Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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pantalón de hilo, botas enormes de campana, a guisa de polainas, y sombrero negro redondo, galoneado de oro. Debemos mencionar también, como signos característicos del calesero, las espuelas dobles de plata, que no llevaba a la sazón el mulato de que ahora se habla.

      —¡Oiga! le dijo su amo, pues lo era en efecto el joven Leonardo; dormías a pierna suelta, mientras los caballos quedaban a su albedrío. ¿Eh? ¿Qué hubiera sucedido si espantados por casualidad, echan a correr por esas calles de Barrabás?

      —Yo no estaba dormiendo, niño; se atrevió a observar el calesero.

      —¿Conque no dormías? Aponte, Aponte, tú parece que no me conoces, o que crees que yo me mamo el dedo. Mira, monta, que ya ajustaremos cuentas. Lleva el quitrín a la cuna, toma las dos muchachas que trajiste en él y condúcelas a su casa. Yo te espero en el paredón de Santa Clara, esquina a la calle de La Habana. No consientas que nadie monte a la zaga. ¿Entiendes?

      —Sí, señor; contestó Aponte, partiendo en dirección de la garita de San José. En la puerta de la casa del baile, sin desmontarse, dijo a un desconocido que entonces entraba:

      —¿Me hace el favor de decirle a la niña Cecilia que aquí está el quitrín?

      A pesar del aditamento de niña de que hizo uso el calesero hablando de Cecilia, que sólo se aplica en Cuba a las jóvenes de la clase blanca, el desconocido pasó el recado sin equivocación ni duda. Y ella incontinente se levantó de la mesa y fue a coger su manta, seguida de Nemesia y de la Ayala. Esta última las acompañó hasta la puerta de la calle, en donde ya se habían agrupado los pocos hombres que aún no se habían despedido. Allí, teniendo todavía por la cintura a Cecilia, en señal de amistad y cariño, la dijo:

      —No te fíes de los hombres, china, porque llevas la de perder.

      —Y ¿yo me he fiado de alguno a estas horas, Merceditas? repuso Cecilia sorprendida.

      —Ya, pero ese quitrín tiene dueño, y nadie da palos de balde. Tenlo por sabido. Me parece que me explico.

      Con esto y con fingir Cantalapiedra que lloraba por la partida de Cecilia, cosa que causó mucha risa, ésta y Nemesia subieron al carruaje dándoles la mano Pimienta, y de hecho quedó desbaratada la reunión.

      Podía ser entonces la una de la madrugada. El viento no había abatido ni cesado la llovizna que, de cuando en cuando, arrojaban las voladoras nubes sobre la ciudad dormida y en tinieblas. Conforme reza la expresión vulgar, la oscuridad era como boca de lobo. No por eso, sin embargo, perdió el joven músico la pista del carruaje que conducía a su hermana y a su amiga, antes por el ruido de las ruedas en el piso pedregoso de las calles, le fue siguiendo las aguas, primero al paso redoblando y luego al trote, hasta que le alcanzó cerca de la calle de Acosta. Puso la mano en la tabla de atrás, se impulsó naturalmente con la carrera que llevaba y quedó montado a la mujeriega. Al punto le sintió el calesero e hizo alto.—Apéate, le dijo Nemesia por el postigo.—No hay para qué, dijo Cecilia.—Yo les voy guardando las espaldas, dijo Pimienta.—Apéese Vd., dijo en aquella sazón Aponte, que ya había echado pie a tierra.—¿No te lo decía? añadió Nemesia, hablando con su hermano.—Aquí dentro va mi hermana y mi amiga, observó el músico dirigiéndose al calesero.—Será así repuso éste; pero no consiento que nadie se monte atrás de mi quitrín. Se echa a perder, camará; agregó notando que se las había con un mulato como él.—Apéate, repitió Nemesia con insistencia.

      Obedeció José Dolores Pimienta, conocidamente después de una lucha sorda y terrible consigo mismo, en que triunfó la prudencia; pero cediendo y todo en aquella coyuntura, no renunció a la resolución tomada de seguir el carruaje. Volvió a montar el calesero y continuó la carrera derecho hasta desembocar en la calle de Luz, torciendo allí a la izquierda hacia la de La Habana. Cerca del cañón de la esquina estaba un hombre de pie, guarecido del viento y de la menuda llovizna, con las elevadas tapias del patio perteneciente al monasterio de las monjas Claras. En ese punto, paró Aponte por segunda vez el quitrín, el hombre en silencio subió a la zaga, diciendo luego a media voz: ¡Arrea! Partió entonces aquél a escape, pero no sin dar tiempo a que se acercara lo bastante el músico, para advertir que el individuo que le reemplazó en la zaga del carruaje era el mismo joven blanco, Leonardo, que tantos celos le había inspirado en la cuna.

