Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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las melodías más extrañas y sensibles, cual si la musa de sus sueños platónicos hubiese bajado a la tierra y adoptado la forma de una mujer sólo para inspirarle. Puede decirse en resumen que el golpe del abanico surtió en el músico el efecto de una descarga eléctrica cuya sensación, si es dable expresarlo así, podía leerse lo mismo en su rostro que en todo su cuerpo, desde el cabello a la planta. No se cruzaron palabras entre ellos, por supuesto, ni parecían necesarias tampoco, al menos por lo que a él tocaba, pues el lenguaje de sus ojos y de su música era el más elocuente que podía emplear ser alguno sensible, para expresar la vehemencia de su amorosa pasión.

      También le tocó con su abanico y se sonrió con Pimienta la compañera de la llamada Virgencita de bronce pero el menos observador pudo advertir que el toque y la sonrisa de la una no tuvieron sobre él, ni con mucho, la influencia mágica de los de la otra. Al contrario, sus miradas se encontraron con natural y sereno movimiento, por donde era fácil colegir que había inteligencia entre ella y el músico, pero aquella inteligencia que tiene por origen la amistad o el parentesco, no el amor. Sea de esto lo que se fuere, Pimienta siguió con la vista a las dos muchachas, en cuanto se lo permitían las gentes, hasta que entraron en el primer aposento, por la puerta del comedor, entonces cesó de tocar y paró la música.

      Los jóvenes blancos, con Cantalapiedra a su cabeza, se habían situado al fin en el comedor, cerca de esa puerta de comunicación, para hallarse a la mira, lo mismo de las mujeres que entraban de la calle, como de las que salían a bailar en la sala. El que llamaban Leonardo, no bien notó la aproximación del carruaje en que llegaban las dos muchachas arriba mencionadas, se abrió camino a la calle con alguna dificultad, y se dirigió derecho al calesero, al cual le habló en baja voz. Este, para oírlo, se inclinó desde la silla del caballo que montaba, se quitó el sombrero en señal de respeto, y diciendo,—sí, señor,—al punto echó a escape con el carruaje la vuelta del hospital de mujeres de Paula.

      Mientras las dos muchachas pasaban del comedor al cuarto, la más hermosa preguntó a su amiga en tono de voz que pudieron oír algunos de los circunstantes:

      —¿Lo has visto, Nene?

      —¿Te ciega el amor? contestó la compañera con otra pregunta.

      —No es eso, china, sino que no lo he visto. ¿Qué quieres?

      —Pues por tu lado pasó como un reguilete, cuando nosotras entrábamos.

      Con esto la otra echó una rápida ojeada en torno del grupo de cabezas que la rodeaban y se inclinaban sobre ella, en el afán de verla a su sabor y de atraer sus miradas. Pero no cabe duda que sus ojos no tropezaron con los del individuo, cuyo nombre ninguna de las dos mencionó, porque torció el ceño y dio claras muestras de su desazón. Cantalapiedra, sin embargo, oyendo sus palabras y observando su semblante, dijo: ¡Cómo! ¿Qué, no me ves? ¡Aquí me tienes, cielo!

      La joven hizo un mohín muy sonoro y no replicó palabra. Por el contrario, Nemesia, que se perecía por los dimes y diretes, contestó con más viveza que gracia:

      —Ahí se podía estar el señor toda la vida. Naide preguntaba por el señor.

      —Ni yo hablaba contigo, poca sal.

      —Ni se necesita, cristiano.

      —¡Qué lengua, qué lengua! repitió el comisario.

      Todo esto pasó en un instante, sin volver atrás la cara las muchachas, ni pararse a conversar, sino el tiempo necesario para que los hombres les abrieran paso. Ya en la puerta del aposento, la Ayala recibió a sus amigas con los brazos abiertos y muchas demostraciones de alegría y de cariño. Y ya fuese por cumplimiento, ya porque así en efecto lo sentía, dijo casi a gritos:—Por ustedes se aguardaba para romper el baile. ¿Cómo está Chepilla? continuó hablando con la más joven. ¿No ha venido? Empezaba a creer que había habido novedad.

      —Por poco no vengo, contestó la preguntada. Chepilla no se sentía buena, y luego se ha puesto tan impertinente. El quitrín esperó por nosotras media hora por lo menos.

