Cecilia Valdés o la Loma del Ángel. Cirilo Villaverde

Cecilia Valdés o la Loma del Ángel - Cirilo Villaverde


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lo cierto es que en vano Adela, cual solía, buscó su mirada, puso el entrecejo y trató de quemarle la frente con los rayos de sus divinos ojos, a través de la mesa. Ni una vez se cruzaron sus miradas, no hubo para ella en aquel rostro repentinamente petrificado, un rasgo de cariño. La inocente niña llegó a afligirse. ¿Habíale dado motivo de enojo sin saberlo? ¿Qué tenía su hermano querido? ¿Por qué en las dos o tres veces que le sorprendió mirándola en sorda y muda contemplación, bajó él los ojos de repente o fingió perfecta abstracción e indiferencia? Quizás Leonardo no se explicaba claramente y Adela era muy joven para comprender que aquél hacía, sin quererlo, un estudio comparativo de la encantadora fisonomía de su hermana. ¿Qué pensamientos cruzaban entonces por su mente? Difícil es decirlo; lo único que puede asegurarse como cosa positiva es que había en la contemplación de Leonardo más embebecimiento que distracción mental, más deleite que fría meditación, cual si hubiese descubierto ahora en el semblante de su hermana algo en que antes no había reparado.

      Duró el almuerzo como una hora, reinando todo ese tiempo en la mesa el mayor silencio, pues apenas se oía otro ruido que el de los cubiertos de plata, ni más voz que la del que pedía éste o aquel plato distante al negrito Tirso, que ya conocen nuestros Lectores, y a una negra joven y bien parecida, los cuales, con los brazos cruzados sobre el pecho cuando esperaban órdenes, estaban atentos a las exigencias del servicio. El primero, con todo eso, servía principalmente a los hombres, la segunda a las mujeres. Pero uno y otra, era de notarse, le adivinaban a don Cándido hasta los pensamientos, poniéndole delante el plato designado con un mero movimiento de los ojos, a cuyo efecto no apartaban de él los suyos Tirso ni la criada Dolores, mientras servían a los demás comensales. ¡Ay de ellos si esperaban la orden o equivocaban el plato con que deseaba reemplazar el saboreado! El castigo no se hacía esperar: le arrojaba a la cabeza lo primero que se le venía a las manos.

      La abundancia de las viandas corría pareja con la variedad de los platos. Además de la carne de vaca y de puerco frita, guisada y estofada, había picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante con la manteca y los ajos, huevos fritos casi anegados en una salsa de tomates, arroz cocido, plátano maduro también frito, en luengas y melosas tajadas, y ensalada de berros y de lechuga. Acabado el almuerzo, se presentó un tercer criado, en mangas de camisa, y que por el pringue de su ropa parecía el cocinero, con una cafetera de loza en cada mano y principió a llenar de café y de leche, primero la taza de don Cándido y sucesivamente la de doña Rosa, la de Leonardo, las de las hermanas de éste, acabando por la del Mayordomo, aunque no ocupaba el último lugar en una mesa donde hacía de cabeza el amo y de cola la hija mayor. El Mayordomo no era sino un criado blanco, y nadie mejor que los otros criados definían su posición en aquella casa.

      Tomaba la familia el café con leche hirviendo cuando pasó por el comedor en dirección de la calle, nuestro conocido, el calesero Aponte. Aunque todavía en mangas de camisa, llevaba calzadas las altas botas de montar y las macizas espuelas de plata. Conducía del diestro dos caballos enjaezados, cuyas colas estaban cuidadosamente trenzadas y las puntas atadas por un cordón de estambre a una argolla en el fuste de la silla por detrás. Al entrar en el zaguán soltó Aponte la pareja, y sin más demora abrió de par en par la ancha puerta de la calle, suspendió en peso las varas del quitrín por las argollas plateadas que tenían atornilladas al extremo, y gritando:—¡Atrás!, le sacó rodando hasta el medio de la calle, le hizo girar, y le arrimó a la acera de su casa. Enseguida volvió a tomar por la brida la misma caballería de antes, le pegó una fuerte palmada en el vientre con la mano izquierda, casi por fuerza la metió entre varas, y luego colgó éstas por las argollas a unos ganchos dobles de hierro que pendían de la silla, cubiertos por pequeños faldones de vaqueta negra. La otra caballería, la de monta, quedó atada al carruaje por dos fuertes tirantes de cuero, adheridos por sus gazas a un balancín.

