Ahora puede contarse. Teodoro Boot

Ahora puede contarse - Teodoro Boot


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Juan Manuel, que no era de hierro, se encontraba en la plenitud de sus vigorosos 45 años. Además, como bien dice el gran Giovanni Bocaccio –el profesor se quitó el sombrero y con un ademán sorprendentemente juvenil, agitó su blanca melena de poeta o director de orquesta–, el hombre es como el puerro: puede tener blanca la cabeza, ¡pero conservará el rabo siempre verde!

      El secretario general correspondió a las palabras del profesor con una incómoda risita de compromiso. Porota sintió que el rubor y la indignación coloreaban sus mejillas y humedecían sus labios. En cualquier momento empezaría a echar espuma por la boca.

      El profesor no le dio tiempo. Tras una profunda chupada a su pipa, prosiguió:

      –Que conste que la muchacha ya había perdido la inocencia, se dice que a manos de un Ezcurra, sobrino de doña Encarnación, y dado a luz a una niña, Nicolasa Castro.

      –No la reconoció –apuntó el secretario general.

      Por un momento fue el profesor quien pareció confundido.

      –¿Don Juan Manuel? ¿Por qué habría de hacerlo, si no era el padre?

      –No, Ezcurra, el sobrino.

      –Sobrino político –precisó el profesor al tiempo que avanzaba un paso hacia el escritorio del secretario general para golpear con fuerza la cazoleta de la pipa contra el borde de un cenicero–. Pero dice usted bien, compañero Jorge –metió la mano en un bolsillo interno del abrigo, del que sacó un paquete de tabaco. Comenzó a llenar la pipa con parsimonia–, pues tampoco don Juan Manuel reconoció a los cuatro hijos que luego tendría con la bella Eugenia: Angelita, Justina, Joaquín y Adrián. Todos llevaron el apellido Castro. La predilecta de don Juan Manuel era Angelita, a quien el Restaurador llamaba cariñosamente “El Soldadito”. Es debilidad de los hombres –agregó, en tono soñador–, a medida que nos hacemos grandes, el tener siempre al lado una predilecta, una niña que se ha vuelto la luz de nuestros ojos.

      Perpleja, Porota advirtió que el profesor le ofrecía una galante aunque muy discreta inclinación de cabeza. Y nuevamente sin darle tiempo a reaccionar, continuó:

      –Don Juan Manuel siempre trató con mucho cariño a los hijos que había tenido con Eugenia, y aunque no los reconociera oficialmente, nunca dejó de considerarlos hijos suyos. Eugenia, entre tanto, había hecho íntima amistad con Manuelita y otra bella joven de la sociedad porteña, la bulliciosa, jovial y pizpireta Juanita Sosa, que encendía corazones masculinos a su sensual paso por los salones de la Confederación.

      El profesor hizo un prologado silencio y frunció el ceño.

      –Demás está decir que esta Juanita Sosa carece de la menor relación con quien fuera la santa madre de nuestro añorado General.

      Porota se sorprendió aprobando la aclaración del profesor.

      –Claro, claro –se escuchó decir.

      –¡A quién se le ocurriría pensarlo! –exclamó el secretario general.

      Tal como había vaticinado Angelito, en la comisaría 1ra de San Martín José María Aponte la estaba pasando muy mal.

      Cuando el día anterior al tiroteo, la policía de la provincia –que operaba sin aviso en la Capital Federal– entró al local de la calle Gascón, encontró las armas, la gelignita y a José María Aponte, que mataba el tiempo tomando mate. Los policías se lo llevaron a San Martín y dejaron en el lugar a dos sargentos para sorprender al que llegara a la supuesta cita.

      A esa altura, Angelito estaba convencido de que, si no había sido la Policía Federal, quien había llegado tenía que ser su socio René Bertelli y, conociéndolo como lo conocía, estaba todavía más convencido de que antes de ir había llamado por teléfono, para asegurarse de que todo estuviera en orden.

