Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


Скачать книгу
confiada y eso no está bien. Por lo mismo que te chiquearon tanto debías de andar con cuatro ojos. Querían atraerte para hacerte algún daño. Uno no puede decir de qué son capaces las gentes. ¡Tantas cosas suceden ahora que no se veían en mi tiempo...! Cuando menos lo que procuraban era que te descuidaras, para coger unas tijeras y ¡tris! tumbarte el pelo. Sería una lástima, porque tú lo tienes muy hermoso. Además, que ese pelo no te pertenece, sino a la Virgen, que te salvó de aquella grave enfermedad... ¡Acuérdate! Yo le ofrecí que si te ponías buena le daría tu cabellera para adornar su efigie en Santa Catalina. No te fíes te digo.

      Esto diciendo, le cogía la cabeza a la nieta entre ambas manos y le desparramaba los copiosos rizos por la espalda y los hombros.

      —Sí, replicó Cecilia apretando los labios y levantando con aire de desdén la frente, como yo soy tan boba para que me engañen así, así...

      —Sin embargo, hija, lo mejor de los dados es no jugarlos. Yo bien sé que tú eres una muchacha dócil y entendida; pero estoy cierta que no conoces a esa gente. Mira, no les hagas caso; aunque se les seque el gañote llamándote, no vayas a donde están. Mas ahora que me acuerdo: lo mejor es que ni por cien leguas te acerques por su rededores. Luego, ese hombre que tú misma dices que donde quiera que te topa te pone mala cara. ¡Sabe Dios quién será! Aunque no debemos pensar mal de nadie, con todo, como puede ser un santo puede ser un de... (Y se persignó sin concluir la palabra.) El Señor sea con nosotras. Además, Cecilia, tú eres muy inocente, algo atolondrada, y en esa casa... ¿Tú no lo sabes? hay una bruja que se roba a las muchachas bonitas. Por milagro de su Divina Majestad has escapado. Tú estuviste allí por la tarde, ¿no?

      —Por la tardecita; todavía no habían encendido las luces en las casas.

      —¡Ay de ti si llegas a entrar de noche! Vamos, no vayas más en tu vida a esa casa, ni pases tampoco por la cuadra.

      —¡Anjá! Con que allí vive también un muchacho ya grande, que a cada rato lo topo por Santa Teresa con un libro debajo del brazo. Siempre que me ve me quiere coger, me corre detrás y sabe mi nombre...

      —Estudiante, perverso, como todos ellos. Cuando menos se le cayó de las uñas al mismo Barrabás. Pero voy viendo que tú tienes una cabecita dura como una piedra, y que por más que me afano en aconsejarte no consigo nada. En efecto, ¿quién ha visto que una niña tan linda como tú se ande azotando calles, con la chancleta arrastro y el pelo suelto y desgreñado, hasta las tantas más cuantas de la noche? ¿De quién aprendes estas malas mañas? ¿Por qué no me has de hacer caso?

      —Y Nemesia, la hija de seño Pimienta el músico, ¿no se está en la calle hasta las diez? Antenoche nada menos la topé en la plazuela del Cristo jugando a la lunita con una porción de muchachos.

      —¿Y tú te quieres comparar con la hija de seño Pimienta, que es una pardita andrajosa, callejera, y mal criada? El día menos pensado traen a esa espiritada, a su casa en una tabla con la cabeza partida en dos pedazos. La cabra, hija, siempre tira al monte. Tú eres mejor nacida que ella. Tu padre es un caballero blanco, y algún día has de ser rica y andar en carruaje. ¿Quién sabe? Pero Nemesia no será nunca más de lo que es. Se casará, si se casa, con un mulato como ella, porque su padre tiene más de negro que de otra cosa. Tú, al contrario, eres casi blanca y puedes aspirar a casarte con un blanco. ¿Por qué no? De menos nos hizo Dios. Y has de saber que blanco, aunque pobre, sirve para marido; negro o mulato ni el buey de oro. Hablo por experiencia... Como que fui casada dos veces... No recordemos cosas pasadas. Si tú supieras lo que le sucedió a una muchachita, cuasi de tu misma edad, por no hacer caso de los consejos de una abuela suya, la cual le pronosticó que si daba en andar por las calles tarde de la noche le iba a suceder una gran desgracia...

      —Cuéntemelo, cuéntemelo, Chepilla, repitió la niña con la curiosidad de tal.

