Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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último tenía apoyada la mano derecha en el canto del respaldo de la silla ocupada por Cecilia, quien, por casualidad o a posta, le estrujó los dedos con la espalda.

      —¿Así trata Vd. a sus amigos? Le dijo Leonardo sin retirar la mano, aunque le escocía bastante.

      Contentose Cecilia con mirarlo de soslayo y torcerle los ojos cual si la palabra amigo sonase mal en quien debía saber que era tratado como enemigo.

      —Esa niña está hoy muy desdeñosa, dijo Cantalapiedra, que notó la acción y la mirada.

      —¿Y cuándo no? dijo Nemesia sin volver la cara.

      —Nadie te ha dado vela en este entierro, repuso el comisario.

      —Y al señor ¿quién se la ha dado? agregó Nemesia mirándole entonces de reojo.

      —¿A mí? Leonardo.

      —Pues a mí, Cecilia.

      —No hagas caso, mujer, dijo esta última a su amiga.

      —Si no fuera por qué... yo te ponía más suave que un guante, añadió Cantalapiedra hablando directamente con Cecilia.

      No ha nacido todavía, dijo ella, el que me ha de hacer doblar el cocote.

      —Tienes esta noche palabras de poco vivir, le dijo entonces Leonardo, inclinándose hasta ponerle la boca en el oído.

      —Me la debe Vd. y me la ha de pagar, le contestó ella en el propio tono y con gran rapidez.

      —Al buen pagador no le duelen prendas, dice a menudo mi padre.

      —Yo no entiendo de eso, repuso Cecilia. Sólo sé que Vd. me ha desairado esta noche.

      —¿Yo...? Vida mía...

      En aquella misma sazón se acercó Pimienta por la puerta de la sala saludando a un lado y a otro a sus amigas, y cuando se puso al alcance de Cecilia ésta le echó mano del brazo derecho con desacostumbrada familiaridad, y le dijo, afectando tono y aire volubles:—¡Oiga! ¡Qué bien cumple un hombre su palabra empeñada!

      —Niña—contestó con solemne tono, aunque acaso no era para tanto—José Dolores Pimienta siempre cumple su palabra.

      —Lo cierto es que la contradanza prometida aún no se ha tocado.

      —Se tocará, Virgencita, se tocará, porque es preciso que sepa que a su tiempo se maduran las uvas.

      —La esperaba en la primera danza.

      —Mal hecho. Las contradanzas dedicadas no se tocan en la primera, sino en la segunda danza, y la mía no debía salir de la regla.

      —¿Qué nombre le ha puesto? preguntó Cecilia.

      —El que se merece por todos estilos la niña a quien va dedicada: Caramelo vendo.

      —¡Ah! Esa no soy yo por cierto, dijo la joven corrida.

      —¡Quién sabe, niña! ¡Qué tarde vinieron! agregó hablando con su hermana Nemesia.

      —No me digas nada, José Dolores, repuso ésta. Costó Dios y ayuda persuadir a Chepilla el que nos dejase venir solas, porque lo que es ella no podía acompañarnos. Consintió a lo último porque vinimos en quitrín. Y aún así, (para añadir estas palabras miró a Cecilia como consultando su semblante), si no tomamos la determinación de meternos en él, nos quedamos... Chepilla se puso furiosa en cuanto que se asomó a la puerta y conoció...

      —Chepilla no se puso brava por nada de eso, mujer; interrumpió Cecilia con gran viveza a su amiga. No quería que viniésemos porque la noche estaba muy mala para baile. Y tenía mucha razón, sólo que yo había dado mi palabra...

      Por prudencia o por cualquier otro motivo, Pimienta se alejó de allí sin aguardar a más explicaciones. No sucedió lo mismo con Cantalapiedra, que era hombre curioso si los hay, por lo que con sonrisa maliciosa le preguntó a Nemesia:—¿Se puede saber por qué la Chepilla se puso furiosa luego que reconoció el quitrín en que ustedes vinieron al baile?

      —Como que yo no soy baúl de naiden, contestó la Nemesia prontamente, diré la verdad. (Cecilia le pegó un pellizco, pero ella acabó la frase.) Claro, porque conoció que el quitrín era del caballero Leonardo.