       Índice

      ¿Y qué modo de hombre es él, es negocio moscatel, es discreto vergonzoso, o dulce o acibaroso?

      Lope de Vega

      La Buscona

      En el barrio de San Francisco y en una de las calles menos torcidas, con banquetas o losas en una o dos cuadras, había, entre otras, una casa de azotea, que se distinguía por el piso alto sobre el arco de la puerta, y balconcito al poniente. La entrada general, como la de casi todas las casas del país—para los dueños, criados, bestias y carruajes, dos de los cuales había comúnmente de plantón—era por el zaguán; especie de casapuerta o cochera, que conducía al comedor, patio y cuartos escritorios.

      Llamaban bajo este último nombre los que se veían a la derecha, a continuación del zaguán, ocupados, el primero por una carpeta doble de comerciante, con dos banquillos altos de madera, uno a cada frente, y debajo una caja pequeña de hierro, cuadrada, que en vez de puerta tenía tapa para abrirse o cerrarse, siempre que se guardaban en ella o se sacaban los sacos de dinero. En el lado opuesto de la casa se veía la hilera de cuartos bajos para la familia, con entrada común por la sala, puerta y ventana al comedor y al patio.

      Este formaba un cuadrilátero, en cuyo centro sobresalía el brocal de piedra azul de un aljibe o cisterna, donde, por medio de canales de hoja de lata y de cañerías enterradas en el suelo, se vertían las aguas llovedizas de los tejados. Una tapia de dos varas de elevación, con un arco hacia el extremo de la derecha, separaba el patio de la cocina, caballeriza, letrina, cuarto de los caleseros y demás dependencias de la casa.

      Entre el zaguán y los cuartos llamados escritorios, descendía al comedor, apoyada en la pared divisoria, una escalera de piedra tosca con pasamanos de cedro, sin meseta ni más descanso que la vuelta violenta que hacían los últimos escalones casi al pie. Esa escalera comunicaba con las habitaciones altas, compuestas de dos piezas: la primera que hacía de antesala, tan grande como el zaguán; la segunda, todavía mayor, como que tenía las mismas dimensiones que los escritorios sobre los cuales estaba construida y servía de dormitorio y estudio. Con efecto, los muebles principales que la llenaban casi, eran una cama o catre de armadura de caoba, cubierto con un mosquitero de rengue azul, un armario de aquella propia madera, un casaquero o percha de lo mismo, un sofá negro de cerda, unas cuantas sillas con asiento de paja, una mesa a modo de bufete, y una butaca campechana.[9] Sobre los tales muebles se hallaban varios libros, unos abiertos, otros cerrados o con una o más hojas dobladas por la punta, empastados a la española, con canto rojo, todos al parecer de leyes, según podía notarse, leyendo los letreros dorados en los lomos de algunos. En el sofá únicamente dos periódicos en forma de folletos: el más voluminoso con un malísimo grabado que representaba los figurines de un hombre, una mujer y un niño, y llevaba por título La moda o Recreo Semanal,[10] el otro El Regañón.[11]

      Abajo, en el comedor había una mesa de alas de caoba, capaz para doce cubiertos, hasta seis butacas en dos hileras frente a la puerta del aposento; en el ángulo el indispensable jarrero, mueble sui generis en el país, y para proporcionar sombrío a la pieza y protegerla contra la reverberación del sol en el patio, había dos grandes cortinas de cañamazo, que se arrollaban y desarrollaban lo mismo que los telones de teatro. En la pared medianera entre el zaguán y la sala, había una reja de hierro, y para dar paso a la luz exterior en esta última, dos ventanas de lo mismo voladizas, que desde el nivel del piso de la calle subían hasta el alero del techo. De la viga principal colgaba por sus cadenas una bomba de cristal; de la pared del costado dos retratos al óleo, representativos de una dama y de un caballero en la flor de su edad, hechos por Escobar;[12]


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