      —Pues, señor: una noche muy escura, en que soplaba el viento recio, por cierto que era día de San Bartolomé, en que, como ya te he dicho otras veces, se suelta el diablo desde las tres de la tarde, estaba la muchacha Narcisa, que éste era su nombre, sentada cantando bajito en el quicio de piedra de su casa, mientras su abuela rezaba arrinconada detrás de la ventana... Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Pues señor, habían tocado ánimas en el Espíritu Santo, y como el viento había apagado los pocos faroles, las calles estaban muy escuras, silenciosas y solitarias, como boca de lobo. Pues según iba diciendo, la muchachita cantaba y la vieja rezaba el rosario, cuando estando así, cate que se oye tocar un violín por allá en vuelta del Ángel. ¿Qué se figuró la Narcisa? Que era cosa de baile, y sin pedirle permiso a la abuela, sin decir oste ni moste, echó a correr y no paró hasta la loma. Así que la vieja acabó de rezar, creyendo que su nieta estaba en la cama, según era natural, cerró la puerta.

      —¿Y dejó en la calle a la pobrecita? interrumpió Cecilia a la contadora con muestras de ansiedad y lástima.

      —Ahora verás. La viejecita, antes de acostarse, porque ya era tarde y se caía del sueño, cogió una vela y fue al catre de la nieta para ver si dormía. Figúrate cuál no se quedaría ella que la amaba tanto, al encontrarse con el catre vacío. Corrió a la puerta de la calle, la abrió, llamó a gritos a la nieta: ¡Narcisa! ¡Narcisa! Pero Narcisa no responde. Ya se ve, ¿cómo había de responder la infeliz si el diablo se la había llevado?

      —¿Cómo fue eso? preguntó azorada la niña.

      —Yo te lo contaré, prosiguió seña Chepa con calma, notando que producía el efecto deseado su cuento de cuentos. Pues, señor, al llegar Narcisa a las cinco esquinas del Ángel, se le apareció un joven muy galán, que le preguntó a dónde iba a aquella hora de la noche.—A ver un baile, contestó la inocente.—Yo te llevaré, repuso el joven; y cogiéndola por un brazo la sacó a la muralla. Aunque era muy escuro, reparó Narcisa que según iban andando el desconocido se ponía prieto, muy prieto, como carbón; que los pelos de la cabeza se le enderezaban como lesnas; que al reír asomaba unos dientes tamaños como de cochino jabalí; que le nacían dos cuernos en la frente; que le arrastraba un rabo peludo por el suelo, vamos, que echaba fuego por la boca como un horno de hacer pan. Narcisa entonces dio un grito de horror y trató de zafarse, pero la figura prieta le clavó las uñas en la garganta para que no gritara, y, cargando con ella, se subió a la torre del Ángel, que, según habrás reparado, no tiene cruz, y desde allí la arrojó en un pozo hondísimo que se abrió y volvió a cerrarse tragándosela en un instante. Pues esto es, hija, lo que le sucede a las niñas que no hacen caso de los consejos de sus mayores.

      Dio aquí fin a su cuento seña Chepa y comenzó la admiración, el pavor de Cecilia, la cual se puso a temblar de pies a cabeza y a dar diente con diente, aunque sin cesar de bostezar, porque más era el sueño que el miedo; con lo que, dando traspiés, se fue a la cama, que es a lo que tiraba la astuta vieja. Muchos otros cuentos por el estilo le hizo a la andariega muchacha; pero estamos seguros que no sacó otro fruto con ellos que llenar su cabeza de supersticiones y amilanar su espíritu. Ello es, que no por eso dejó la chica de hacer su gusto, escapándose a veces por la ventana, aprovechándose otras del momento en que la enviaban a la taberna de la esquina inmediata, para andarse de calle en calle y de plaza en plaza: cuándo en pos de la incitativa música de un baile; cuándo tras los tambores de los relevos; cuándo de los carruajes del entierro; cuándo, en fin, de la turba muchachil que arrebata el medio de plata en el bautizo.

       Índice

      Traen el pensamiento Lleno de impudicia, y lo derraman En torpes mil escandalosas voces, Que inficionan el viento Y altamente publican lo que aman.

      González Carvajal

      Cinco o seis años después de la época a que nos hemos contraído en los dos capítulos anteriores, a fines del mes de setiembre, había dado principio el convento de la Merced a la serie de ferias con que hasta el año de 1832, acostumbraban a solemnizar en Cuba las fiestas titulares religiosas, consagradas a los santos patrones


Скачать книгу