Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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los ijares, que se estremeció toda dentro de la armazón de huesos, doblándose casi en dos, bien del dolor, bien del peso del carruaje, del pasajero y del jinete.

      Mientras el estudiante, sacudido como una pelota va camino de su casa en la desvencijada volante séannos permitidas algunas reflexiones. ¿A qué aspiraba Cecilia al cultivar relaciones amorosas con Leonardo Gamboa? El era un joven blanco, de familia rica, emparentado con las primeras de La Habana, que estudiaba para abogado y que, en caso de contraer matrimonio, no sería ciertamente con una muchacha de la clase baja, cuyo apellido sólo bastaba para indicar lo oscuro de su origen, y cuya sangre mezclada se descubría en su cabello ondeado y en el color bronceado de su rostro. Su belleza incomparable era, pues, una cualidad relativa, la única quizás con que contaba para triunfar sobre el corazón de los hombres; mas eso no constituía título abonado para salir ella de la esfera en que había nacido y elevarse a aquélla en que giraban los blancos de un país de esclavos. Tal vez otras menos lindas que ella y de sangre más mezclada, se rozaban en aquella época con lo más granado de la sociedad habanera, y aún llevaban títulos de nobleza; pero éstas o disimulaban su oscuro origen o habían nacido y se habían criado en la abundancia; y ya se sabe que el oro purifica la sangre más turbia y cubre los mayores defectos, así físicos como morales.

      Pero estas reflexiones, por naturales que parezcan, estamos seguros que jamás ocuparon la mente de Cecilia. Amaba por un sentimiento espontáneo de su ardiente naturaleza y sólo veía en el joven blanco el amante tierno, superior por muchas cualidades a todos los de su clase, que podían aspirar a su corazón y a sus favores. A la sombra del blanco, por ilícita que fuese su unión, creía y esperaba Cecilia ascender siempre, salir de la humilde esfera en que había nacido, si no ella, sus hijos. Casada con un mulato, descendería en su propia estimación y en la de sus iguales: porque tales son las aberraciones de toda sociedad constituida como la cubana.

      El calesero, entre tanto, bajó por la calle de O'Reilly al trote, tomó la de Cuba, cruzó diagonalmente la plazoleta de Santa Clara, torció luego a la calle de San Ignacio, y sin adelantarse un paso paró la carrera a la puerta de la casa que le habían designado. Aquélla era una prueba de que el negro calesero no merecía el dictado de bruto que le dio Leonardo al entrar en la volante. No había acabado de parar ésta, cuando el estudiante saltó a la acera y con la misma rapidez le lanzó una moneda al calesero. Recibiola él en el aire, se la llevó a los ojos, vio que era una peseta columnaria, se persignó con ella, picó espuelas y siguió viaje, diciendo:—Mucha salud, niño.

       Índice

      De mi patria bajo el desnublado cielo no pude resolverme a ser esclavo, ni consentir que todo en la natura fuese noble y feliz menos el hombre.

      José María Heredia

      A Emilia.

      Creyó advertir Leonardo cuando saltó de la volante a la acera, que un militar, en completo uniforme, que caminaba de prisa hacia la Plaza Vieja, se había separado de la segunda ventana de su casa, y que contemporáneamente se había desprendido de un postigo de la misma el bien conocido rostro de una de sus hermanas. Apresuró el paso, y, en efecto, a través de otro postigo de la reja del zaguán, vio a su hermana mayor Antonia, en el acto de alzar la cortina para entrar en el primer aposento, por la puerta que daba a la sala. Le desazonó más de lo que puede imaginarse este inesperado descubrimiento, porque atando cabos se convenció, a no quedarle duda, de que mientras él galanteaba a la mulata allá por el barrio del Ángel, un capitán del ejército español, a la clara luz de una mañana de octubre, le galanteaba la hermana acá por el barrio de San Francisco. El recuerdo del momento placentero que había gozado y que aún se cernía en su mente cual visión brillante, quedó enturbiado, se desvaneció del todo ante la desagradable escena a la ventana de su casa.

      De la generación que procuramos pintar ahora bajo el punto de vista político-moral, y de la que eran muestra genuina Leonardo Gamboa y sus compañeros de estudios, debemos repetir que alcanzaba nociones muy superficiales sobre la situación de su patria en el mundo de las ideas y de los principios. Para decirlo de una vez, su patriotismo era de carácter platónico, pues no se fundaba en el sentimiento del deber, ni en el conocimiento de los propios derechos como ciudadano y como hombre libre.

