La gaviota. Fernán Caballero
tiene ni lo uno ni lo otro.
—Es verdad: ¡no puede ser contrabandista!—afirmó fray Gabriel.
—Hermano Gabriel, ¿a ver qué dicen los títulos de esos libros?, puede ser que por ahí saquemos cuál es su oficio.
El hermano se levantó, tomó sus espejuelos engarzados en cuerno, los colocó sobre la nariz, echó mano al paquete de libros, y aproximándose a la ventana que daba al gran patio interior, estuvo largo rato examinándolos.
—Hermano Gabriel—dijo al cabo la tía María—. ¿Se le ha olvidado a usted el leer?
—No, pero no conozco estas letras; me parece que es hebreo.
—¡Hebreo!—exclamó la tía María—. ¡Virgen Santa! ¿Si será judío?
En aquel momento, Stein, que había estado largo tiempo aletargado, abrió los ojos y dijo en alemán:
—Gott, wo bin ich? (Dios mío, ¿dónde estoy?)
La tía María se puso de un salto en medio del cuarto. El hermano Gabriel dejó caer los libros, y se quedó hecho una piedra, abriendo los ojos tan grandes como sus espejuelos.
—¿Qué ha hablado?—preguntó la tía María.
—Será hebreo como sus libros—respondió fray Gabriel—. Quizá será judío como usted ha dicho, tía María.
—¡Dios nos asista!—exclamó la anciana—; pero no. Si fuera judío, ¿no le habríamos visto el rabo cuando lo desnudábamos?
—Tía María—repuso el lego—, el padre prior decía que eso del rabo de los judíos es una patraña, una tontería, y que los judíos no tienen tal cosa.
—Hermano Gabriel—replicó la tía María—, desde la bendita Constitución todo se vuelve cambios y mudanzas. Esa gente que gobierna en lugar del rey no quiere que haya nada de lo que antes hubo; y por esto no han querido que los judíos tengan rabo, y toda la vida lo han tenido como el diablo. Si el padre prior dijo lo contrario, le obligaron a ello, como lo obligaron a decir en la misa rey constitucional.
—¡Bien podrá ser!—dijo el hermano.
—No será judío—prosiguió la anciana—, pero será un moro o un turco que habrá naufragado en estas costas.
—Un pirata de Marruecos—repuso el buen fraile—; ¡puede ser!
—Pero entonces llevaría turbante y chinelas amarillas, como el moro que yo vi hace treinta años cuando fui a Cádiz: se llama el moro Seylan. ¡Qué hermoso era! Pero para mí, toda su hermosura se le quitaba con no ser cristiano. Pero más que sea judío o moro, no importa: socorrámosle.
—Socorrámosle aunque sea judío o moro—repitió el hermano.
Y los dos se acercaron a la cama.
Stein se había incorporado y miraba con extrañeza todos los objetos que le rodeaban.
—No entenderá lo que le digamos—dijo la tía María—, pero hagamos la prueba.
—Hagamos la prueba—repitió el hermano Gabriel.
La gente del pueblo en España cree generalmente que el mejor medio de hacerse entender es hablar a gritos. La tía María y fray Gabriel, muy convencidos de ello, gritaron a la vez, ella: «¿quiere usted caldo?», y él: «¿quiere usted limonada?»
Stein, que iba saliendo poco a poco del caos de sus ideas, preguntó en español:
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?
—El señor—respondió la anciana—es el hermano Gabriel, y yo soy la tía María, para lo que usted quiera mandar.
—¡Ah!—dijo Stein—, el Santo Arcángel y la bendita Virgen, cuyos nombres lleváis, aquella que es la salud de los enfermos, la consoladora de los afligidos, y el socorro de los cristianos, os pague el bien que me habéis hecho.
—¡Habla español—exclamó alborozada la tía María—, y es cristiano, y sabe las letanías!
Y llena de júbilo, se arrojó a Stein, le estrechó en sus brazos y le estampó un beso en la frente.
—Y a todo esto, ¿quién es usted?—dijo la tía María, después de haberle dado una taza de caldo—. ¿Cómo ha venido usted a parar enfermo y muriéndose a este despoblado?
—Me llamo Stein, y soy cirujano. He estado en la guerra de Navarra, y volvía por Extremadura a buscar un puerto donde embarcarme para Cádiz, y de allí a mi tierra, que es Alemania. Perdí el camino, y he estado largo tiempo dando rodeos, hasta que por fin he llegado aquí enfermo, exánime y moribundo.
—Ya ve usted—dijo la tía María al hermano Gabriel—, que sus libros no están en hebreo, sino en la lengua de los cirujanos.
—Eso es, están escritos en la lengua de los cirujanos—repitió fray Gabriel.
—¿Y de qué partido era usted?—preguntó la anciana—: ¿de don Carlos o de los otros?
—Servía en las tropas de la reina—respondió Stein.
La tía María se volvió a su compañero, y con un gesto expresivo, le dijo en voz baja:
—Este no es de los buenos.
—¡No es de los buenos!—repitió fray Gabriel, bajando la cabeza.
—Pero ¿dónde estoy?—volvió a preguntar Stein.
—Está usted—respondió la anciana—en un convento, que ya no es convento; es un cuerpo sin alma. Ya no le quedan más que las paredes, la cruz blanca y fray Gabriel. Todo lo demás se lo llevaron los otros. Cuando ya no quedó nada que sacar, unos señores que se llaman crédito público buscaron un hombre de bien para guardar el convento, es decir, el caparazón. Oyeron hablar de mi hijo, y vinimos a establecernos aquí, donde yo vivo con ese hijo, que es el único que me ha quedado. Cuando entramos en el convento, salían de él los padres. Unos iban a América, otros a las misiones de la China, otros se quedaron con sus familias, y otros se fueron a buscar la vida trabajando o pidiendo limosna. Vimos a un hermano lego, viejo y apesadumbrado que, sentado en las gradas de la cruz blanca, lloraba unas veces por sus hermanos que se iban, y otras por el convento que se quedaba solo. «¿No viene su merced?», le preguntó un corista. «¿Y adónde he de ir?—respondió—Jamás he salido de estos muros, donde fui recogido niño y huérfano, por los padres. No conozco a nadie en el mundo ni sé más que cuidar la huerta del convento. ¿Adónde he de ir? ¿Qué he de hacer? ¡Yo no puedo vivir sino aquí!» «Pues quédese usted con nosotros», le dije yo entonces. «Bien dicho, madre—repuso mi hijo—. Siete somos los que nos sentamos a la mesa; nos sentaremos ocho; comeremos más, y comeremos menos, como suele decirse.»
—Y gracias a esta caridad—añadió fray Gabriel—, cáteme usted aquí cuidando la huerta; pero desde que se vendió la noria, no puedo regar ni un palmo de tierra; de modo que se están secando los naranjos y los limones.
—Fray Gabriel—continuó la tía María—se quedó en estas paredes, a las cuales está pegado como la yedra; pero, como iba diciendo, ya no hay más que paredes. ¡Habrá picardía! Nada, lo que ellos dicen: «Destruyamos el nido, para que no vuelvan los pájaros.»
—Sin embargo—dijo Stein—, yo he oído decir que había demasiados conventos en España.
La tía María fijó en el alemán sus ojos negros vivos y espantados; después, volviéndose al lego, le dijo en voz baja:
—¿Serán ciertas nuestras primeras sospechas?
—¡Puede ser que sean ciertas!—respondió el hermano.
Capítulo IV