, el automóvil estacionado en Donato Alvarez hizo guiños con los focos señalando el avance del hombre. Le respondieron y varios convergieron sobre él. Se le echaron encima y lo golpearon. Y pese a que se aferró a un árbol con manos y uñas, lo llevaron a una Estanciera que partió velozmente, con las puertas abiertas. Los gritos de desesperación que habían comenzado con la agresión poblaban la noche y atrajeron a numerosos vecinos que, alarmados, dieron otro tono a la cuadra. Todos corrieron. Algunos quisieron acercarse, pero un hombre armado, pistola 45 en mano, los detuvo. Y se tuvieron que ir, viendo, impotentes, cómo en plena ciudad se raptaba un hombre.

      Porota devolvió el diario.

      –¿Y él qué tiene que ver? –preguntó antes de recordar que el Tarta era periodista, aunque no siempre encontraba dónde publicar.

      –Los abogados de la UOM presentaron...

      Porota se encabritó:

      –¿Qué pito toca Vandor en esto?

      –El que raptaron es delegado en una metalúrgica –viendo que Porota parecía satisfecha con la respuesta, Esteban prosiguió–: Los abogados de la UOM presentaron un hábeas corpus, pero la Federal dice que no lo tiene. El Tarta sospecha de la policía de la provincia y hasta del Ejército, así que está investigando. También cree que la UOM no se está empeñando a fondo.

      Esteban se había dejado caer en un camastro apoyado contra una de las descascaradas paredes del cuarto. El Polilla buscó una butaca. Para cuando Porota se decidía por la que le pareció más limpia, lamentando una vez más no haber venido con pantalones, Beba y Goyo llegaron, todavía charlando muy animadamente. Porota sintió un ramalazo de celos. ¿O sería envidia? Mejor que fuera envidia. Si no, iba a tener que ponerse a pensar seriamente en sus sentimientos, en sus gustos o hasta en...

      ¿Estaré tan loca?, se preguntó.

      No hubiera sabido cómo responder. Ya Esteban había dado comienzo a la reunión.

      El teniente coronel Zambone abrió la puerta y se hizo a un lado. Angelito entró primero. Era un hombre robusto y atlético, de alta estatura, gruesos bigotes y calva incipiente. La ira ensombrecía su semblante y una marca en un pómulo mostraba que Soróchaga se había visto obligado a recurrir a su mejor argumento: el gancho de izquierda.

      Mientras, por indicación de Zambone, Angelito se dirigía hacia una de las sillas dispuestas frente al escritorio, el sargento cerró la puerta con delicadeza y se mantuvo de pie, con los brazos cruzados y la espalda apoyada en una pared.

      –¡Cómo se le ocurre...!

      Zambone cortó de cuajo la protesta.

      –¡En mi país se saluda, carajo! ¡Y con mucho más respeto cuando se trata de un oficial superior!

      –Sí, disculpe mi teniente coronel. Buenas tardes –refunfuñó Angelito, que pronto recobró el ánimo y, sin mirarlo, apuntó con un brazo en dirección a Soróchaga–. Pero usted no me puede mandar a buscar con este tipo.

      –¿Por qué?

      –¡Porque es un terrorista!

      Zambone no se pudo contener.

      –No se ría… –protestó Angelito.

      Se había puesto de pie. Sin disimular la sonrisa, con un gesto Zambone tranquilizó al sargento Soróchaga, que había abandonado la posición de descanso y, con los brazos a los costados, parecía listo para intervenir.

      –¿Así que él es un terrorista?

      –Sí –contestó Angelito, todavía de pie–. Le puso una bomba al General en Caracas.

      –¿Y usted no?

      Angelito


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