      —Más vale que no haya venido, continuó la Mercedes. Porque la cosa va a durar hasta el alba y ella no podría resistir. Denme sus mantas.

      Tiempo era ya de que la fiesta comenzase. En efecto, no tardó en presentarse en el aposento ocupado por las matronas un mulato alto, calvo, algo entrado en años, aunque robusto, quien plantándose delante de la Mercedes Ayala, le dijo en voz bronca y con los brazos levantados:

      —Vengo por la gracia y la sal para romper el baile.

      —Pues, hermano, a la otra puerta, que aquí no es, repuso la Ayala con mucha risa.

      —No hay que venirme con ésas, señora, porque yo soy porfiado. Además, que a nadie sino al ama de la casa corresponde el honor de romper el baile; con más que es su natalicio.

      —Eso sería bueno si no hubiera en esta selecta reunión muchachas bonitas, a quienes de derecho corresponde el dominio y la gloria en todas partes.

      —Ya se ve, agregó el calvo, que no faltan esta noche en tan selecta reunión muchas y muy bonitas muchachas, pero esta circunstancia, que concurre también en el ama de la casa, no les da derecho a romper el baile. Hoy en el día de su santo, Merceditas, es Vd. el ama de la casa, donde celebramos tan fausto día, y es Vd. la gracia y la sal del mundo. ¿He dicho algo? concluyó recorriendo con la vista los circunstantes en busca de su aprobación.

      Todos, que más que menos, ya con palabras, ya con la acción, manifestaron su aquiescencia, de manera que la Ayala tuvo que ponerse en pie, y mal su grado seguir al compañero a la sala. Por entonces ya habían despejado los hombres, dejando un buen espacio libre en el centro. El calvo llevaba de la mano a la Ayala, y con ella se cuadró de frente para la orquesta, a la cual mandó en tono imperioso que tocase un minué de corte. Este baile serio y ceremonioso estaba en desuso en la época de que hablamos; pero por ser propio de señores o gente principal, la de color de Cuba le reservaba siempre para dar principio a sus fiestas.

      Bailaba aquella anticuada pieza con bastante gracia por parte de la mujer y con aire grotesco por la del hombre, saludaron a la primera los circunstantes con estrepitosos aplausos, y luego, sin más demora, comenzó de veras el baile, es decir, la danza cubana, modificación tan especial y peregrina de la danza española, que apenas deja descubrir su origen. Uno de tantos presentes se arrestó a invitar a la joven de la pluma blanca, como si dijéramos, a la musa de aquella fiesta, y ella, sin hacerse de rogar ni poner ningún reparo, aceptó de plano la invitación. Cuando pasaba del aposento a la sala, para ocupar su puesto en las filas de la danza, se le escapó a una de las mujeres la siguiente audible exclamación:

      —¡Qué linda! Dios la guarde y la bendiga.

      —El mismo retrato de su madre, que santa gloria haya, agregó otra.

      —¡Cómo! ¿Que murió la madre de esa niña? preguntó muy azorada una tercera.

      —¡Toma! ¿Que ahora se desayuna Vd. de eso? repuso la que habló en segundo lugar. ¿Pues no oyó Vd. decir que había muerto de resultas de haber perdido a su hija a los pocos días de nacida?

      —No entiendo cómo la perdió si vive.

      —No me ha dejado Vd. explicar, seña Caridad. Perdió a su hija a los pocos días de nacida porque se la quitaron cuando menos lo esperaba. Hay quien diga que la abuela, para ponerla en la Real Casa Cuna y hacerla pasar por blanca; hay quien diga que la abuela no fue la ladrona, sino el padre de la muchacha, que era un caballero de muchas campanillas y ya se había arrepentido de sus tratos y contratos con la madre. Esta perdió junto con la hija el juicio, y cuando le volvieron la hija, por consejo de los médicos, ya fue tarde, porque si recobró el juicio, que hay quien lo duda, no recobró la salud, y murió en Paula.

      —Ha contado Vd. una historia, seña Trinidad, dijo pasito la Ayala con sonrisa de incredulidad a la mulata que acababa de hablar.

      —Hija, replicó la Trinidad alto, como me la contaron la cuento; ni quito ni pongo de mi caudal.

      —Pues


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