La gaviota. Fernán Caballero
su interés la familia de un oficial inglés, cuya esposa había llegado a bordo tan indispuesta, que fue preciso llevarla a su camarote; lo mismo se había hecho con el ama, y el padre la seguía con el niño de pecho en los brazos, después de haber hecho sentar en el suelo a otras tres criaturas de dos, tres y cuatro años, encargándoles que tuviesen juicio, y no se moviesen de allí. Los pobres niños, criados quizá con gran rigor, permanecieron inmóviles y silenciosos como los ángeles que pintan a los pies de la Virgen.
Poco a poco el hermoso encarnado de sus mejillas desapareció; sus grandes ojos, abiertos cuan grandes eran, quedaron como amortiguados y entontecidos, y sin que un movimiento ni una queja denunciase lo que padecían, el sufrimiento comprimido se pintó en sus rostros asombrados y marchitos.
Nadie reparó en este tormento silencioso, en esta suave y dolorosa resignación.
El español iba a llamar al mayordomo, cuando le oyó responder de mal humor a un joven que, en alemán y con gestos expresivos, parecía implorar su socorro en favor de aquellas abandonadas criaturas.
Como la persona de este joven no indicaba elegancia ni distinción, y como no hablaba más que alemán, el mayordomo le volvió la espalda, diciéndole que no le entendía.
Entonces el alemán bajó a su camarote a proa, y volvió prontamente trayendo una almohada, un cobertor y un capote de bayetón. Con estos auxilios hizo una especie de cama, acostó en ella a los niños y los arropó con el mayor esmero. Pero apenas se habían reclinado, el mareo, comprimido por la inmovilidad, estalló de repente, y en un instante almohada, cobertor y sobretodo quedaron infestados y perdidos.
El español miró entonces al alemán, en cuya fisonomía sólo vio una sonrisa de benévola satisfacción, que parecía decir: ¡gracias a Dios, ya están aliviados!
Dirigióle la palabra en inglés, en francés y en español, y no recibió otra respuesta sino un saludo hecho con poca gracia, y esta frase repetida: ich verstehe nicht (no entiendo).
Cuando después de comer, el español volvió a subir sobre cubierta, el frío había aumentado. Se embozó en su capa, y se puso a dar paseos. Entonces vio al alemán sentado en un banco, y mirando al mar; el cual, como para lucirse, venía a ostentar en los costados del buque sus perlas de espuma y sus brillantes fosfóricos.
Estaba el joven observador vestido bien a la ligera, porque su levitón había quedado inservible, y debía atormentarle el frío.
El español dio algunos pasos para acercársele; pero se detuvo, no sabiendo cómo dirigirle la palabra. De pronto se sonrió, como de una feliz ocurrencia, y yendo en derechura hacia él, le dijo en latín:
—Debéis tener mucho frío.
Esta voz, esta frase, produjeron en el extranjero la más viva satisfacción, y sonriendo también como su interlocutor, le contestó en el mismo idioma:
—La noche está en efecto algo rigurosa; pero no pensaba en ello.
—¿Pues en qué pensabais?—le preguntó el español.
—Pensaba en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.
—¿Por qué viajáis, pues, si tanto sentís esa separación?
—¡Ah!, señor; la necesidad... Ese implacable déspota...
—¿Con que no viajáis por placer?
—Ese placer es para los ricos, y yo soy pobre. ¡Por mi gusto!... ¡Si supierais el motivo de mi viaje, veríais cuán lejos está de ser placentero!
—¿Adónde vais, pues?
—A la guerra, a la guerra civil, la más terrible de todas: a Navarra.
—¡A la guerra!—exclamó el español al considerar el aspecto bondadoso, suave, casi humilde y muy poco belicoso del alemán—. ¿Pues qué, sois militar?
—No, señor, no es esa mi vocación. Ni mi afición ni mis principios me inducirían a tomar las armas, sino para defender la santa causa de la independencia de Alemania, si el extranjero fuese otra vez a invadirla. Voy al ejército de Navarra a procurar colocarme como cirujano.
—¡Y no conocéis la lengua!
—No, señor, pero la aprenderé.
—¿Ni el país?
—Tampoco: jamás he salido de mi pueblo sino para la universidad.
—¿Pero tendréis recomendaciones?
—Ninguna.
—¿Contaréis con algún protector?
—No conozco a nadie en España.
—Pues entonces, ¿qué tenéis?
—Mi ciencia, mi buena voluntad, mi juventud y mi confianza en Dios.
Quedó el español pensativo al oír estas palabras. Al considerar aquel rostro en que se pintaban el candor y la suavidad; aquellos ojos azules, puros como los de un niño; aquella sonrisa triste y al mismo tiempo confiada, se sintió vivamente interesado y casi enternecido.
—¿Queréis—le dijo después de una breve pausa—bajar conmigo, y aceptar un ponche para desechar el frío? Entre tanto, hablaremos.
El alemán se inclinó en señal de gratitud, y siguió al español, el cual bajó al comedor y pidió un ponche.
A la testera de la mesa estaba el gobernador con sus dos acólitos; a un lado había dos franceses. El español y el alemán se sentaron a los pies de la mesa.
—Pero ¿cómo—preguntó el primero—habéis podido concebir la idea de venir a este desventurado país?
El alemán le hizo entonces un fiel relato de su vida. Era el sexto hijo de un profesor de una ciudad pequeña de Sajonia, el cual había gastado cuanto tenía en la educación de sus hijos. Concluida la del que vamos conociendo, hallábase sin ocupación ni empleo, como tantos jóvenes pobres se encuentran en Alemania, después de haber consagrado su juventud a excelentes y profundos estudios, y de haber practicado su arte con los mejores maestros. Su manutención era una carga para su familia; por lo cual, sin desanimarse, con toda su calma germánica, tomó la resolución de venir a España, donde, por desgracia, la sangrienta guerra del Norte le abría esperanzas de que pudieran utilizarse sus servicios.
—Bajo los tilos que hacen sombra a la puerta de mi casa—dijo al terminar su narración—, abracé por última vez a mi buen padre, a mi querida madre, a mi hermana Lotte [2] y a mis hermanitos. Profundamente conmovido y bañado en lágrimas, entré en la vida, que otros encuentran cubierta de flores. Pero, ánimo; el hombre ha nacido para trabajar: el cielo coronará mis esfuerzos. Amo la ciencia que profeso, porque es grande y noble: su objeto es el alivio de nuestros semejantes; y el resultado es bello, aunque la tarea sea penosa.
—¿Y os llamáis...?
—Fritz Stein—respondió el alemán, incorporándose algún tanto sobre su asiento, y haciendo una ligera reverencia.
Poco tiempo después, los dos nuevos amigos salieron.
Uno de los franceses, que estaba enfrente de la puerta, vio que al subir la escalera el español echó sobre los hombros del alemán su hermosa capa forrada de pieles; que el alemán hizo alguna resistencia, y que el otro se esquivó y se metió en su camarote.
—¿Habéis entendido lo que decían?—le preguntó su compatriota.
—En verdad—repuso el primero (que era comisionista de comercio)—, el latín no es mi fuerte; pero el mozo rubio y pálido se me figura una especie de Werther llorón, y he oído que hay en la historia su poco de Carlota, amén de los chiquillos, como en la novela alemana. Por dicha, en lugar de acudir a la pistola para consolarse, ha echado mano del ponche, lo que si no es tan sentimental, es mucho más filosófico y alemán. En cuanto al español, le creo un don Quijote, protector de desvalidos, con sus ribetes