Ahora puede contarse. Teodoro Boot
debajo del ruedo de la remera, arquéandose hacia atrás.
–Estás preciosa –dijo Goyo–. Des-pam-pa-nante. ¡Un minón!
“La puta que te parió”, murmuró Porota.
El Tarta pagó la consumición –incluidos los dos cafés que habían tomado las chicas– y salieron del bar por la puerta que daba a Capdevila.
En la ciénaga de la humillación
Si bien la existencia de de seres incapaces de sobrevivir un instante privados de la libertad había levantado su espíritu, no bien entró al consultorio comprendió que tanta felicidad había sido tan sólo una ilusión pasajera: la señorita Esmeralda avanzaba hacia él precedida de unos senos puntiagudos que parecían ocultar, camuflados en una maraña de alambres y puntillas, dos cañoncitos a los que, a su pesar, arrastrado por el espíritu general de degeneración y desvergüenza, imaginó rellenos de dulce de leche.
–Don Ezequiel –ronroneó la señorita Esmeralda–, dichosos los ojos que lo ven, los oídos que lo escuchan y los egregios espíritus que lo leen.
Como siempre, la señorita Esmeralda llevaba los cabellos tirantes, aplastados en las sienes, tiesos por la gomina Brancato, y sujetos en la nuca mediante un lazo verde azulado. Debajo de su amplia y despejada frente, sus párpados mostraban un brillo de tornasol y sus ojos resaltaban dentro de una aureola de sombras del color de la ceniza. Adelantó hacia él sus finos labios pintados de carmín e, instintivamente, don Ezequiel dio un paso atrás. Esa mujer, esa hierática y sicalíptica hembra, era, sin dudas, amante del doctor Verdi. A esas alturas, pensó, asqueado, consciente del grotesco de la vida, una vieja amante del doctor Verdi.
¿Cómo podía el doctor hacer el amor a esa hembra voraz, embutida en un ajustado corsé de corpiños armados, enhiestos, agresivos y amenazantes? ¿Se los quitaba antes de proceder al acto o la acometía así, sin más, como una bestia enceguecida?
Nunca se lo preguntaría. Que el buen doctor hiciera lo que le viniera en gana y no le revelara ni el más mínimo detalle de sus relaciones con esa enfermera que parecía ser la sublimación de todo lo ruin, abyecto, infame, ofídico y vengativo del alma femenina, y a la que los pacientes del doctor no podían más que ver como una encarnación de los dioses infernales.
–¿Como está usted, Esmeralda, además de, por lo que veo, siempre tan bella? –dijo, en cambio.
–¡Es un poeta...!
El suspiro de la señorita Esmeralda no le estaba destinado: iba dirigido a Dios, la eternidad o la Historia, y don Ezequiel no se sintió obligado a replicar ni, muchísimo menos, corresponder.
–El doctor lo espera casi con tanta ansiedad como con la que durante estos largos años lo he aguardado yo misma –volvió a suspirar la señorita Esmeralda, franqueándole la entrada al consultorio del doctor Verdi.
Don Ezequiel atravesó, de costado y haciéndose lo más angosto que le resultó posible, el estrecho espacio que quedaba libre entre el marco de la puerta y los puntiagudos pechos de la señorita Esmeralda.
Todavía detrás de su escritorio, el doctor Verdi alzó su cabeza, enfocándolo con las dioptrías de sus gruesos lentes de lectura. En medio de su frente refulgía la potente lamparita de una linterna.
–¡Don Ezequiel! –exclamó. Apagó la linternita, se sacó los lentes y lo miró con detenimiento–. Provoca asombro ver lo bien que le han hecho México y el Caribe. Si hasta se lo nota más joven y, si cabe decirlo –don Ezequiel cerró los ojos, en un inútil intento por que nada de cuanto estuviera ocurriendo fuese real. Ya sabía, por haberlas escuchado infinidad de veces, cuáles serían las siguientes, desconcertantes palabras del doctor Verdi–, incluso más buen mozo. Muy buen mozo. Si hasta le diría –añadió el doctor– que si no lo conociera, afirmaría que es usted el Alain Delon de A pleno sol.
