Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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privanza o favores del Gobierno; y que Armona, el aprehensor y perseguidor de los principales conjurados, continuaba siendo el jefe de la única gendarmería del Capitán General don Francisco Dionisio Vives.

      Como rumor no más había corrido que el gobierno de Washington se había opuesto a la invasión de Cuba y Puerto Rico por las tropas de México y de Colombia, y que de esas resultas habían ahorcado allá por Puerto Príncipe en 1826, como emisarios de los insurgentes, a Sánchez y a Agüero.[22] Pero a tal punto habían llegado el olvido y la indiferencia, que en los mismos días a que nos referimos en las anteriores páginas, se seguía causa de infidencia a los cómplices de la conjuración llamada del Aguila Negra, muchos de los cuales estaban presos en el cuartel de Dragones, en el de las Milicias de color, en el castillo de la Punta y en otras partes, y no se echaban de ver síntomas de descontento, siquiera de interés en el pueblo.

      También los conjurados cubanos de anteriores intentonas malogradas, o se hallaban aún lejos de la patria, o habían muerto en el destierro, o se les había entibiado el ardor patriótico y llevaban vida oscura y pacífica, consagrados a la reparación de los estragos que habían producido en su salud y su fortuna, el tiempo y las contradicciones de los hombres. No era, pues, ni podía ser ocupación de los que habían vuelto a la patria, la propaganda de las opiniones y proyectos políticos concebidos y acariciados durante los días de la exaltación y de la fe ciega en la libertad.

      Por su parte, los criollos y peninsulares emigrados del continente, como para subsanar su conducta cobarde, egoísta o retrógrada en la guerra por la independencia, a su llegada a Cuba, sólo se ocuparon de falsear el carácter de los sucesos, calificando de injustos, de perversos y de innobles los motivos de los sacrificios patrióticos de los revolucionarios, amenguando sus hazañas, convirtiendo en ferocidad hasta sus actos de justicia y de meras represalias. Para esos renegados el republicano o patriota era un insurgente, esto es, un sedicioso, enemigo de Dios y del rey; el corsario, un pirata o musulmán, como llamaba el pueblo a los argelinos que hasta fines del siglo pasado infestaban las costas del Mediterráneo.

      El lector habanero, conocedor de la juventud de la época que procuramos describir, nos creerá fácilmente si le decimos que Gamboa no se cuidaba de la política, y por más que le ocurriese alguna vez que Cuba gemía esclava, no le pasaba por la mente siquiera entonces, que él o algún otro cubano, debía poner los medios para libertarla. Como criollo que empezaba a entrar en el roce de las gentes mayores y a estudiar jurisprudencia, sí se había formado idea de un estado mejor de sociedad y de un gobierno menos militar y opresivo para su patria. Sin embargo, aunque hijo de padre español, que, siendo rico y del comercio visitaban con preferencia paisanos suyos, ya sentía odio hacia éstos, mucho más hacia los militares, en cuyos hombros, a todas luces, descansaba la complicada fábrica colonial de Cuba. No cabía, por tanto, que le hiciera buena sangre el que un militar le soplase la hermana querida, antes fueron tan vivos los celos que experimentó, como profundo era el odio que le inspiraba el hombre en su doble carácter de soldado y de español.

      En consecuencia, entró en su casa disgustado. La mesa estaba puesta para el almuerzo, y Leonardo, en vez de ir en busca de su madre, como solía, sin ver a nadie se quitó la casaca de paño y arrojó el libro de clase en un asilla, se quitó la casaca de paño y se puso una chupa de dril de rayitas de color. Por breve rato estuvo indeciso entre si se echaría en la cama, la cual con su frescura y mosquitero de rengue azul le convidaba a reposar, o si salía al balcón, donde aún había sombra, se apareció el negrito Tirso y dijo:—Niño, el almuerzo está en la mesa. Y se apresuró a bajar, encontrando ya sentados a su madre y a su padre. A las calladas tomó asiento al lado de la primera, quien desde lejos le echó una mirada amorosa, cual si extrañara y la tuviese desazonada el que él no se le presentara cuando entró de la calle. El segundo ni siquiera levantó la vista del plato en que comía huevos fritos con salsa de tomates, aunque a derechas no había visto al hijo desde el día anterior.

