Ahora puede contarse. Teodoro Boot
nerviosas manos.
–No..., no..., no... no es posible... no...
Y se echó a llorar, desconsoladamente.
Un Mercedes Benz 170 D
Luego de salir del bar por la puerta de Capdevila, se dirigieron hacia el norte.
–Caminen mirando el piso –dijo Goyo–. Si al llegar no sabemos a dónde fuimos, mejor.
–Vos siempre haciéndote el Misterix, Goyo. ¿Por qué no te dejás de pelotudeces?
Porota escuchó la cristalina risa de Beba y sintió su mano apoyándose en su hombro, por sobre el blazer.
–¡Mirá que sos bocasucia! –siguió riendo Beba– Pero tenés razón: ¿por qué no pudimos juntarnos en el sindicato, sin tantas “medidas de seguridad”?
–No te rías –respondió Goyo–. Ya vas a dar gracias a las medidas de seguridad.
El Tarta dijo que era mejor cuidarse: hacía unos días, en plena calle y ante la vista de varios vecinos, un grupo de desconocidos había levantado a un compañero de la juventud peronista. Desde entonces, no se había sabido más nada de él.
–Además –acotó Goyo–, tenemos que tomar una decisión, elaborar un plan sobre un asunto muy importante. Es mejor que nadie se entere, y mucho menos que nadie, los ratis y los contreras. Hay que actuar con discreción.
–¿Y para actuar con discreción había que venir tan lejos y caminar por la calle mirando el piso como zombis?
El Tarta se detuvo ante un portón de rejas y Porota se lo llevó por delante.
–Es ac-c-cá.
Apretó un timbre.
–¿Acá vive el Gordo?
El Tarta asintió.
–Es la s-s-sede de una lo-g-gia. El G-Gordo es el c-c-casero.
Las compañeras no tenían por qué saber más, pero por alguna razón el Tarta estaba comunicativo y explicó que también era el aguantadero del Polilla, siempre con problemas con la policía y el Ejército, que desde hacía seis años lo buscaba por desertor.
Detrás de la verja se extendía un pequeño y muy descuidado jardín, de unos tres metros de largo. Recién entonces se alzaba la construcción. A la izquierda había una gran ventana con balcón francés, cerrada con persianas de hierro de color indefinido que mostraban más manchas de óxido que de pintura; al centro, una alta puerta de doble hoja que había conocido tiempos mejores y, a continuación, una ventana más pequeña, también con cerradas persianas de hierro. En el extremo derecho, se abría un pasillo de unos dos metros de ancho, precariamente cerrado por un pequeño portoncito de alambre, por el que apareció Esteban.
Si habitualmente era un monumento a la desidia y el desaliño, de entrecasa el Gordo Esteban era capaz de superar límites que hubieran abochornado a cualquier linyera. Atravesó el jardín arrastrando los pies, a medias calzados en alpargatas del siglo xv, definitivamente degradadas a chancletas. El abdomen y la acumulación de grasa de sus caderas caían por encima del pantalón, sujeto a la altura del bajo vientre. Llevaba una camiseta musculosa, con más manchas que el uniforme camuflado de un marine yanqui.
Exagerando el esfuerzo, se arrastró hasta el portón, lo abrió y, sin esperar a nadie, dio media vuelta y encabezó la marcha a lo largo del pasillo. El enorme trasero se bamboleaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sin el menor pudor, en la más absoluta inconsciencia de que el caído pantalón dejaba al aire por lo menos la mitad del tajo, profundamente enclavado entre las cordilleras de las ancas. El cañón del Colorado entre los Andes y el Himalaya.
El mundo escondía fenómenos mucho más desagradables que Gonzalez, comprobó Porota, consciente de que Goyo no le parecía desagradable sino chanta, a su siempre misterioso y algo pedante modo de conspirador de cuarta categoría con ínfulas de profesional. Pero Esteban ya era demasiado.
Al final del pasillo se abría un amplio patio. A la izquierda, Porota vio tres puertas de doble hoja; en la pared del fondo, la del baño, la puerta y la ventana de la cocina y, en el extremo derecho, una escalera de hierro que llevaba hasta una habitación ubicada sobre el baño y la cocina. La pared de la derecha estaba bordeada con un largo y descuidado cantero en el que se secaban algunas matas de pasto y tan sólo sobrevivía, robusta y exuberante junto a la escalera, una Santa Rita de flores amarillas.
La nota discordante era el Mercedes Benz 170 D estacionado en medio del patio.
A través de la abierta ventanilla izquierda, Goyo se asomó dentro del auto.
–¡Pero esto es un taxi!
–¿Y qué querés que sea? ¿Una cafetera express? –respondió Esteban con displicencia, sin detenerse, siguiendo su camino.
–Pero esto no puede ser –insistió Goyo– ¿A vos te parece, Tarta?
Mientras el Tarta hacía enormes esfuerzos para preguntar qué era lo que le tenía que parecer, Porota advirtió movimientos en una de las piezas de la izquierda. Se acercó al vidrio de la puerta y aguzó la vista. Bajo la tenue luz de una muy modesta lamparita que colgaba del techo, un hombre permanecía sentado en el suelo, en posición de loto. A su alrededor y por sobre él, ocho varillas de aluminio formaban algo que pretendía ser una pirámide. De pie junto a la pirámide, lo observaban el doctor y un seguro servidor de todos ustedes.
Porota apuró el paso hasta alcanzar a Esteban.
–Gordo ¿qué hace?
–¿Quién?
–El tipo... ese.
Esteban se detuvo, intrigado.
–¿Qué tipo?
–El que está ahí adentro.
Con el ceño fruncido, Esteban retrocedió hasta la puerta de la pieza que le señalaba Porota.
–Ah, ese –exclamó, tranquilizado–. Es Daniel.
–Sí, pero ¿qué hace? –Porota volvió a mirar hacia el interior. Con los ojos cerrados, Daniel parecía mover los labios en una silenciosa oración– ¿Reza?
Esteban suspiró.
–Meditación trascendental. Está tratando comunicarse con Perón.
Tomada del brazo de Porota, acercando la nariz al vidrio, también Beba miraba hacia el interior de la pieza.
–¿Y nunca se le ocurrió probar con un teléfono?
Más allá de que Beba me había leído el pensamiento, la carcajada de Porota llamó la atención de Daniel, que recitaba su mantra dentro de la pirámide. Me dio una orden, que no alcancé a comprender. Murmuró un insulto, se incorporó de un salto derribando la estructura de varillas, caminó hacia la puerta, echó a las chicas una iracunda mirada con sus desteñidas pupilas celestes y cerró violentamente los postigos.
En la pieza, todavía de pie junto a los restos de la pirámide, lancé un prolongado suspiro. Hasta ese momento había permanecido inmóvil, hipnotizado por Beba, inclinada ante la puerta de la pieza para poder distinguir el interior con mayor nitidez.
Para entender qué estaba pasando
El hombre morrudo, de muy baja estatura y piernas arqueadas, que más parecía un half derecho que un conspirador revolucionario, hizo un gesto e invitó a su compañero a entrar al ascensor. El otro pasó. Era un morocho fibroso, de estatura media pero que, junto al primero, parecía un poste de luz. Al llegar al quinto piso, devolvió la cortesía y el petiso salió del ascensor, avanzando con decisión por el pasillo hasta detenerse frente a una puerta. Apenas dio el segundo golpe, la puerta se abrió silenciosamente. Una mujer, aun bella en el umbral de la cincuentena, les sonrió con tristeza. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
–Pase, pase Héctor.
Los hombres avanzaron al mismo