Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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da sobre el puerto. No habían abierto aún la entrada a las aulas, y el golpe como de doscientos estudiantes de derecho, filosofía y latín, la flor de la juventud cubana, se dilataba desde las gradas de piedra de la portería hasta el cuartel de San Telmo por un lado, y por el otro largo trecho hacia las bocacalles del Tejadillo y de San Ignacio, a causa de la estrechura de la vía. Por un movimiento espontáneo, la muchedumbre estudiantil se dividió en dos filas, dando paso franco por medio de la calle a la extraña comitiva, a la cual precedía un rumor sordo como de enjambre de abejas que busca donde posarse.

      Hizo alto por un momento ante la puerta del Seminario, para dar tiempo a que cuatro hermanos de la Caridad y de la Fe relevasen a los que portaban la silla de mano desde la cárcel. La figura entre tanto, no cambió de posición ni hizo el menor movimiento; pero aunque los pliegues del manto negro ocultaban por completo sus facciones, su nombre y la historia de su crimen corrieron de boca en boca entre todos los estudiantes.

      —Nadie diría que llevan ahí a una mujer, dijo un estudiante de latín.

      —En efecto, más parece la estatua de una llorona que ser viviente, agregó otro.

      —El remordimiento la agobia, dijo un tercero. Por eso dobla la cabeza sobre el pecho.

      —Ya, exclamó un estudiante alto, de aspecto amulatado; el caso no es para menos. Ahora supongo yo que está horrorizada de su propio crimen.

      —¿Pero está probado, como luz del mediodía, según reza la ley de Partida, preguntó nuestro conocido Pancho, que Panchita mató a su marido?

      —Tan cierto es que lo mató que le van a dar garrote, volvió a observar el estudiante amulatado, con cierta sonrisa de desdén. Por más señas que después de muerto le hizo tasajo, y, cosiéndole en un saco de henequén, le arrojó al río para pasto de los peces.

      Todo eso no constituía un argumento de la criminalidad de Panchita Tapia, y su tocayo iba a replicar cuando otro estudiante se interpuso diciendo en voz campanuda y acento español:

      —Por un tris hace la chica con su consorte lo que dispone la ley de Partida que se haga con el parricida. Sólo faltó que el saco fuera de cuero, que tuviese pintadas llamas coloradas al exterior y que hubiese puesto en el interior un gallo, una víbora y un mono, animales que no conocen padre ni madre.

      —La ley de las Doce Tablas,[17] se apresuró a decir Pancho alzando la voz y empinándose un tanto, contento de poder corregirle la plana al estudiante españolado—copiada pedem litterae en las Partidas, que mandó compilar don Alfonso el Sabio—no habla de gallos, sino de perro, víbora y mono, y no porque estos animales conozcan o desconozcan padre o madre, sino simplemente para entregar el criminal a su furor. El Código Alfonsino considera parricida aún a la mujer que mata a su marido. La práctica hoy día es arrastrar al reo en un serón atado a la cola de un caballo hasta el pie del patíbulo. De suerte que, si no arrastran a Panchita Tapia, acusada de ese horrendo crimen, la razón es porque no lo consienten nuestras costumbres. He dicho.

      Con esto Pancho se alejó prontamente de aquel grupo, cosa de no dar tiempo a una réplica de parte del estudiante españolado. Pero éste se contentó con decir, viéndole alejarse:

      —Se conoce que el chico ha estudiado la lección.

      En aquel mismo punto se abrieron las ponderosas hojas de cedro de la puerta del Seminario, más conocido entonces bajo el nombre de Colegio de San Carlos. El gran patio lo constituían cuatro corredores anchos, de columnas de piedra, formando un cuadrado. En el centro había una fuente, y por todo el derredor naranjos lozanos y frondosos. En el lado opuesto a la entrada principal, a la izquierda, había una escalera de piedra que conducía a los claustros de los profesores; a la derecha, una reja que separaba el corredor de un callejón oscuro y húmedo, por el cual se penetraba en un salón lateral, largo y sucio, separado de las aguas del puerto por un jardín o huerto de tapias elevadas. Hacia allá daban unas cuatro ventanillas altas por donde entraba la única luz que a medias alumbraba el salón. Contra la pared de enfrente, en el centro, se poyaba una mala cátedra, y a ambos lados de ella había muchos bancos de madera, rudos, fuertes y de elevado respaldo, colocados transversalmente.

