Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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la niña ésta vive o muere; lo único que está bien averiguado es que la abuela oculta a la nieta el nombre de su padre, aunque es preciso ser ciega para no verlo o conocerlo. Cuando menos anda ahora mismo por las ventanas, siguiéndole los pasos a la hija, como que no la pierde de vista un punto. Parece que ese hombre ingrato y desnaturalizado, arrepentido de su conducta con la infeliz Rosarito Alarcón, no halla otro medio de expiar su culpa que seguir a la hija de cuna en cuna y de ponina en ponina, para ver si la liberta de los peligros del mundo. No tenga cuidado. Trabajo le mando. Como que así así se le cortan las alas al pájaro que una vez emprendió el vuelo.

      —Pero se puede saber, preguntó la que dijeron Caridad, ¿quién es el señorón de que se trata? Porque aquí tiene Vd. una persona que no lo conoce ni lo ha visto nunca, y no me parece que soy sorda ni ciega.

      —Como sé lo que es una curiosidad no satisfecha, seña Caridad, voy a sacarla de dudas, dijo la Ayala acercándose. Creo que hablo con una mujer de secreto, y por eso le digo todo lo que hay en el asunto. Apuradamente no tengo por qué andar con tapujos a estas horas. Sepa que el hombre es...; y poniéndole ambas manos en los hombros a la curiosa, le comunicó en secreto el nombre del individuo. ¿Lo conoce Vd. ahora? concluyó preguntando la Ayala.

      —Por supuesto que sí, contestó seña Caridad. Como a mis manos. Lo más que yo conocía. Por cierto que...; pero cállate, lengua.

      Serían las diez de la noche y entonces estaba en su punto el baile. Bailábase con furor. Decimos con furor porque no encontramos término que pinte más al vivo aquel mover incesante de pies, arrastrándolos muellemente junto con el cuerpo al compás de la música; aquel revolverse y estrujarse en medio de la apiñada multitud de bailadores y mirones, y aquel subir y bajar la danza sin tregua ni respiro. Por sobre el ruido de la orquesta con sus estrepitosos timbales, podía oírse, en perfecto tiempo con la música, el monótono y continuo chis, chas de los pies; sin cuyo requisito no cree la gente de color que se puede llevar el compás con exacta medida en la danza criolla.

      En la época a que nos referimos, estaban en boga las contradanzas de figuras, algunas difíciles y complicadas, tanto que era preciso aprenderlas por principio antes de ponerse a ejecutarlas, pues se exponía a la risa del público el que las equivocaba, equivocación a que decían perderse. Aquel que se colocaba a la cabeza de la danza ponía la figura, y las demás parejas debían ejecutarla o retirarse de las filas. En todas las cunas generalmente había algún maestro a quien cedían o se tomaba el derecho de poner la figura, la misma que al volver a la cabeza de la danza la cambiaba a su antojo. El que más raras y complicadas figuras ponía, más crédito ganaba de excelente bailador, y se tenía a honra entre las mujeres el ser su compañera o pareja. Con el maestro per se, fuera de esa distinción, que se disputaba a veces, había la seguridad de no perderse, ni verse en la triste necesidad de sentarse, sin haber bailado, después de haberse colocado en las filas de la danza.

      En la noche en cuestión, bailaba el maestro con Nemesia, la amiga predilecta de la joven de la pluma blanca. Había él puesto muchas y muy raras figuras, dejando conocidamente para lo último la más difícil y complicada. La segunda, tercera, cuarta y quinta parejas salieron airosas de la prueba, ejecutando la figura con los mismos enlaces, desenlaces y actitudes del maestro; pero no obstante el espacio que tuvo para estudiarla y aprenderla el compañero de la apellidada Virgencita de bronce, pues ocupaba en las filas el sexto lugar, a medida que se acercaba su turno, crecía su ansiedad y volvía el rostro hacia los músicos, en ademán suplicatorio, como esperando que adivinaran su aprieto y parasen la música. Aquella inquietud se comunicó a la muchacha, la cual conoció que iba a pasar por la vergüenza de tener que sentarse en lo más animado y divertido de la danza. El temor llegó a dominar todo su ser, poniéndola pálida y nerviosa. Lo que pasaba en el ánimo de esa pareja no tardó en hacerse visible a los ojos de las demás parejas y de muchos de los espectadores del baile.

