Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


Скачать книгу
china. En la pared, entre ventanas, una mesa alta con pies dorados y encima un espejo cuadrilongo; llenando los huecos intermedios, sillas con profusión.

      Era de notarse la cortina de muselina blanca, con fleco de algodón, que pendía de los dinteles de las puertas y ventanas de los cuartos, como para dar libre paso al aire y ocultar sus interioridades de las miradas de los que pasaban por el comedor y el patio. En resumen, la casa aquella, peculiarmente habanera, según se habrá echado de ver por la menuda descripción que de ella hemos hecho, respiraba por todas partes aseo; limpieza y... lujo, porque tal puede llamarse, en efecto, si se tiene en cuenta el país, la época de que se habla, el estilo y calidad del mueblaje, los dos carruajes en el zaguán y la capacidad misma de la morada. ¿Vivía allí una familia decente, bien educada y feliz? Vamos a verlo en breve.

      A la hora en que principia nuestro cuento, entre seis y siete de la mañana de uno de los días de octubre, ocupaba una de las butacas del comedor un caballero de hasta cincuenta años de edad, alto, robusto, entrecano, nariz grande aguileña, boca pequeña, los ojos pardos y vivos, la color del rostro rubicunda, la cabeza redonda por detrás; signos éstos característicos de pasiones fuertes y firmeza de carácter. Llevaba el cabello corto, la barba rasurada completamente; vestía bata talar de zaraza sobre chaleco largo de piqué blanco, pantalones de dril y chinelas de ante. Descansaba los pies en una silla con asiento de paja y con ambas manos se llevaba a los ojos un periódico impreso en papel español de hilo del folio común, titulado El Diario de la Habana.[13]

      Mientras leía se le presentó un muchacho como de doce años de edad, vestido de pantalones y camisa de listadillo, que venía del fondo del patio y traía en la mano derecha una taza de café con leche, puesta en un plato, y en la otra un azucarero de plata. El caballero, sin enderezarse en la butaca, tomó la taza, endulzó y se puso a sorber y leer con toda calma, mientras el criado, con los brazos cruzados sobre el pecho, se quedó delante de él en pie, conservando en las manos respectivas el plato y el azucarero. Concluida la poción de café con leche, no obstante que el muchacho se hallaba a pocos pasos, le dijo en tono de voz atronadora:—¡Tabaco y lumbre! Salió aquél de carrera a la cocina y volvió a poco por los cuartos escritorios, trayendo entonces una vejiga grande con algunos cigarros[14] arrollados en el fondo y un braserillo de plata con una brasa de carbón vegetal, medio enterrada en un montón de cenizas. El caballero encendió un cigarro y cuando el muchacho se disponía a emprender de nuevo la carrera, le gritó:—¡Tirso!

      —¡Señor! contestó también en alta voz como si ya estuviera en la cocina o hablara con sordo.

      —¿Has estado arriba? le preguntó el amo.

      —Sí, señor, dende que llegó de la plaza el cocinero.

      —¿Y cómo es que el niño Leonardo no ha bajado todavía?

      —Es querer decir a su merced que el niño Leonardo no quiere que lo dispierten cuando ha pasado mala noche.

      —¡Mala noche! repitió el caballero mentalmente. Anda (al esclavo), despiértale y que baje.

      —Señor, dijo el muchacho titubeando y confuso. Señor, su merced sabe...

      —¿Qué sucede? volvió a tronar el amo, luego que echó de ver que el esclavo se estaba parado y no le había obedecido.

      —Señor, es querer decir a su merced, que el niño se pone bravo cuando lo dispiertan, y...

      —¿Qué? ¿Qué dices? ¡Ah! ¡Perro! Anda, corre si no quieres subir a puntapiés.

      Y como el caballero medio se incorporase para ejecutar la amenaza, no esperó a que se la repitieran para obedecer la orden. En cuatro saltos se puso en lo alto de la escalera, desapareciendo en el dormitorio del joven Leonardo. A tiempo mismo que el muchacho corría escaleras arriba, asomaba por la puerta del aposento una señora algo gruesa, hermosa, de amabilísimo aspecto, las facciones menudas, con el cabello todavía negro, aunque pasaba de los cuarenta de edad, vestida de holán clarín blanco, y abrigada con una manta de burato color canario y toda ella muy pulcra y de ademán reposado y señoril. Sentose al lado del caballero de la bata, a quien, preguntándole por las noticias del día, dio el nombre de Gamboa. Este le contestó entre dientes que la única importante que traía El Diario era la aparición del cólera morbus en Varsovia, donde hacía estragos espantosos.