      Ahí se enseñaba filosofía; ahí enseñó por la primera vez esta ciencia a la juventud cubana el ilustre padre Félix Varela, quien para ello redactó un texto, apartándose enteramente del aristotélico, único seguido en Cuba hasta entonces, desde la fundación de la Universidad de La Habana, en 1714, en el Convento de Santo Domingo. Cuando después, en 1821, el padre Varela marchó de representante a las Cortes españolas, quedó sustituyéndole en la misma cátedra el más aventajado de sus discípulos, José Antonio Saco, y en los momentos de nuestra historia la desempeñaba el abogado Francisco Javier de la Cruz, por ausencia en el norte de América del propietario y expatriación de su virtuoso fundador.

      En el ángulo de la izquierda había otro salón, con entrada directamente del corredor, donde enseñaba latín el padre Plumas. Luego, ocupando casi todo el otro lado, estaba el refectorio de los seminaristas y algunos profesores que residían permanentemente en el mismo edificio, y a la izquierda de la entrada principal estaba la ancha escalinata, dando acceso a los corredores del piso alto. Por ésta subían los estudiantes de derecho no seminaristas; mientras los de filosofía y latín entraban en los salones respectivos, ya mencionados, por las puertas al ras del patio.

      En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes de derecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, se detuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animada conversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabra podía tener de 28 a 30 años de edad. Era de mediana estatura, de rostro blanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, boca grande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso. Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa. El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalla del ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuello corto, cabello crespo y muy negro: los ojos grandes y saltones, el labio inferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestos agregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar mucho de la pureza de su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dos mencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálido y aspecto muy amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía, Francisco Javier de la Cruz; el anterior José Agustín Govantes, distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; y el primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte de América.

      Precedía a éste la fama de sus escritos en el Mensajero Semanal, que publicaba en Nueva York, según decían, con la cooperación del muy amado padre Varela, principalmente los que versaban acerca de los sucesos y eminentes personajes de la revolución de México y de Colombia. Sobre todo, acababa de leerse en La Habana, produciendo un vivo entusiasmo, su polémica crítico-política con el encargado del Jardín Botánico, don Ramón de la Sagra, en defensa del poeta matancero[18] José María Heredia.

      De resultas de eso, los jóvenes cubanos, que ya se daban a la política, comenzaron a alejarse de la clase de botánica que pretendía enseñar La Sagra, burlándose de él a medida que admiraban a Saco, a quien tenían por un insurgente decidido, con cuya opinión, cosa singular, concurría de plano el gobierno de la colonia.

      Algunos de los estudiantes de derecho le reconoció, desde luego, por haber estudiado filosofía con él en 1823 y murmuró su nombre, lo que fue bastante para que se pararan e hicieran una exclamación más bien de curiosidad que de otra cosa. Esto hubo de atraer la atención de Govantes, el cual, por señas, ordenó a sus discípulos que salieran al salón de clase, adonde él los seguiría en breve.

      Allá, en efecto, se encaminaron de tropel y entraron en el salón con gran algazara, hablando de Saco, de Heredia, de su célebre Himno del desterrado y su no menos famosa oda Al Niágara, inclusa en la colección de sus poesías impresas en Toluca, México; de las lecciones de botánica de La Sagra, y de los héroes de la revolución de Colombia, aunque entonces imperfectamente conocida por la juventud habanera. Cuando, poco después, entró Govantes a paso tardo, con un libro debajo del brazo y el semblante


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