Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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      Pero estamos seguros que eso era lo menos en que ella pensaba, y entonces con doble motivo, cuanto que más le importaba que no la sintiese entrar cierta persona que, de espaldas en la butaca, frente al nicho, parecía rezar o dormitar. Sin embargo, por más tiento que pusiese la picaruela en el modo de asentar la planta, no lo pudo hacer tan callandito que no la oyese y sintiese distintamente la vieja, cuyos oídos eran muy finos, y que entonces no rezaba ni dormía, sino que leía, hecha un arco, en un libro pequeño de oraciones con forro de pergamino.

      —¡Hola! le dijo mirándola de soslayo por encima de los aros perfectamente redondos de sus gafas, enhorquilladas en la punta de la nariz, a guisa de muchacho a la grupa de un caballo, ¡Hola señorita! ¿Aquí está Vd? ¿Eh? ¡Qué bueno! ¿Son éstas horas de venir a pedir la bendición de su abuela? (Porque la chica se acercaba con los brazos cruzados.) ¿Dónde has estado hasta ahora, buena pieza? (Habían tocado ya las oraciones.) ¡Qué linda estabas para ir por los óleos! Y echándole mano de pronto, en cuyo acto se le cayó el libro y se espantaron el gato que pestañeaba a menudo sentado en una silla, las palomas y las gallinas. Ven acá, espiritada, añadió; mariposa sin alas, oveja sin grey, loca de cepo; ven, que he de averiguar dónde has estado hasta estas horas. ¿Qué, tú no tienes rey ni Roque que te gobierne, ni Papa que te excomulgue? ¿Adónde se ha visto de eso? ¿Tú no tienes más vida que correr por las calles? ¿No se puede averiguar nadie contigo? Yo te haré entender que hay quien puede. ¡No me quedaba que ver!

      Cecilia, lejos de asustarse, ni de huir, con mucha risa se echó en brazos de la malhumorada y gruñidora abuela, y, como para anudarle la lengua, le entregó cuanto le habían regalado las señoritas donde había estado.

       Índice

      Malditas viejas,

       Que a las mozas malamente

       Enloquecen con consejas.

      Zorrilla

      Con más zalamería y astucia de las que cabían en una niña de su edad, Cecilia abrazó y besó a su abuela, a la cual dio el nombre de Chepilla (alteración caprichosa de Josefa), que así generalmente la llamaban. Bastó eso para aplacar su enojo, y nada hay en ello que extrañar, porque, según adelante veremos, había sido tan infeliz aquella mujer, sentía tal necesidad de ser amada por el único ser que la interesaba de cerca en el mundo, que mantener seriedad con la nieta, hubiera sido lo mismo que prolongar su propio martirio. Por supuesto que selló sus labios de golpe, y no acertó a otra cosa que a contemplarla, bien así como momentos antes había estado contemplando el dulce rostro de María Santísima, en fervorosa oración.

      Mientras la niña estrechaba por la cintura a la vieja con sus torneados brazos y recostaba la hermosa cabeza en su pecho, semejante a la flor que brota en un tronco seco y con sus hojas y fragancia ostenta la vida junto a la misma muerte, la figura de seña Josefa se mostraba más extraña y fea de lo que era naturalmente. Su rostro mismo formaba contraste con lo demás del cuerpo. Ya fuese porque tenía la costumbre de llevarse el cabello atrás, ya porque lo sacó de naturaleza, la verdad es que le lucía la frente demasiado ancha, la nariz grande y roma, la barba aguda, y la cuenca de los ojos hundida. Esto daba aviesa expresión a su semblante, no muy fácil de pasar por alto al menos avisado observador. Aún había morbidez en sus brazos, y sus manos podían calificarse de lindas. Pero lo más notable de su fisonomía eran sus ojos grandes, oscuros y penetrantes, restos de una facciones que habían sido agradables, desarmonizadas ahora por una vejez prematura.

