Ahora puede contarse. Teodoro Boot

Ahora puede contarse - Teodoro Boot


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el general retirado había dejado la presidencia, pero finalmente Frondizi lo había cansado casi tanto como cansó a los altos mandos. Al final, el general retirado bajó los brazos y Frondizi fue obligado a renunciar.

      Mejor así: de acuerdo a la ley de acefalía, Guido, el presidente provisional, debía convocar a elecciones lo antes posible y, por fin, el general retirado tendría la oportunidad de ser consagrado por el voto de la ciudadanía. Todo lo que ambicionaba era ser presidente constitucional. Lo había sido, pero de facto. No era lo mismo: sonaba a ficticio, a impostado. Él no quería pasar a la historia como un presidente falso. Había librado a la patria de la tiranía niponazifalanjocomunista de Perón primero, y del fascismo clerical de Lonardi depués, pero su presidencia de facto seguía teniendo un regusto amargo.

      La mente del general retirado salió dificultosamente de los ensueños presidenciales y regresó a su departamento, al momento presente, a la visita de los cuatro representantes de una época que, después de haberla protagonizado, el general se sentía llamado a superar.

      El más delgado, el profesor Próspero Germán Fernández Albariño, al que siempre había considerado lo bastante fuera de sus cabales como para elegir como pseudónimo de guerra la combinación de un grado militar con el nombre de un emblemático dirigente pacifista, le daba la espalda. Plantado ante la puerta balcón, con las piernas abiertas y los brazos en jarra, el capitán Gandhi miraba hacia la calle Montevideo.

      ¿Qué mira?, se preguntó el general. Desde ese lugar todo lo que se podía ver eran las macetas del balcón y, más al fondo, los techos del colegio Champagnat.

      El capitán Gandhi giró hacia ellos y extendió su mano derecha, con la palma hacia arriba, como disponiéndose a un recitado escolar.

      –“¡Libertad!” –exclamó sorpresivamente.

      El general retirado sonrió al ver al profesor Ghiodi, que hasta el momento había parecido dormitar, dar un respingo en el asiento.

      –“¡Imagen primitiva de la vida, multicolor y multiforme, extendida sobre el haz de la tierra...!”

      Aldo Luis Molinari creyó notar en las pupilas del general retirado un destello de alarma.

      –“¡...como una simple reverberación de la luz, atributo misterioso y fecundo de las personalidades…!”

      –Germán... –dijo Aldo.

      –“¡Libertad! Madre de la verdad y de la belleza: Yo te invoco como a mi diosa tutelar...”

      Aldo se puso de pie.

      –¡Germán!

      El capitán Gandhi se detuvo, sorprendido, justo cuando la dueña de casa entraba al living trayendo una bandeja con cafés y algunas masas secas.

      –Oh, perdón, señora –dijo el capitán Gandhi–. Le ruego sepa disculpar mi arrebato democrático. Me dejé llevar por esa magnífica oración laica del gran constitucionalista Carlos Sánchez Viamonte.

      –Sentate, Germán, así empezamos. Le estamos haciendo perder el tiempo al general.

      Gandhi se encaminó hacia una de las sillas.

      –“...Y elevo a ti la plegaria serena de nuestro derecho, poniendo en la égida de tus propicias manos, el secreto augural de la victoria!” –prosiguió, descendiendo en forma gradual el tono de voz. Tomó asiento y, a modo de disculpa, explicó–: No había cumplido los veintitrés años el doctor Sánchez Viamonte cuando compuso esta notable pieza oratoria.

      –Bueno, pero ahora hacé silencio –el capitán de navío Aldo Luis Molinari miró a los otros dos que lo habían acompañado–. No sé quién de ustedes quiere empezar.

      –General –intervino inmediatamente el profesor Ghioldi–, gracias a usted tuvimos una revolución limpia, sin intervenciones que pudieran herir la sensibilidad nacional, sin espurios contactos con formas del empresismo internacional, sin posibilidad de que nadie, así fuera de la misma ralea del Tirano, pudiera aplicarnos los desgastados moldes de “vendidos al oro extranjero” o “agentes del imperialismo”, tan usados por el terrorismo totalitario de uno y otro signo para infundir pavor a los democráticos.

      –Le agradezco –atinó a balbucear el general retirado–, pero no veo...

      Aldo comprendió que debía poner un poco de orden en la conversación.

      –¿Usted quiere agregar algo, doctor Sanmartino?

      –Naturalmente –dijo el doctor Sanmartino–, porque estos socialistas se van siempre por las ramas.

      –¡No le permito, doctor!

      –Ni me permite ni me deja de permitir, profesor. Hay que ir al grano y dejarse de tanta vuelta…

      –Dele, dele –lo alentó el capitán de navío.

      –… porque mientras estos socialistas le dan vueltas y vueltas a la noria, los otros socialistas se hacen peronistas.

      Ghioldi reaccionó airadamente. No iba a aceptar que siguieran echándole en cara la defección de Dickman, que al menos no se había rebajado tanto como para integrar la fórmula presidencial con el Tirano.

      –¿Quién se hizo peronista? ¿Eh?

      –Palacios.

      Ghioldi hizo una mueca de desdén.

      –En el fuego de las pasiones se queman rápidamente los más sagrados juramentos.

      –¡Eso! –exclamó el capitán Gandhi– ¿Cómo un hombre de la talla de Alfredo Palacios pudo haberse vuelto peronista?

      El general retirado volvió a mirar a su amigo.

      –Aldo...

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