Ahora puede contarse. Teodoro Boot
Centaur, que no disponía de las comodidades necesarias para alojar a tantos niños. Recuerde que el Restaurador llevaba consigo numerosos cofres con la documentación completa de su monumental obra de gobierno.
Porota sintió que la mano del profesor permanecía en su cuello, con el pulgar jugueteando a la altura del nacimiento del pelo. Amagó un movimiento para sacárselo de encima, pero sin mucho énfasis, a su pesar ya atrapada por el intrigante relato del profesor.
–Era lógico y natural que Eugenia se rehusara a dejar atrás a tres de sus hijos, por grande que fuera su amor por don Juan Manuel, que tanto había significado para ella como compañero, amante, amigo y venerable figura paternal –el pulgar del profesor dibujó una ese a lo largo del cuello de Porota, en dirección a las cervicales–, pero siguió escribiéndose con el Restaurador, quien una y otra vez, año tras año, jamás cesaría en su empeño de convencer a la bella joven de que viajara a su lado para acompañarlo en sus altos años.
El secretario general dijo que se lo imaginaba, lo que distrajo brevemente a Porota, pero el profesor volvió a envolverla con sus palabras hasta quitarle la voluntad y la capacidad de atención a todo cuanto no fuera esa historia de derrota, soledad y desdicha que desgranaba en sus oídos mientras la uña de un pulgar recorría, una a una, las vértebras de su columna.
–Eugenia y sus hijos vivieron en la campaña bonaerense en extrema, aunque corresponde decir, digna pobreza, siempre negándose a reencontrarse en Southampton con don Juan Manuel. Sin embargo, fue uno de los hijos del Restaurador, Joaquín Castro, cabal heredero de las dotes paternas, que había descollado como jinete y domador, quien finalmente viajó a Europa conchabado en el circo de Búfalo Bill.
–De Búfalo...
–Como lo oye, Porota. Y terminó radicándose en España, más concretamente, en Láncara, una pequeña aldea enclavada en la montañosa provincia gallega de Lugo. Ahí se instaló, en una rústica casa de piedra, a la vera del río Neira, dedicado a la cría de cerdos, la siembra de coles, la sopa de grelos y la caza de nutrias.
El pulgar del profesor se demoraba a la altura de la segunda de las vértebras dorsales de Porota, que parecía haberse ido más allá de su cuerpo, arrebatada por la intuición de estar escuchando la que prometía ser una asombrosa revelación.
El profesor se salteó un par de vértebras y con la mano derecha raspó un largo fósforo de madera contra el borde de la caja que solían obsequiarle en la diminuta tabaquería Hermes, de Uruguay y Corrientes, hasta hacía no muchos años propiedad de Aristóteles Onassis. Arrimó la llama a la cazoleta y tras dos o tres suaves pero profundas chupadas, una densa humareda surgió de entre sus labios.
–Joaquín Castro –siguió diciendo el profesor– casó con una aldeana del lugar y tuvo una numerosa prole, cuyo destino no viene al caso. Excepto el del primogénito, Ángel María, quien fue incorporado al ejército español en el transcurso de una de las tantas levas forzosas que estragaban los campos ibéricos. Ángel María tuvo la relativa fortuna de que en vez de ser destinado al África para que sus huesos acabaran blanqueando las arenas del desierto tunecino, fuera enviado a América, a combatir contra los insurgentes cubanos dirigidos por el poeta José Martí.
Porota sentía que le faltaba la respiración. Su suéter se agitaba cada vez más, distrayendo al profesor, quien, de todos modos y al tiempo que llegaba a las vértebras lumbares, hizo un esfuerzo y recuperó el orden de su relato.
–Como solía sucederle a todos los españoles, Ángel María se sintió atraído por las feraces tierras del Caribe, sus cálidas aguas y sus ardientes mulatas.
–A todos los españoles les pasa –aprobó el secretario general, que ni era español ni jamás había visto el Caribe ni conocido a ninguna ardiente mulata, pero no perdía las esperanzas.