      —¿Y dónde es eso? preguntó la señora bostezando.

      —¡Toma! contestó Gamboa. Eso es muy lejos. Figúrate, allá, cerca del Polo Norte, en Polonia. Ya tiene que rodar el señor cólera para llegar hasta nosotros, y entonces... ¡quién sabe dónde estaremos tú y yo!

      —¡Dios nos libre de horas menguadas, Cándido! volvió a exclamar la señora con el mismo aire de indolencia de antes.

      Bajaba Tirso en este punto los escalones con doble precipitación, si cabe, de aquella con que los había subido; y a no ser porque en tiempo agacha la cabeza, le alcanza en ella un libro que le arrojaron de lo alto, el cual, con la violencia del golpe se hizo pedazos en la puerta del escritorio. Don Cándido alzó la cabeza y la señora se levantó y fue hacia el pie de la escalera, preguntando:—¿Qué ha sido eso? Por toda respuesta el muchacho, muy asustado, le indicó con los ojos al joven Leonardo, que se hallaba en lo alto, envuelto en la sábana, con los puños apretados en señal de cólera y de amenaza. Pero no bien descubrió a su madre, pues lo era aquella señora, cambió de actitud y de semblante; e iba sin duda a explicarle la ocurrencia, cuando ella le contuvo haciéndole una seña muy significativa, que equivalía, poco más o menos a decirle:—Calla, que ahí está tu padre. Por lo que él, sin más demora, dio media vuelta y se volvió al dormitorio.

      —¿Viene el niño Leonardo? preguntó Gamboa al esclavo, cual si no hubiera notado la carrera de éste, el librazo contra la puerta del escritorio ni la acción de su esposa.

      —Sí, señor, contestó Tirso.

      —¿Le diste mi recado? insistió don Cándido en tono de voz más recio y áspero.

      —Es querer decir a su merced, repuso el esclavo todo turbado y tembloroso, que... el niño... el niño Leonardo no me dio tiempo.

      La señora se había vuelto a sentar, y seguía llena de ansiedad las palabras y los movimientos del semblante de su marido. Le vio ponerse rojo a medida que Tirso soltaba las pocas frases de que en su turbación pudo hacer uso; aún le pareció que iba a levantarse, acaso para pegarle al esclavo, o hacer bajar por la fuerza a Leonardo; en cuya confusa alternativa, a fin de ganar tiempo, le dejó caer la mano derecha en el brazo izquierdo y le dijo en voz muy baja y musical:

      —Cándido, Leonardito se viste para bajar.

      —Y tú ¿cómo lo sabes? replicó don Cándido con gran viveza, volviéndose para su esposa.

      —Acabo de verle a medio vestir, en lo alto de la escalinata, contestó ella con calma.

      —Pues tú siempre estás al tanto de cuando Leonardo cumple con su deber, pero eres ciega para sus faltas.

      —No sé yo que el porbrecito haya cometido ninguna, al menos recientemente.

      —¡Ya! ¿No lo decía yo? Ciega, cieguecita, Rosa, tus mamanteos van a perder a ese muchacho. ¡Tirso! tronó don Cándido.

      Antes que volviese Tirso de la cocina, en donde se había refugiado, luego que sus amos entablaron el anterior, brevísimo diálogo, entró por el zaguán adelante el mulato calesero que ya conocen nuestros lectores, por aquella escena en el barrio de San Isidro y noche del 24 de setiembre. Vestía ahora solamente camisa y pantalones cuyas piernas estaban arremangadas hasta poco más abajo de las rodillas, como para dejar ver el borde de los calzoncillos blancos, que formaba dientes en vez de dobladillos. Los zapatos eran de vaqueta muy escotados, con hebilla de plata al lado, y tenía argollas de oro en las orejas, pañuelo atado en la cabeza, el sombrero de paja en la mano derecha, y en la izquierda el ronzal de un caballo que traía rabiatado otro del mismo color y estampa, ambos recién salidos del baño, pues aun escurrían agua o sudor, y el último tenía la cola hecha un nudo. El mulato había cabalgado en el


Скачать книгу