      Mulata de origen, su color era cobrizo, y con los años y las arrugas se le había vuelto atezado, o achinado; para valernos de la expresión vulgar con que se designa en Cuba al hijo de mulato y negra, o al contrario. Podía tener 60 años de edad, aunque aparentaba más, porque ya empezaba a blanquearle el cabello, cosa que en las gentes de color suele suceder más tarde que en las de raza caucásica. Los padecimientos del ánimo aniquilan primero el semblante que el cuerpo mortal del hombre. Como veremos después, la resignación cristiana, obra de su fe en Dios, pasto con que al fin alimentaba su espíritu en las largas horas consagradas al rezo y a la meditación, sólo la hubiera mantenido en pie contra los embates de su miserable suerte. Por otra parte, con el triste convencimiento del que de una ojeada midió su pasado y su porvenir, y lo que debía y podía esperar de su nieta, hermosa flor arrojada en mitad de la plaza pública, para ser hollada del primer transeúnte, ya en el último tercio de su vida, con los remordimientos de la pasada, antes de airarse, comprendió que le tocaba aplacar la cólera de su juez invisible y procurarse momentos de calma, ínterin sonaba la hora postrimera.

      En aquélla en que la sorprende nuestra narración, aunque hubiese cumplido los 80 de su vida, habría creído que había vivido muy poco tiempo si llegaban sus últimos momentos y dejaba tras sí a la nieta joven y desamparada en el mundo, y no le era dado asistir al desenlace de un drama en que ella, bien a su pesar, sin ser la heroína, representaba, hacía tiempo, papel muy importante. Acomodado el carácter de seña Josefa, naturalmente irascible, a la regla de conducta de que antes se ha hablado, como medio de alcanzar el perdón de sus propias culpas, fácil es comprender por qué, si bien justamente enojada con Cecilia porque llegaba tarde, y por otras muchas faltas anteriores, se sentía más bien dispuesta a disculparla que a reñirla. Después, como ella le vino con sus zalamerías, en vez de hurtarle el cuerpo, esto la sirvió de pretexto plausible para confirmarse en su propósito. En su virtud, cambiando prontamente de tono y aspecto, se contentó con preguntarle por segunda vez dónde había estado.

      —¿Yo? repitió la niña apoyando ambos codos en las rodillas de la abuela y jugando con los escapularios que le pendían del pescuezo. ¿Yo? En casa de unas muchachas muy bonitas que me vieron pasar y me llamaron. Allí estaba una señora gorda sentada en un sillón, que me preguntó cómo me llamaba yo, y cómo se llamaba mi madre, y quién era mi padre, y dónde vivía yo...

      —¡Jesús! ¡Jesús! exclamó seña Josefa persignándose.

      —¡Ay! continuó la chica sin parar mientes en la abuela. ¡Qué gente tan preguntona! ¿Y no sabe su merced cómo una de las muchachas aquellas me quería cortar el pelo para hacer una cachucha? Sí, señor. Pero yo me zafé.

      —¡Vea Vd. espíritu maligno y por dónde trepa! volvió a exclamar la abuela como si hablase consigo misma.

      —Y si no es por un hombre, prosiguió Cecilia, que estaba acostado en el sofá, y regañó a las muchachas y les dijo que me dejaran quieta y luego se fue para su cuarto bravísimo... ¿Su merced no sabe quién es ese hombre, abuelita? Yo lo he visto hablar con su merced algunas veces allá en Paula, cuando vamos a misa. Sí, sí, él es, no me cabe duda. Y ahora recuerdo que es el mismo que cada vez que me encuentra en la calle me dice callejera, perdida, pilluela y muchas cosas. ¡Ah! Y dice que mandará a los soldados que me cojan y me lleven a la cárcel. ¡Qué sé yo cuánto más! Le tengo mucho miedo a ese hombre. ¡Debe ser muy regañón!

      —¡Niña! ¡Niña! exclamó sordamente la anciana apartándola un poco de su pecho y mirándola de un modo extraño y fijo, más enojada que sorprendida. Pero como si le ocurriese un grave pensamiento o un doloroso recuerdo y entre amonestarla y aconsejarla, lo que acaso equivalía a alumbrarle aquello de que debía estar ignorante toda la vida, su ánimo triste luchase en un mar de dudas, con sorpresa de la nieta selló de golpe sus labios. Poco a poco fue serenándose el piélago alborotado: se desvanecieron una después de la otra las nubes apiñadas en aquel horizonte naturalmente sombrío; y volviendo a estrechar la niña en sus desnudos brazos, añadió con toda la dulzura que pudo dar a su voz, por naturaleza bronca, con toda la calma de que pudo revestir su semblante:

      —¡Cecilia! Hija de mi corazón, no vayas más a esa casa.

      —¿Por qué, mamita?

      —Porque, contestó la abuela como distraída, no sé verdaderamente, mi alma, no lo sé, no podría decirlo si quisiera..., pero es claro y constante, niña, que esa gente es muy mala.

      —¡Mala!


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