Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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hay necesidad de que preguntes a los criados interpuso doña Rosa.

      —Quiero que oigas una de las recientes gracias de tu hijo, insistió el marido. ¿A qué hora trajiste anoche (hablando con Aponte) a tu amo?

      —A las dos de la madrugá, contestó Aponte.

      —¿Dónde pasó tu amo la noche? añadió don Cándido.

      —Es inútil que lo diga, interrumpió la señora. Aponte, lleva esos caballos al pesebre.

      —¿Dónde pasó tu amo la noche? repitió don Cándido en voz de trueno, viendo al calesero dispuesto a obedecer la orden de su ama.

      —Es dificultoso que yo le diga a su merced mi amo, dónde pasó la noche mi amo el niño Leonardito.

      —¡Qué! ¿Cómo se entiende?

      —Le digo a su merced, mi amo, que es muy dificultoso, apresuróse Aponte a explicar, notando que don Cándido montaba en cólera; porque primeramente yo llevé el niño Leonardito a Santa Catarina, dispués lo llevé al muelle de Luz, dispués lo estuve esperando en el muelle de Luz hasta las doce de la noche, dispués lo llevé otra vuelta a Santa Catarina, dispués...

      —¡Basta! dijo doña Rosa enojada. Quedo enterada.

      Aponte se retiró con los caballos, pasando por el comedor y el patio en dirección de la caballeriza, y don Cándido, volviéndose para su mujer, le dijo:

      —¿Qué te-a-ele-tal? ¿No te parece reciente la de anoche? Yo no sabía nada, sospechaba únicamente, porque conozco a mi hijo mejor que tú, y ya has oído que se ha estado en Regla hasta las doce de la noche. Tal vez no fue solo. ¿Quiéres oír ahora con quiénes y cómo pasó la mitad del tiempo en Regla? ¿No lo adivinas? ¿No lo sospechas?

      —Suponiendo que lo adivinase, que lo palpase, observó doña Rosa con ligero desdén, ¿qué aprovecharía? ¿Dejaría yo por eso de quererlo como lo quiero?

      —Pero si no se trata de quererle ni desquererle, Rosa; saltó impaciente don Cándido. Se trata de poner remedio a sus faltas, que ya rayan en lo serio.

      —Sus faltas, si las comete, no pasan de calaveradas propias de la juventud.

      —Es que las calaveradas, cuando son repetidas y no se les pone coto a tiempo, suelen parar en cosas graves que dan mucho que llorar y que sentir.

      —Pues tus calaveradas no te trajeron, que yo sepa, serios ni graves resultados, y eso que las suyas, comparadas con las tuyas, son meros pasatiempos juveniles; dijo doña Rosario con refinado sarcasmo.

      —Señora, repuso don Cándido irritado, por más que hiciese esfuerzo visible por ocultarlo: sean cuales fueren las locuras que yo haya podido cometer en mi juventud, ellas no autorizan a Leonardo para que lleve la vida que lleva con... aprobación y aplauso de Vd.

      —¡Mi aprobación! ¡mi aplauso! Esa sí que está buena. Nadie mejor que tú es testigo de que, lejos de aprobar y aplaudir las locuras de Leonardito, siempre le estoy aconsejando y aún reprendiendo.

      —¡Ya! Por un lado le aconsejas y le reprendes, y por otro le das quitrín y calesero y caballos y media onza de oro todas las tardes para que se divierta, triunfe y corra la tuna con sus amigos. No apruebas ni aplaudes sus locuras, pero le facilitas el modo y medios de cometerlas.

      —Eso es, yo facilito el modo y medio cómo se pierda el muchacho. Tú no, tú eres un santo. ¡Oh! Sí, tu vida ha sido ejemplar.

      —No sé a qué conduce tan amarga sátira.

      —Conduce a que eres muy duro con él, y a que estaría buena tu aspereza si fueses intachable, si no hubieses pecado...

      —¿Me tiene él en tan buen concepto como el que la merezco a Vd. señora? ¿Sabe que yo haya pecado?

      —Tal vez lo sepa.

