La gaviota. Fernán Caballero
el otro—que como pintor de historia voy a Tarifa, con designio de pintar el sitio de aquella ciudad, en el momento en que el hijo de Guzmán hace seña a su padre de que le sacrifique antes que rendir la plaza. Si ese joven quisiera servirme de modelo, estoy seguro del buen éxito de mi cuadro. Jamás he visto la naturaleza más cerca de lo ideal.
—Así sois todos los artistas: ¡siempre poetas!—respondió el comisionista—. Por mi parte, si no me engañan la gracia de ese hombre, su pie mujeril y bien plantado, y la elegancia y el perfil de su cintura, le califico desde ahora de torero. Quizá sea el mismo Montes, que tiene poco más o menos la misma catadura, y que además es rico y generoso.
—¡Un torero!—exclamó el artista—, ¡un hombre del pueblo! ¿Os estáis chanceando?
—No, por cierto—dijo el otro—; estoy muy lejos de chancearme. No habéis vivido como yo en España, y no conocéis el temple aristocrático de su pueblo. Ya veréis, ya veréis. Mi opinión es que, como gracias a los progresos de la igualdad y fraternidad los chocantes aires aristocráticos se van extinguiendo, en breve no se hallarán en España, sino en las gentes del pueblo.
—¡Creer que ese hombre es un torero!—dijo el artista con tal sonrisa de desdén que el otro se levantó picado, y exclamó:
—Pronto sabré quién es: venid conmigo, y exploraremos a su criado.
Los dos amigos subieron sobre cubierta, donde no tardaron en encontrar al hombre que buscaban.
El comisionista, que hablaba algo de español, entabló conversación con él, y después de algunas frases triviales, le dijo:
—¿Se ha ido a la cama su amo de usted?
—Sí, señor—respondió el criado, echando a su interlocutor una mirada llena de penetración y malicia.
—¿Es muy rico?
—No soy su administrador, sino su ayuda de cámara.
—¿Viaja por negocios?
—No creo que los tenga.
—¿Viaja por su salud?
—La tiene muy buena.
—¿Viaja de incógnito?
—No, señor: con su nombre y apellido.
—¿Y se llama?...
—Don Carlos de la Cerda
—¡Ilustre nombre, por cierto!—exclamó el pintor.
—El mío es Pedro de Guzmán—dijo el criado—, y soy muy servidor de ustedes.
Con lo cual, les hizo una cortesía y se retiró.
—El Gil Blas tiene razón—dijo el francés—. En España no hay cosa más común que apellidos gloriosos: es verdad que en París mi zapatero se llamaba Martel, mi sastre Roland y mi lavandera madame Bayard. En Escocia hay más Estuardos que piedras. ¡Hemos quedado frescos! El tunante del criado se ha burlado de nosotros. Pero bien considerado, yo sospecho que es un agente de la facción; un empleado oscuro de don Carlos.
—No, por cierto—exclamó el artista—. Es mi Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno: el héroe de mis sueños.
El otro francés se encogió de hombros.
Llegado el buque a Cádiz, el español se despidió de Stein.
—Tengo que detenerme algún tiempo en Andalucía—le dijo—. Pedro, mi criado, os acompañará a Sevilla, y os tomará asiento en la diligencia de Madrid. Aquí tenéis una carta de recomendación para el ministro de la Guerra, y otra para el general en jefe del Ejército. Si alguna vez necesitáis de mí, como amigo, escribidme a Madrid con este sobre.
Stein no podía hablar de puro conmovido. Con una mano tomaba las cartas y con otra rechazaba la tarjeta que el español le presentaba.
—Vuestro nombre está grabado aquí—dijo el alemán poniendo la mano en el corazón—. ¡Ah! No lo olvidaré en mi vida. Es el del corazón más noble, el del alma más elevada y generosa, el del mejor de los mortales.
—Con ese sobrescrito—repuso don Carlos sonriendo—, vuestras cartas podrían no llegar a mis manos. Es preciso otro más claro y más breve.
Le entregó la tarjeta, y se despidió.
Stein leyó: El duque de Almansa.
Y Pedro de Guzmán, que estaba allí cerca, añadió:
—Marqués de Guadalmonte, de Val-de-Flores y de Roca-Fiel; conde de Santa Clara, de Encinasola y de Lara; caballero del Toisón de Oro, y Gran Cruz de Carlos III; gentilhombre de cámara de Su Majestad, grande de España de primera clase, etc.
Capítulo II
En una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de los pueblos del condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa. Era tal su impaciencia por llegar a un puertecillo de mar que le habían indicado, que creyendo cortar terreno entró en una de las vastas dehesas, comunes en el sur de España, verdaderos desiertos destinados a la cría del ganado vacuno, cuyas manadas no salen jamás de aquellos límites.
Este hombre parecía viejo, aunque no tenía más de veintiséis años. Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada.
Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando en cuando se detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasaba por su enardecida frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perro que le seguía, y que en aquellas paradas se acostaba jadeante a sus pies.
«¡Pobre Treu![3]—le decía—, ¡único ser que me acredita que todavía hay en el mundo cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que por primera vez te vi! Fue con un pobre pastor, que murió fusilado por no haber querido ser traidor. Estaba de rodillas en el momento de recibir la muerte, y en vano procuraba alejarte de su lado. Pidió que te apartasen, y nadie se atrevía. Sonó la descarga, y tú, fiel amigo del desventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo exánime de tu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: 'los perros son agradecidos'. ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes. Hace dos años que, lleno de vida, de esperanza, de buena voluntad, llegué a estos países, y ofrecía a mis semejantes mis desvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He curado muchas heridas, y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma. ¡Gran Dios! ¡Gran Dios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente arrojado del Ejército, después de dos años de servicio, después de dos años de trabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por haber curado a un hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguido como una bestia feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Será posible que las leyes de la guerra conviertan en crimen lo que la moral erige en virtud, y la religión en deber? ¿Y qué me queda que hacer ahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi corazón ulcerado a la sombra de los tilos de la casa paterna. ¡Allí no me contarán por delito el haber tenido piedad de un moribundo!»
Después de una pausa de algunos instantes, el desventurado hizo un esfuerzo.
«Vamos, Treu; vorwarts, vorwarts.»[4]
Y el viajero y el fiel animal prosiguieron su penosa jornada.
Pero a poco rato perdió el estrecho sendero que había seguido hasta entonces, y que habían formado