Por todo comentario, don Ezequiel se limitó a arrollar (muy descuidadamente, observó el atildado doctor Verdi) las mangas de su saco y su camisa, y adelantó el desnudo brazo izquierdo. El doctor encendió la linternita, volvió a colocarse los lentes y tomó en una de sus manos la muñeca del paciente. La luz de la linterna trepaba por el antebrazo de don Ezequiel como rastreando el recorrido de la vena media. Su índice seguía, a pocos milímetros, la trayectoria de la luz. El doctor llegó hasta el codo de don Ezequiel, que colocó en la palma de su mano mientras que el pulgar acariciaba con suavidad una infinidad de puntitos rojos que cubrían la parte interna del brazo.
–¿Cuándo empezó?
Don Ezequiel suspiró.
–También me pica el dorso de los dedos, a la altura de las articulaciones medias. Mire.
Los nudillos y el canto de su mano derecha, a la altura del meñique, mostraban rastros de haber sido rascados de un modo violento e insistente.
El doctor hizo un cabeceo de asentimiento.
–Seguro que apenas volvió de Cuba. Le voy a recetar una pomada con corticoides.
Don Ezequiel bajó la manga de su camisa y abotonó el puño.
–No comenzó al llegar a Ezeiza, pero tal vez porque todo cuanto hice en Buenos Aires fue tomar un taxi hasta el aeroparque. Me dirigí a Bahía Blanca, en avión –aclaró, innecesariamente–. Usted sabe cuánto detesto Buenos Aires. Es una ciudad embrutecida. Escuche lo que van hablando los transeúntes, véales las caras, observe lo que hacen, cómo se comportan. Grosería, egoísmo, se me ne frega donde antes todo era apres vous y please. Solamente las ciudades inficionadas por los mismos virus de intereses que Buenos Aires han sido peronistas como ella.
–Pero este rash...
–Antes de las ronchas vino el prurito. En los dedos y la flexura del codo.
Don Ezequiel no consideró apropiado revelar todas las intimidades, pero el doctor Verdi era un alergista muy avezado.
–Y el culo. Todo empezó por el culo ¿verdad?
Don Ezequiel sintió que volvía a caer en la ciénaga de la más intensa humillación, revolcándose desnudo sobre una cama de hospital, higienizado por enfermeras sudorosas, bestialmente maternales, paquidérmicas y peronistas, rascándose con demencial frenesí todas las partes del cuerpo, arrancando de a jirones ensangrentados su piel tumefacta, de un negro verdoso, como de cobre antiguo cubierto de moho y herrumbe. Así lo había visto su amiga Victoria, y si así lo había visto Victoria, así debía haber sido.
Pero eso no era importante. Lo importante era que una vez más volvía a ser víctima del mismo desbarajuste glandular generalizado que había aparecido en su vida tan súbita y misteriosamente como desapareció, hacia la primavera de 1955. No obstante las sesiones de radioterapia, autohemoterapia, inyecciones de arseniato de sodio y de penicilina, aplicaciones de paramino-benzoico, acetonido de triamcinolona y gas mostaza, la irreductible dermatitis melánica se evaporó como por arte de magia recién cuando resultó evidente que en el país no había posibilidad alguna de vuelta atrás.
Pero el alivio de la dermatitis, su reaparición entre los seres humanos luego de diez años de silencioso aislamiento, sus multitudinarias conferencias y el éxito editorial de sus Catilinarias, no supuso ninguna clase de alivio para su alma atormentada. Como en una visión alucinada, presintió que con un clavo se había querido sacar otro clavo, y que ahora eran dos los clavos que sujetaban a la república a la cruz de su padecimiento.
–La Revolución Libertadora no ha terminado con el peronismo. Por el contrario, no es más que otra instancia en la vida del peronismo.
El doctor Verdi dio un respingo.
–Pero ¿qué dice? A ver si todavía resulta ser usted otro peronista solapado...
–No diga barbaridades doctor. Yo he enfermado de peronismo, pero han sido ellos, esa ringlera de fantoches, lo más grosero del alma del arrabal, los que no cejan jamás en su tarea de demolición sistemática, de perversión de todo lo bueno, de todo lo puro...
Aspiró una gran bocanada de aire