      El sistema constitucional que había regido en Cuba, la primera vez de 1808 a 1813, la segunda de 1821 a 1823, nada le había enseñado a la generación de 1830. Para ella habían pasado como un sueño, como cosas del otro mundo o de otro país, la libertad de imprenta, la milicia nacional, el ejercicio frecuente del derecho del sufragio, las reuniones populares, las agitaciones y propaganda de los más exaltados, los conciliábulos de las sociedades masónicas, las cátedras de Derecho y de Economía Política, las lecciones de Constitución del Padre Varela. Después de cada uno de esos dos breves períodos había pasado sobre Cuba la ola del despotismo metropolitano y borrado hasta las ideas y los principios sembrados con tanto afán por ilustres maestros y eminentes patriotas. Habían desaparecido los periódicos libres, los folletos y los pocos libros publicados en las dos épocas memorables, de los cuales, si existía uno que otro ejemplar, era en manos del bibliógrafo, que tenía doble empeño en ocultarle.

      Sujeta a la previa censura, había enmudecido la prensa en toda la Isla desde 1824, no mereciendo ese nombre los poquísimos periódicos, que después se publicaban en una que otra población grande de la misma. El estado de sitio en que desde entonces quedó avasallado el país, no consentía la discusión de las cuestiones que más podían interesar al pueblo. Delito grave era tratar de política en público y en privado, hasta el uso de ciertos nombres de personas y aún de cosas estaba estrictamente prohibido. Los sucesos pasados, pues, así dentro como fuera de Cuba, los conatos de revolución en ésta, las resultas de la tremenda lucha por la libertad e independencia en el continente, todo esto quedó sepultado en el misterio y en el olvido para la generalidad de los cubanos. La historia, además, que todo recoge y guarda para la ocasión oportuna, aún no se había escrito.

      No faltaban fuera quienes tratasen contemporáneamente de la política militante y se afanasen por hacer llegar a la patria la noticia de lo que pasaba en torno de ella y que podía enseñar al pueblo sus deberes y recordarle sus derechos. A ese fin, entre otros, el virtuoso Padre Varela publicó en Filadelfia El Habanero, de 1824 a 1826; pero el gobierno español le declaró papel subversivo y prohibió su entrada en Cuba. De suerte que puede asegurarse que muy pocos ejemplares circularon en ella. Más tarde, es decir, de 1828 a 1830, emprendió Saco también en el Norte de América la publicación de El Mensajero Semanal, periódico científico-político-literario, el cual, por iguales motivos que el anterior, tuvo escasa circulación en La Habana y no ejerció influencia apreciable en las ideas políticas. Lo único que en ese periódico hizo eco en la juventud habanera, según se ha indicado anteriormente, fue la polémica que su ilustre redactor sostuvo con el director del Jardín Botánico de La Habana, don Ramón de la Sagra, por la apasionada crítica que éste había hecho del tomo de poesías dado a luz en Toluca, en el año de 1828, por el insigne Tirteo[20] cubano, José María Heredia.

      Mayor y más general influencia ejercieron en el ánimo de la juventud los patrióticos versos de ese célebre poeta. Sobre todos su oda La Estrella de Cuba, octubre de 1823; su epístola A Emilia, 1824; su soneto a don Tomás Boves. Su Himno del Desterrado, 1825, causó un vivo entusiasmo en La Habana; muchos lo aprendieron de memoria y no pocos lo repetían cuando quiera que se ofrecía la ocasión de hacerlo sin riesgo de la libertad personal. Pero ni aquellos periódicos, ni estos fogosos versos, magüer que rebosando en ideas libres y patrióticas, bastaban a inspirar aquel sentimiento de patria y libertad que a veces impele a los hombres hasta el propio sacrificio, que les pone la espada en la mano y los lanza a la conquista de sus derechos.

      Quedaban, además, confusas, si ya no tristes, reminiscencias de las pasadas conjuraciones. De la del año 12 sólo sobrevivía el nombre de Aponte,[21] cabeza motín de ella, porque siempre que se ofrecía pintar a un individuo perverso o maldito, exclamaban las viejas:—¡Más malo que Aponte! De la del año


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