      La idea no más de que la hasta allí reina de la cuna podía verse obligada a retirarse, antes de tiempo, de las filas, había llenado de cruel y envidioso regocijo a las otras muchachas a quienes habían mortificado sobre manera las preferencias y públicos elogios que de ella hacían los hombres desde el momento de su entrada en el baile. En aquellas críticas circunstancias, Pimienta, que no la había perdido tampoco un punto de vista en medio de sus caprichosos giros y del tumulto de la danza, comprendió al vuelo lo que pasaba, y sin advertir a nadie de su intento, paró la música de golpe. Respiró con desahogo el compañero de la joven, y ésta pagó con una sonrisa celestial aquel socorro tan a tiempo del director de la orquesta.

       Índice

      Y del tumulto indiscreto Que ardiente en su torno gira, Ninguno le dijo: "mira, Aquél te adora en secreto. Que oyendo y viéndote está".

      Ramón de Palma

      Quince de Agosto

      Habrá comprendido ya el discreto lector, que la Virgencita de bronce de las anteriores páginas no es otra que Cecilia Valdés, la misma jovenzuela andariega que procuramos darle a conocer al principio de esta verídica historia. Hallábase, pues, en la flor de su juventud y de su belleza, y empezaba a recoger el idólatra tributo que a esas dos deidades rinde siempre con largueza el pueblo sensual y desmoralizado. Cuando se recuerde la descuidada crianza y se una a esto la soez galantería que con ella usaban los hombres, por lo mismo que era de la raza híbrida e inferior, se formará cualquier idea aproximada de su orgullo y vanidad, móviles secretos de su carácter imperioso. Así es que, sin vergüenza ni reparo, a menudo manifestaba sus preferencias por los hombres de la raza blanca y superior, como que de ellos es de quienes podía esperar distinción y goces, con cuyo motivo solía decir a boca llena,—que en verbo de mulato sólo quería las mantas de seda[8], de negro sólo los ojos y el cabello.

      Fácil es de creer, que una opinión tan francamente emitida como contraria a las aspiraciones de los hombres de las dos clases últimamente mencionadas, no les haría buena sangre, según suele decirse. Con todo eso, bien porque no se creyese sincera a su autora cuando la expresaba, bien porque se esperaba que hiciera una excepción, bien porque siendo tan bella era imposible verla sin amarla, lo cierto es que más de un mulato estaba perdido de amores por ella, sobre todos Pimienta, el músico, como habrá podido advertirse. Este tal gozaba la inapreciable ventaja sobre los demás pretendientes, de ser hermano de la amiga íntima y compañera de la infancia de Cecilia, con cuyo motivo podía verla a menudo, tratarla con intimidad, hacérsele necesario y ganar tal vez su rebelde corazón a fuerza de devoción y de constancia. ¿A quién no ha halagado en su vida esperanza más efímera? De todos modos, él siempre tenía presente aquel canto popular de los poetas españoles, que principia:—Labra el agua sin ser dura, un mármol endurecido,—y puede decirse, en honor de la verdad, que Cecilia le distinguía entre los hombres de su clase que se le acercaban a celebrarla, si bien semejante distinción, hasta la fecha presente, no había pasado de uno que otro rasgo de amabilidad con un hombre por otra parte muy amable, cortés y atento con las mujeres.

      Acabada la danza, se inundó de nuevo la sala y comenzaron a formarse los grupos en torno de la mujer preferida por bella, por amable o por coqueta. Pero en medio de la aparente confusión que entonces reinaba en aquella casa, podía observar cualquiera que, al menos entre los hombres de color y los blancos, se hallaba establecida una línea divisoria que, tácitamente y al parecer sin esfuerzo, respetaban de una y otra parte. Verdad es que unos y otros se entregaban al goce del momento con tal ahinco, que no es mucho de extrañar olvidaran por entonces sus mutuos celos y odio mutuo. Además de eso, los blancos no abandonaron el comedor y aposento principal, a cuyas piezas acudían las mulatas que con ellos tenían amistad, o cualquier otro género de relación, o deseaban tenerla; lo cual no era ni nuevo ni extraño, atendida su marcada predilección. Cecilia y Nemesia, por uno u otro de estos motivos, o por su estrecha amistad con el ama de la casa, no bien concluyó la danza se fueron derecho al aposento y ocuparon asiento detrás de las matronas hacia el comedor. Allí, sin más dilación, se formó el grupo de los jóvenes blancos,


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