      Bertelli era un hombre de suerte: Aponte no tenía idea de que alguien concurriría esa tarde a la fábrica de separadores de baterías. El pobre diablo no tenía idea de nada, ni tenía nada que hacer, ni en la fábrica de separadores de baterías de la calle Gascón ni en ningún otro sitio, fuera de matar el tiempo antes de intentar algún hurto de poca monta, como para seguir tirando. De haber sabido que quien iría por el local era Bertelli, por lo menos hubiera podido decir algo a los policías, furiosos e indignados por la muerte de sus dos compañeros.

      –¿A quién esperabas, hijo de puta? –preguntaban entre descarga y descarga de la picana eléctrica los integrantes de la brigada de la 1ra de San Martín.

      Aponte no sabía qué contestar, ni hubiera podido hacerlo. Los policías estaban tan urgidos y ansiosos por conocer la identidad de quienes habían disparado contra los sargentos caídos, que no le daban tiempo a decir nada. El cuerpo desnudo de Aponte se limitaba a dar involuntarios saltos y sacudidas sobre el elástico de hierro. Además de aullar, lo único que podía hacer era pensar en el nombre que había más a menudo ocupado su mente en los últimos meses: el hijo de puta de Rearte, con quien tenía una cuenta que saldar.

      –¡Rearte! –gritó.

      El policía le dio un sopapo.

      –No te hagás el piola, que la vas a ligar en serio.

      Para reafirmar sus palabras, una nueva descarga lo sacudió durante varios segundos.

      –¡No me estoy haciendo nada! –volvió a aullar Aponte.

      –¿Pero te crees que somos boludos, que no sabemos que Rearte está en Caseros?

      –De Pocho hablo.

      –¿Qué Pocho?

      –¡Pocho Rearte! Es el hermano…

      –¿Dónde vive?

      Aponte no tenía idea, pero sintió que algo tenía que decir. Fue como cuando estaba estreñido. Una vez que soltó el primer nombre, todo salió más fácil.

      –¡Pregúntenle a Vallese! –gritó tras una nueva descarga eléctrica– Es amigo de Rearte y vive cerca de Plaza Irlanda.

      A su pesar, porque de lo que más ganas tenía era darle una patada en los huevos, Porota seguía pendiente de las palabras del profesor Rosales.

      –Como bien sabemos –decía el profesor–, todo lo bueno arriba a su fin: la idílica vida de los argentinos de entonces iba a sucumbir a manos de liberales, masones y brasileros. Y con la derrota sobrevino el exilio, la persecución, la soledad, el olvido...

      –Eso es lo que siempre les recuerdo a los compañeros –intervino el secretario general–: nuestra principal misión es impedir que septiembre del 55 se convierta en un segundo Caseros.

      Porota se descubrió ahora aprobando las palabras del secretario general. No había nada de raro en ello: admiraba a ese joven y decidido dirigente gremial, siempre solidario, amparando y apoyando a los grupos de la juventud peronista. Ella también estaba convencida de la necesidad de impedir un nuevo Caseros, con todas las armas de que se pudiera disponer. Ella, y Beba, y aun con sus pelotudeces, el Polilla, el Gordo Esteban, Goyo, el Tarta y el resto de los muchachos del autodenominado Comando Evita que, en esos momentos, en una de las habitaciones del piso superior, proseguía discutiendo acerca de las mujeres suecas, Brigitte Bardot y los galanes de la oligarquía.

      –Al partir el Restaurador rumbo al exilio –seguía diciendo el profesor–, Eugenia se negó a acompañarlo. ¿Qué iba a hacer esa muchacha en Inglaterra, si no hablaba el idioma de Satanás, y, como si eso fuera poco, lejos de su tierra? Por otra parte, luego de que el Restaurador mandara embarcar todos los archivos de la Confederación, en la fragata Centaur quedaba lugar únicamente para Eugenia y tan sólo dos de los cinco niños.

      –¿Rosas no viajó a Inglaterra en un vapor? Conflict creo que se llamaba.

      El profesor sonrió, con aire de satisfacción. De inmediato, pasó el brazo por el hombro de Porota y comentó al secretario general:

      –¿Ve


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