      Después del café sacó don Cándido la vejiga de los tabacos (cigarros) y metió en ella el brazo hasta el codo; tan honda era. A su vista, Tirso voló a la cocina en busca del braserillo de plata con la brasa del carbón vegetal. Antes que el amo mordiera el remate del cigarro, sin cuyo requisito no arde bien, ya el esclavo, con expresión humilde mezclada de temor, le acercaba la lumbre para que encendiera de su mano. Con la primera bocanada de humo azuloso y acre que sacó del cigarro, se puso en pie y, seguido del Mayordomo, se entró en el escritorio, tan callado como cuando salió de él, una hora antes, para sentarse a la mesa del almuerzo.

      La desaparición del padre determinó por sí sola un cambio repentino y completo en el ánimo y conducta de la familia, sin excluir la madre. El corazón de los hijos quedó aliviado, por lo visto, del peso que lo había oprimido, siendo así que a todos ellos, como por concierto, se les alegró el semblante y se les desató la lengua. Leonardo especialmente llevó el entusiasmo al punto de atraer a sí a su madre con el brazo izquierdo para darle uno y otro beso en la mejilla y decirle:

      —¿Y qué tiene? (indicando su padre). ¿Está bravo?

      —Contigo; repuso concisamente su madre.

      —¿Conmigo? Pues ya le mando trabajo.

      A poco, sin embargo, se puso de nuevo serio porque, habiendo reparado en su hermana Antonia, que no mostraba tanta expansión como los demás, recordó el incidente en la ventana de la calle.

      —Mamá, agregó con más seriedad, se me figura que a ti te pasan la mota y que no lo sientes.

      —¿Por qué me dices eso, hijo mío? replicó doña Rosa en el tono de voz más blando imaginable.

      —¿Se lo digo, Antonia? preguntó a su hermana con aire malicioso.

      Antonia, en vez de contestar, se puso más seria e hizo ademán de levantarse de la mesa, con lo cual añadió Leonardo a la carrera:

      —Peor para ti, Antonia, si te levantas y me dejas con la palabra en la boca. No diré nada a mamá; pero es porque tengo ya hecha mi resolución. Se acabaron las visitas de los militares en mi casa.

      —Hablas como si fueras el amo, repuso Antonia con desdén.

      —No soy el amo, es cierto, mas puedo romperle las patas a uno el día menos pensado, y tanto vale.

      —Te expones a que te la rompan a ti.

      —Eso lo veremos.

      —Supón que en vez de militar español fuera un cadete el que nos visitase, ¿también te opondrías?

      —¡Cadete! ¡Cadete! repitió Leonardo con marcado desprecio. Nadie habla de cadetes, que cual los oficiales de milicia son nada entre dos platos. Ya la moda de los cadetes pasó; los últimos quedaron enterrados en las playas de Tampico, a donde, por dicha, se los llevó Barradas. Los que de ellos han sobrevivido a la desastrosa campaña, de seguro le han perdido la afición a las armas. Gracias a Dios que nos vemos libres de su fatuidad.

      —De suerte que tu tirria es contra los españoles, como si tu padre fuese habanero.

      —Ese odio tuyo a los españoles, dijo doña Rosa, todavía ha de costarnos caro, Leonardo.

      —Es que mi odio no es ciego, mamá, ni general contra los españoles, sino contra los militares. Ellos se creen los amos del país, nos tratan con desprecio a nosotros los paisanos, y porque usan charreteras y sable se figuran que se merecen y que lo pueden todo. Para meterse en cualquier parte, no esperan a que los conviden y una vez dentro se llevan las primeras muchachas y las más lindas. Esto es insufrible. Aunque si bien se mira, las muchachas son las que tienen la culpa. Parece que les deslumbra el brillo de las charreteras.

      —Respecto de mí, observó Carmen, la regla padece una excepción.

      —Y respecto de mí, añadió Adela, sucede la misma cosa. Los militares, por decentes que sean, trascienden a cuartel.

      —No hables así, niña, le dijo su madre, que hay militares muy dignos, y sin ir lejos, mi tío Lázaro de Sandoval, que fue coronel del Regimiento Fijo de La Habana, estuvo en el sitio de Pensacola y murió lleno de honores y de cicatrices.

      —Pero no se habla de esos militares, mamá, saltó y dijo Leonardo. Se habla


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