Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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no llegan a brigadier, viven en los cuarteles o en los castillos, donde tienen por casa pabellones; por criados, asistentes rudos y desvergonzados; por diversión las palizas y carreras de baqueta que les pegan a los soldados; por música, el tambor de diana. Casi nunca se fijan en ninguna parte, porque cuando menos lo esperan, tienen que salir destacados, ya para Trinidad, ahora para Puerto Príncipe, luego para Santiago de Cuba, después para Bayamo... Y si son casados, la mujer y los hijos y los penates, por supuesto, tienen que seguirlos de cuartel en cuartel, de castillo en castillo, de destacamento en destacamento cuando por motivos de economía no se queda ella con sus padres y él no se marcha con sus soldados. Como su objeto es encontrar mujer rica con quien casarse, poco se cuidan del carácter y de los antecedentes de las que al cabo toman por esposa, tarde que temprano, ellas les arañan la cara y ellos las arrastran por el pelo.

      No pudo Antonia sufrir más: se levantó de la mesa y se fue a la sala, callada y muy molesta.

      —Has zaherido a tu hermana sin motivo, le dijo doña Rosa. Ella no piensa en militar alguno, por mucho que alguno la celebre.

      —No piensa en ellos, pero admite galanteos por la ventana, y he aquí lo que me irrita.

      —Antonia no es de ésas, por fortuna, hijo mío.

      —¿No?—¡Ay, mamá! Parece vas perdiendo la vista del entendimiento y de la cara... No quiero hablar, lo único que digo y repito es que el día menos pensado le rompo una pata a uno de esos soldados.

      Enseguida se levantó y cual si nada hubiese ocurrido, o dicho que le desazonara, fue para el puesto que ocupaba su hermana Adela, la estrechó con ambos brazos por la cintura y le dio muchos besos.

      —Quita, quita, dijo ella. ¿Pues no estabas enojado conmigo? Me lastimas con la barba.

      —¿A dónde bueno, tan emperifollada? le preguntó Leonardo esquivando el asunto indicado por la hermana.

      —Vamos a la tienda de Madama Pitaux, que ahora vive en la calle de La Habana número 153. Hace poco que ha llegado de París y, según dicen, ha traído mil curiosidades. De camino pensábamos dar una vuelta por la Loma del Ángel.

      Para ir a la Loma ya es muy tarde. Pasa de las once. Y ahora que me acuerdo, ¿han visto Vds. el número IV de La Moda o Recreo Semanal?[25] Desde el sábado se repartió, y está muy interesante.

      —¿Tú le tienes ahí? preguntó Carmen. Es extraño que no nos hayan enviado nuestro ejemplar, estando suscritas.

      —¿En dónde se suscribieron ustedes?

      —En la librería de La Coba, calle de la Muralla, que es el punto más cercano.

      —Pues reclamen allá. El ejemplar que yo leí estaba en el mostrador de la botica de San Feliú, porque el mío me ha faltado también. No son nada exactos, que digamos, los repartidores.

      —¿Has averiguado quién es la Matilde de que habla La Moda? preguntó Adela a su hermano. Porque Carmen cree que es una que todos nosotros conocemos.

      —A mí se me figura, dijo Leonardo, que es un ente imaginario. Tal vez Madama Pitaux sepa algo.

      —Pues a mí se me ha puesto, dijo Carmen, que la Matilde de La Moda no es otra que Micaelita Junco. Sucede que ella es la más elegante de La Habana; que su hermano, un verdadero lechuguino, se llama Juanito; que tiene una abuela de nombre doña Estefanía de Menocal—apellido semejante al de Moncada—que le dan en La Moda.

      —Voy creyendo que tienes razón, dijo Adela. No puedo negar que el vestido y el peinado que llevaba anteayer en el Paseo Micaelita Junco son idénticos al figurín de La Moda del sábado antes pasado. Por cierto que no me gustó el peinado a la Jirafa. La trenza es demasiado ancha y los bucles muy altos; luego, por detrás la cabeza luce desairada. Las mangas cortas, aglobadas, con sobremangas de blonda, sí me parecen bonitas y le sientan bien a la que tiene el brazo torneado, como Micaelita. Su hermano Juanito, que nos saludó junto a la fuente de Neptuno, ¿te acuerdas?, iba también a la última moda igual al figurín. Le sentaban los pantalones de Mahón sin pliegues, el chaleco blanco y la casaca de paño verde sin carteras. Esa es la moda inglesa, según dicen. ¿Reparaste en el sombrero? La copa tropezaba en las ramas de los árboles de la Alameda con ser Juanito Junco un chiquirritín.

      —El corbatín es lo que no me peta, dijo Leonardo. Es tan alto que no deja juego al pescuezo. No los usaré jamás. No me gustan esos collares de perro. Tampoco me petan las casacas a la dernier;[26] parecen de zacatecas. Los angostos faldones bajan hasta las corvas y se me figura que con esa moda se ha querido imitar la cola de las golondrinas. Sobre que se ha empeñado Federico en vestirnos a la inglesa y nosotros estamos mejor hallados con las modas francesas. Uribe tiene más gracia, si no más hábil tijera.

      —No saques a Uribe, que es un sastre mulato de la calle de la Muralla y no sabe jota de las modas de París ni de Londres, dijo Carmen con marcado desprecio.

      —No piensa así la gente principal de La Habana, repuso Leonardo prontamente. Los Montalvo, los Romero, los Valdés Herrera de Guanajay, el Conde de la Reunión, Filomeno, el Marqués Morales, Peñalver, Fernandina... no se visten con otro sastre. Yo le prefiero a Federico. El, además, recibe los periódicos de modas de París por todos los paquetes[27] del Havre.

      Tan entretenida conversación de los hermanos, la interrumpió el calesero presentándose con la cuarta engarzada en la muñeca de la mano derecha y el sombrero redondo en la izquierda, para anunciar que el quitrín estaba listo a la puerta. Luego al punto las dos hermanas menores fueron en busca de la mayor y de sus características mantas y juntas rodearon a la madre para pedirle sus órdenes. Esta señora les hizo el encargo de algunas compras en las tiendas de lencería, o de ropa, y luego se dirigieron ellas por el zaguán a la calle.

      No ha de extrañar el lector forastero ver a tres señoritas de la clase que podemos llamar media, salir a las calles de La Habana sin dueña, padre, madre o hermano que las acompañase. Pero con tal que no fueran a pie ni a pagar visita de etiqueta, bien podían dos, mucho más tres jóvenes, recorrer toda la ciudad, hacer sus compras, picotear con los mozos españoles de las tiendas y en las noches de retreta en la Plaza de Armas o en la Alameda de Paula, recibir al estribo del carruaje el homenaje de sus amigos y la adoración de sus amantes. Eso sí, aún para hacer una visita en la vecindad de su casa y a pie, exigía la costumbre, que la cubana, cuando no había pariente de respeto, se acompañase siquiera de su mismo esclavo.

      Al entrar Carmen en el quitrín, le dio la mano para subir un joven desconocido que acertó a pasar por allí, después a Adela y últimamente a Antonia, recibiendo de ellas, en pago de su galantería, una sonrisa de agradecimiento.

      Así, la más joven y bella de las hermanas ocupó el asiento de en medio, el menos cómodo ciertamente, pero sin duda el más conspicuo y propio para desplegar la habanera sus gracias naturales a maravilla. Desde luego, montó el calesero el caballo de fuera de varas, el que por su suave paso, buena estampa y cola cuidadosamente trenzada, era al mismo tiempo el descanso y el orgullo del jinete; y partió a escape el carruaje en vuelta de la Plaza Vieja.

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