      Naturalmente las miradas de Cantalapiedra y de los demás presentes al alcance de las palabras de Nemesia, se concentraron en el individuo que ella había nombrado, y aquél, tocándole en el hombro, le dijo:

      —Vamos, no se ponga colorado, que el prestar el carruaje a dos reales mozas como éstas en noche tan fea, no es motivo para que nadie sospeche malas intenciones de un caballero.

      —Ese quitrín, lo mismo que el corazón de su dueño, repuso Leonardo sin cortarse, están siempre a la orden de las bellas.

      Salía entonces Pimienta por la puerta del comedor y oyó distintamente las palabras del joven blanco, convenciéndole, desde luego, de quién era el quitrín en que Cecilia y su hermana Nemesia habían venido al baile. El desengaño le hirió en lo más vivo del alma; por lo que echando una mirada triste al grupo de jóvenes blancos, de seguidas pasó a la sala donde, después de armar el clarinete, tocó algunos registros a fin de que entendieran sus compañeros que era tiempo de que se reuniera de nuevo la orquesta. Afinados los instrumentos, sin más dilación rompió la música con una contradanza nueva, que a los pocos compases no pudo menos de llamar la atención general y arrancar una salva de aplausos, no sólo porque la pieza era buena, sino porque los oyentes eran conocedores; aserto éste que creerán sin esfuerzo los que sepan cuán organizada para la música nace la gente de color. Se repitieron los aplausos luego que se dijo el título de la contradanza, Caramelo vendo, y a quién estaba dedicada, a la Virgencita de bronce. De paso puede añadirse que la fortuna de aquella pieza fue la más notable de las de su especie y época, porque después de recorrer los bailes de las ferias por el resto del año e invierno del subsecuente, pasó a ser el canto popular de todas las clases de la sociedad.

      Excusado parece decir que con una contradanza nueva, guiada por su mismo autor y tocada con mucho sentimiento y gracia, los bailadores echaron el resto, quiere decirse, que llevaron el compás con cuerpo y pies; cuyo monótono rumor en toda apariencia duplicaba el número de la orquesta. Bien claro decía el clarinete en sus argentinas notas: caramelo vendo, vendo caramelo; al paso que los violines y el contrabajo las repetían en otro tono, y los timbales hacían coro estrepitoso a la voz melancólica de la vendedora de ese dulce. Pero ¿qué era del autor de la pieza que tanta impresión causaba? En medio del delirio de la danza, ¿había quien se acordara de su nombre? ¡Ay! No. Como la noche avanzaba sin señales de bonanza, desde temprano la gente curiosa de la calle empezó a desamparar la puerta y ventanas del baile, y a las once no quedaba en ellas caras blancas, al menos de mujer. De esta circunstancia se aprovecharon los jóvenes de familias decentes, a que nos hemos referido más arriba, que abrigaban un cierto escrúpulo para ponerse a bailar con las mulatas amigas o conocidas. Cantalapiedra tomó por pareja a la ama de la casa, Mercedes Ayala; Diego Meneses, a Nemesia y Leonardo a Cecilia; y parte por guardar en lo posible la línea de separación, parte por un resto de ese mismo tardío escrúpulo, establecieron la danza en el comedor, no obstante la estrechez y desaseo de la pieza.

      Con semejante ocurrencia puede imaginar cualquiera la agonía de alma de Pimienta. Su musa inspiradora, la mujer adorada, se hallaba en brazos de un joven blanco, tal vez del preferido de su corazón; pues como sabemos, no ocultaba ella sus sentimientos, se entregaba toda al delirio del baile, mientras él, atado a la orquesta cual una roca, la veía gozar y contribuía a sus goces sin participar de ellos en lo más mínimo. La turbación de su espíritu no fue, sin embargo, bastante a perjudicar su dirección de la orquesta, ni a influir desfavorablemente en el manejo de su instrumento favorito. Por el contrario, su inquietud y su pasión no parece sino que encontraron desahogo por las llaves del clarinete; se exhalaron, por decirlo así, según lo peregrino y suave de las notas que de él sacaba, esparciendo el encanto y la animación entre los bailadores. Como suele decirse, no quedó títere con cabeza que no bailara,


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