Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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que tanto se divertían y gozaban, que el autor y el alma de toda aquella alegría y fiesta, José Dolores Pimienta, compositor de la contradanza nueva, agonizaba de amor y de celos?

      Pasadas serían las doce de la noche cuando cesó de nuevo la música, con lo que a poco empezaron a retirarse las personas que podían considerarse extrañas para el ama de casa, porque hasta entonces no levantó ésta la voz diciendo que era hora de cenar. Y para apresurar la marcha, agarró ella por el brazo a dos de sus mejores amigas y arrastro casi las llevó al fondo del patio donde dijimos que estaba puesta la mesa del ambigú. Tras ellas siguieron las demás mujeres y los hombres, entre los segundos Pimienta y Brindis, los músicos; Cantalapiedra y su inseparable corchete, el de las grandes patillas, Leonardo y su amigo Diego Meneses. Tomaron asiento en torno de la mesa las mujeres, únicas que cupieron, aunque eran pocas; los hombres se mantuvieron en pie cada cual detrás de la silla de su amiga o preferida. Quedaron juntos a una de las cabeceras Cantalapiedra y la Ayala, sin que sepamos decir si por casualidad o por hacer honor al comisario y a su categoría.

      No cabe duda sino que el ejercicio del baile había aguzado el apetito de los comensales de ambos sexos, porque apoderándose los unos del jamón, los otros del pescado, aceitunas y demás manjares en algunos minutos, todos comían y habían aliviado la mesa de una buena porción de su peso. Satisfecha la primera necesidad, hubo lugar a los rasgos de galantería y cariño que en todos los países llevarán el sello de la educación que alcanzan las personas que los ejercen. Las de la verídica historia cuya fisonomía trazamos ahora a grandes pinceladas, no eran, en general, de la clase media siquiera, ni de la que mejor educación recibe en Cuba, y puede creerse sin esfuerzo que sus rasgos de galantería y de cariño en ninguna circunstancia tenían nada de delicados ni de finos.

      —Que diga algo Cantalapiedra, dijo alguien.

      —Cantalapiedra no dice nada cuando come, contestó él mismo mientras roí a la pierna del pavo.

      —Pues que no coma si ha de callar, saltó otro.

      —Eso no, porque comeré y diré hasta el juicio final, repuso el comisario. ¿Cómo quieren, sin embargo, que diga si aún no he remojado la garganta?

      —¡Ahí va mi copa! ¡Ahí va la mía! ¡Tome ésta! exclamaron diez voces por lo menos, y otros tantos brazos se cruzaron sobre la mesa en dirección del comisario, quien, empuñando una tras otra copa, cada cual llena de un vino diferente, se las fue echando al coleto, sin presentar más muestra del efecto que le causaban que ponerse algo rubicundo y aguársele los ojos. Después, llenando su propia copa de rico champaña, tosió, levantó el pecho, y en voz campanuda, aunque un si es no es carrasposa, dijo:

      —¡Bomba! En los felices natales de mi amiga Merceditas Ayala, décima:

      Yo te digo en la ocasión,

       Merceditas de mis ojos,

       Que tu vista guarda abrojos,

       Pues que punza el corazón.

       Ten de un triste compasión,

       Que por tus ojos suspira,

       Que por tus ojos delira,

       Que por tus ojos alienta,

       Que por tus ojos sustenta

       Esta vida de mentira.

      Tras esta improvisación ramplona y de mal gusto, resonaron vivas y aplausos repetidos y estrepitosos, con destemplado golpeo de los platos con los cuchillos. Y como en recompensa de su poética labor, de ésta recibió una aceituna ensartada en el mismo tenedor con que acababa de llevarse el alimento a la boca, de esotra una tajada de jamón, de la de más allá un pedazo de pavo, de aquélla un caramelo, de su vecina una yema azucarada, hasta que la Ayala puso término al torrente de obsequios levantándose y pasando su copa, llena de Jerez, a Leonardo para que improvisara también como lo había hecho el complaciente comisario. Aprovechose éste de la tregua que se le concedía tácitamente, para levantarse de la mesa, ir derecho, aunque disimuladamente, hasta el brocal del pozo, donde, introduciéndose dos dedos en la boca, arrojó cuanto había comido y bebido, que no había sido poco. Y muy fresco y repuesto se volvió a la mesa. Merced a un medio tan sencillo como expedito, pudo tornar a comer y a beber cual si no hubiera probado bocado ni pasado gota en toda la noche. De los demás hombres que habían bebido con exceso y no conocían el remedio eficaz de Cantalapiedra, que más que menos, pocos acertaban a tener firme la cabeza, sin exceptuar al mismo joven Leonardo.