      Enseguida fueron saliendo una tras otra de las alcobas las hermanas de Leonardo, preparadas para salir a la calle, y sentándose a la mesa, en silencio, como monjas en el refectorio. Cada cual ocupó en ella su puesto respectivo, es decir, doña Rosa con su hijo preferido a un lado, las tres hijas de esa señora al otro, y don Cándido y el mayordomo en las opuestas cabeceras de la mesa. No era casual, pues, sino constante y deliberada esta distribución; salvo que se alterase por la aparición de algún comensal con quien debía usarse cumplimiento. Indicaba claramente el carácter, los hábitos y predilecciones de la familia entre sí y sobre todo de los padres respecto de sus hijos.

      Las preferencias de doña Rosa no podían equivocarse: todas en favor de Leonardo. Las de don Cándido, si algunas dejaba ver en ocasiones señaladas, hacían foco en su hija mayor Antonia.

      Era él hombre de negocios, más bien que de sociedad. Con escasa o ninguna cultura, había venido todavía joven a Cuba de las serranías de Ronda, y hecho caudal a fuerza de industria y de economía, especialmente de la buena fortuna que le había soplado en la riesgosa trata de esclavos de la costa de África.

      Su tráfico principal en La Habana, aquel que le sirvió de peldaño para subir a la cima de la riqueza, consistió en la negociación de maderas y ripia del Norte de América, teja colorada, ladrillos y cal del país, si bien en el día no se ocupaba de eso exclusiva ni personalmente, sonándole mejor en los oídos el título de hacendado que le daban sus amigos, por el ingenio de fabricar azúcar, La Tinaja, que poseía en la jurisdicción del Mariel, el cafetal Las Mercedes, en la Güira de Melena, y el potrero o dehesa de Hoyo Colorado.

      Por hábito, antes que por índole, era reservado y frío en el trato de su familia, teniéndole de ella alejado la naturaleza de sus primitivas ocupaciones y el afán de acumular dinero que se apoderó de su espíritu, luego que contrajo matrimonio con una criolla rica, y de las más encopetadas familias de La Habana.

      Al principio de su nueva vida no había sido ejemplar su conducta, ni digna de servir de guía a Leonardo, según nos lo ha dado a entender doña Rosa al final del VII capítulo. Por uno y otro motivo, quizás por su ignorancia supina, no se ocupaba de la educación de sus hijos, mucho menos de su moralidad. Ambos deberes corrían a cargo de aquella discreta señora que, si no poseía la ciencia, sí el instinto y el amor materno más acendrado, con los cuales bien se puede dar la mejor dirección a las arrebatadas pasiones de la juventud. Señaladamente en materia de educación, la caridad es la fuente y el espejo de todas las virtudes.

      Como hombre ignorante y rudo, tenía, además, don Cándido, extraño modo de reprender a sus hijos. Ya se ha visto que cuando Leonardo se presentó en el comedor, ni siquiera le miró a la cara. Esta era señal infalible que continuaba enojado con él. En efecto, siempre que alguno de ellos le daba motivo de queja, cosa al parecer frecuente, le castigaba, o creía castigarle, negándole la palabra por días y aún meses seguidos. De suerte que por el padre casi nunca averiguaban los hijos la causa real de su enojo; la madre en estos casos, servía siempre de conducto o intermediario para mantener la paz y la concordia en el seno de la familia.

      Antonia, el vivo retrato de doña Rosa en lo físico, contaba 22 años de edad. Leonardo pasaba de los 20, y fluctuaban entre los 18 y 17 sus hermanas menores, Carmen y Adela. Esta última podía pasar en cualquier parte por un modelo acabado de belleza. Poseía todas las condiciones que requerían los estatuarios griegos en la persona cuya estatua debía tallarse: buena cabeza, facciones regulares, formas simétricas, airoso porte, talla esbelta, frente alta y mirada de fuego. Con parecerse ella a la Venus[23] griega más bien que a una de las Parcas,[24] tenía más semejanza con don Cándido que con doña Rosa. Había entre la hija y el padre algo más de lo que se entiende generalmente por aire de familia: la misma expresión fisonómica, el mismo espíritu, llevaba impreso en el rostro el sello de su progenie.

      Ocupaba Leonardo en la mesa sitio opuesto al de su hermana Adela, y siempre que el padre se hallaba delante, mientras duraba el almuerzo, o la comida, se cruzaban entre ellos miradas de inteligencia, se sonreían a menudo, sostenían, en suma, conversaciones cariñosas y fraternales con los ojos y los labios, sin proferir una palabra. Que ligaban a los hermanos fuertes lazos de simpatía, parecía del todo evidente. Había del uno para la otra lo que se llama ángel. A no ser hermanos carnales se habrían amado, como


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