–Ha dado usted en la tecla, compañero Jorge –dejó establecido el profesor–. Como les decía, aquerenciado en el Caribe, una vez terminada la guerra y disuelto el ejército colonial, Ángel María se instaló en Birán, en el extremo septentrional de la provincia de Oriente, donde contrajo matrimonio con la maestra María Luisa Argota, un gran salto en la ascendente carrera social de este analfabeto labriego gallego.
Porota era devorada por la ansiedad, ya palpitando el momento culminante de la historia.
–Ángel María y María Luisa tuvieron cinco hijos, de los que sólo sobrevivieron dos, un varón y una niña: Pedro y Lidia Castro Argota.
El profesor volvió a cargar y encender su pipa, aplastando el tabaco en su cazoleta con el grueso pulgar de su mano derecha, ennegrecido por la ceniza.
–También Ángel María tenía 45 años cuando, en la tradición de su ilustre abuelo y cumplimiento de misteriosos mandatos genéticos, posó sus ojos en una bellísima y muy joven inmigrante gallega, llegada a sus tierras encaramada en una carreta, a la que contrató como cocinera y, como es natural, de inmediato tomó de amante.
Porota desvió un segundo su atención del profesor Rosales y miró al secretario general quien, con la mandíbula caída, mostraba una despareja hilera de amarillentos dientes inferiores. Parecía respirar con tanta dificultad como ella misma, pero a diferencia suya, el secretario general no lanzó un gritito cuando el profesor prosiguió:
–Dos años después, la bella Lina Ruz González cumplía sus dulces 19 años el día en que daba a luz a su primera hija, Ángela.
–¡Ruz...! –exclamó Porota.
–Igual que la preferida del Restaurador... –repitió al mismo tiempo el secretario general, con la mandíbula aún más caída.
–¿Cómo igual...?
El profesor no les iba a permitir distraerse en detalles intrascendentes.
–Este bravo semental gallego era insaciable: luego de Ángela Castro, nacieron Ramón, Juanita, Ema, Agustina, Raúl, y antes, naturalmente, Fidel.
–¿Cómo “naturalmente”?
–Sí, Jorge. Como lo oye: no obstante el peso y tamaño del bebé, fue de parto natural.
–Entonces... –el secretario general consiguió cerrar la boca y, sobreponiéndose al impacto recibido, sin dar a nadie tiempo a nada, corrió fuera de su despacho a comunicar la trascendente noticia a los compañeros del secretariado.
Luego de recorrer la vértebra sacra, el pulgar del profesor había llegado al extremo del cóxis de Porota, desde el que amenazaba con zambulllirse más allá, pero la joven militante de la juventud peronista ya no estaba ahí ni era dueña de sí: le acababa de ser concedida la gracia de acceder a un secreto capaz de alterar, en un instante, el presente, el futuro y la historia misma de América Latina.
Mulatos antropomorfos y analfabetos juramentados
Aprovechando que el monstruoso bólido reducía gradualmente la velocidad y el guarda había abierto la puerta trasera para enganchar el cabezal al tendido eléctrico, el hombre bajó del trolebús antes de llegar a Pueyrredón y trotó hacia la vereda, esquivando los vehículos que zigzagueaban por Santa Fe. Un ya bastante destartalado camioncito de la Panificación contribuía a aumentar el atasco de tránsito y los automóviles pugnaban por sortear la inmensa mole pintada de blanco y cruzada por una franja celeste que recorría longitudinalmente los laterales para unirse al frente, en un grotesco remedo de la camiseta de Vélez.
El hombre era magro, se diría que escueto, con un rostro surcado de arrugas y protuberancias venosas que le daban un inconfundible aire a sufrimiento y desconsuelo, coronado por un sombrero borsalino de color marrón. Llevaba un traje de ese mismo color, camisa blanca y corbata al tono. A quince años de su retiro, todavía conservaba el aire inconfundible de un eficiente, austero y pundoroso funcionario público del tiempo de Ñaupa.
Un fiel representante de la horda surgida del muladar del vicio y el rencor asomó su cabeza por la ventanilla de una pick up De Soto del año 38 pintada de rojo, con fileteados blancos, negros y amarillos. Debía tratarse de un verdulero, un carnicero o, peor, uno de los engreídos y soeces