      A esa lamentable circunstancia debe atribuirse el que un mozo tan fino como bien educado, se prestara también a hacer coplas y en obsequio de aquella heroína de la fiesta. Pero bien que mal las hizo, siendo no menos aplaudido y regalado que el anterior coplero, aunque fue de notarse que, lejos Cecilia Valdés de celebrar, como los demás, su esfuerzo poético, se mantuvo callada y visiblemente corrida. Tampoco tomó parte Nemesia en la celebración, si bien por causa muy distinta, a saber: por hallarse empeñada en un diálogo rápido y secreto con su hermano José Dolores Pimienta.

      —¿Pues no va desocupada la zaga? le decía él.

      —Tal vez no, le replicaba ella.

      —¿Y tú cómo lo sabes?

      —Como sé muchas cosas. ¿Necesito yo tampoco que me den la comida con cuchara?

      —Ya, pero tú no te explicas.

      —Porque no hay tiempo ahora.

      —Sobrado, hermana.

      —Luego, las paredes oyen.

      —¡Vaya! Cuando se grita.

      —Vamos, no seas porfiado. Te digo que no lo hagas.

      —Yo no pierdo la ocasión.

      —Vas a pasar un mal rato.

      —¿Qué me importa si hago mi gusto?

      —Te repito, José Dolores, no te metas en camisa de once varas. No seas cabezadura. Con esa porfía me quitas las ganas de ayudarte. Yo entiendo de eso mejor que tú, lo estoy viendo.

      Antes que se hubiese calmado el ruido de voces, de palmadas y de golpes en los platos y la mesa, Leonardo le dijo algo en secreto a Cecilia, y salió a la calle arrastrando a Meneses por el brazo, sin despedirse de nadie, a la francesa, como dijo Cantalapiedra cuando los echó de menos. Una vez fuera, a pesar de la lluvia menuda, ambos jóvenes, siempre de brazo, tomaron a pie la calle de La Habana hacia el centro de la ciudad, y en la primera esquina, que era la de San Isidro, Meneses siguió derecho y Leonardo tomó la vuelta del hospital de Paula.

      Nubes ligeras, claro oscuras, despedazadas por el viento fresco del nordeste, pasaban unas tras otras en procesión bastante regular por delante de la luna menguante, que ya traspasaba el cenit, y a veces dejaba caer rayos de luz blanquecina. La calle traviesa, angosta y torcida que llevaba el joven Leonardo no se despejó jamás, ni vio él a derechas su camino hasta que llegó a la plazuela del hospital antes dicho, y entonces sólo el lado izquierdo se alumbraba a ratos, pues las paredes de la iglesia de Paula, elevadas y oscuras, proyectaban una doble sombra sobre el espacio exento. Arrimado a ellas, sin embargo, pudo distinguir su carruaje, los caballos del cual agachaban la cabeza y las orejas, en su afán de evitar la lluvia y el viento que les herían de frente. Estaba echado el capacete y no parecía el jinete por ninguna parte, ni en la silla, su puesto acostumbrado, ni en la zaga, ni en el vano de la ancha puerta de la iglesia, que podía servirle de abrigo. Pero a la segunda ojeada comprendió Leonardo dónde estaba. Sentado en el pesebrón del quitrín, le colgaban las piernas cubiertas con las botas de campana, mientras descansaba la cabeza y los brazos, medio vuelto, en los muelles cojines de marroquí. En el suelo yacía la cuarta que en el sueño se le había desprendido de las manos, la recogió Leonardo al punto, levantó un canto del capacete y con todas sus fuerzas le pegó dos o tres zurriagazos a manteniente, por las espaldas presentadas.

      —¡Señor! exclamó el calesero, entre asustado y dolorido, descolgándose.

      Ya de pie pudo verse que era un mozo mulato, bastante fornido, ancho de hombros y de cara, más fuerte si no más alto que el que acababa


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