      —Si Vd. no se lo ha contado...

      —No hay necesidad de que yo le enseñe cosas malas. Sería madre desnaturalizada si tal hiciera. Pero él no es ningún tonto, y luego fue demasiado público, escandaloso lo de María de Regla.

      —No sería mucho que haya llegado a sus oídos y le provoque a imitarte. El mal ejemplo...

      —Basta, señora, dijo don Cándido más desazonado que irritado. Creía, tenía razón para esperar que Vd. hubiese dado eso al olvido.

      —Mala creencia, porque hay cosas que no es posible olvidarlas jamás.

      —Ya lo veo. Lo que quiere decir eso es, que me he engañado; quiere decir que las mujeres, algunas mujeres, no olvidan ni perdonan ciertas faltas de los hombres. Pero, Rosa, agregó cambiando de tono, nosotros vamos fuera del carril y eso no está bien. La verdad es que si yo soy muy duro, como dices, con Leonardo, tú eres muy débil, y no sé yo qué será peor. El es un loco, voluntarioso y terco, necesita freno más que el pan que come. Advierto, sin embargo, con dolor, que, por pensar en mi dureza, le llevas sin querer, por supuesto, como por la mano a su pronta perdición. De veras, Rosa, tiempo es ya de que sus locuras y sus debilidades cesen; tiempo es ya de tomar una determinación que le libre a él de un presidio y a nosotros de llanto y de infamia eternos.

      —¿Y qué remedio adoptar, Cándido? Ya es tarde, ya él es un hombrecito.

      —¿Qué remedio? Varios. En los buques de guerra de S. M. hasta a los hombronazos se les mete en cintura. Pensando estaba que no le vendría mal oler a brea por corto tiempo. Apuradamente mi amigo Acha, comandante de La Sabina, está empeñado en enseñarle la maniobra. Ayer nada menos me dijo que me resolviera y se lo entregara, seguro de que le pondría más derecho que un mastelero de gavia. Sí, ésa fue la expresión de que hizo uso. De todos modos, estoy resuelto a poner freno a las demasías de ese mozo.

      Conmoviose doña Rosa al oír las últimas palabras de su marido, mucho más al notar el tono de firme resolución con que las emitió; y parte para ocultar las lágrimas que le rebosaban en los ojos, parte por variar el objeto de una conversación que le hería en lo más vivo del alma, se levantó otra vez y se dirigió al patio. En aquel momento mismo bajaba Leonardo la escalera, vestido como para salir a la calle; y ella, que sintió sus pasos, retrocedió al sitio que acababa de dejar al lado de su marido, y en tono de humilde súplica, con voz temblosa por la emoción, le dijo:

      —Por el amor de ese mismo hijo, Gamboa, no le digas nada ahora. Tu severidad le rebela y me mata a mí.

      —¡Rosa! murmuró don Cándido echándole una mirada de reconvención. Tú le pierdes.

      —¡Prudencia, Cándido! replicó doña Rosa, respirando más libremente; porque comprendió que su esposo estaba inclinado por entonces a ejercer aquella virtud. Advierte que ya es un hombre y que le tratas como si fuera un niño.

      —¡Rosa! repitió don Cándido con otra mirada de reconvención ¿Hasta cuándo?

      —Será ésta la última vez que interceda por él, se apresuró a decir doña Rosa. Te lo prometo.

      En esto acababa de bajar la escalera el joven Gamboa y se encaminó derecho a su madre, la cual le salió al encuentro como para mejor protegerle del enojo de su padre. Pero éste, silencioso y cabizbajo, ya penetraba en el escritorio y no vio o se hizo que no vio al hijo besar a la madre en la frente, ni la seña con que ella le indicó que debía saludar también a su padre.

      Leonardo no dijo palabra, ni hizo ademán de cumplir con la indicación. Sólo se sonrió, levantó los hombros y se encaminó a la calle, llevando debajo del brazo izquierdo un libro empastado a la española, con los cantos rojos, y en la mano derecha una caña de Indias cuyo puño de oro figuraba una corona.

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      ¡Para


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