La gaviota. Fernán Caballero
del Señor; una diadema de rayos sobre la de la Virgen, y remates en las extremidades de la cruz. Esta costumbre extraña y aun ridícula a los ojos del artista, a los del cristiano es buena y piadosa. Pero a bien que la capilla del Cristo del Socorro no era un museo; jamás había atravesado un artista sus umbrales: allí no acudían más que sencillos devotos que sólo iban a rezar.
Las dos paredes laterales estaban cubiertas de exvotos de arriba abajo.
Los exvotos son testimonios públicos y auténticos de beneficios recibidos, consignados por el agradecimiento al pie de los altares, unas veces antes de obtener la gracia que se pide; otras se prometen en grandes infortunios y circunstancias apuradas. Allí se ven largas trenzas de cabello, que la hija amante ofreció, como su más precioso tesoro, el día en que su madre fue arrancada a las garras de la muerte; niños de plata colgados de cintas color de rosa, que una madre afligida, al ver a su hijo mortalmente herido, consagró por obtener su alivio al Señor del Socorro; brazos, ojos, piernas de plata o de cera, según las facultades del votante; cuadros de naufragios o de otros grandes peligros, en medio de los cuales los fieles tuvieron la sencillez de creer que sus plegarias podrían ser oídas y otorgadas por la misericordia divina; pues por lo visto las gentes de alta razón, los ilustrados, los que dicen ser los más y se tienen por los mejores no creen que la oración es un lazo entre Dios y el hombre. Estos cuadros no eran obras maestras del arte; pero quizá si lo fueran, perderían su fisonomía y, sobre todo, su candor. ¡Y hay todavía personas que presumiendo hallarse dotadas de un mérito superior, cierran sus almas a las dulces impresiones del candor, que es la inocencia y la serenidad del alma! ¿Acaso ignoran que el candor se va perdiendo, al paso que el entusiasmo se apaga? Conservad, españoles, y respetad los débiles vestigios que quedan de cosas tan santas como inestimables. ¡No imitéis al Mar Muerto, que mata con sus exhalaciones los pájaros que vuelan sobre sus olas, ni, como él, sequéis las raíces de los árboles, a cuya sombra han vivido felices muchos países y tantas generaciones![8]
Entre los exvotos había uno que por su singularidad causó mucha extrañeza a Stein. La mesa del altar no era perfectamente cuadrada desde arriba abajo, sino que se estrechaba en línea curva hacia el pie. Entre su base y el enladrillado había un pequeño espacio. Stein percibió allí en la oscuridad un objeto apoyado contra la pared; y a fuerza de fijar en él sus miradas, vino a distinguir que era un trabuco. Tal era su volumen y tal debía ser su peso, que no podía entenderse cómo un hombre podía manejarlo: lo mismo que sucede cuando miramos las armaduras de la Edad Media. Su boca era tan grande que podía entrar holgadamente por ella una naranja. Estaba roto, y sus diversas partes, toscamente atadas con cuerdas.
—Momo—dijo Stein—, ¿qué significa eso? ¿Es de veras un trabuco?
—Me parece—dijo Momo—que bien a la vista está.
—Pero ¿por qué se pone un arma homicida en este lugar pacífico y santo? En verdad que aquí puede decirse aquello de que pega como un par de pistolas a un Santo Cristo.
—Pero ya ve usted—respondió Momo—que no está en manos del Señor, sino a sus pies, como ofrenda. El día en que se trajo aquí ese trabuco (que hace muchísimos años) fue el mismo en que se le puso a ese Cristo el nombre del Señor del Socorro.
—Y ¿con qué motivo?—preguntó Stein.
—Don Federico—dijo Momo abriendo tantos ojos—, todo el mundo sabe eso. ¡Y usted no lo sabe!
—¿Has olvidado que soy forastero?—replicó Stein.
—Es verdad—repuso Momo—; pues se lo diré a su merced. Hubo en esta tierra un salteador de caminos que no se contentaba con robar a la gente, sino que mataba a los hombres como moscas, o porque no le delatasen o por antojo. Un día, dos hermanos vecinos de aquí, tuvieron que hacer un viaje. Todo el pueblo fue a despedirlos, deseándoles que no topasen con aquel forajido que no perdonaba vida y tenía atemorizado al mundo. Pero ellos, que eran buenos cristianos, se encomendaron a este Señor, y salieron confiando en su amparo. Al emparejar con un olivar, se echaron en cara al ladrón, que les salía al encuentro con su trabuco en la mano. Echóselo al pecho y les apuntó. En aquel trance se arrodillaron los hermanos clamando al Cristo: «¡Socorro, Señor!» El desalmado disparó el trabuco, pero quien quedó alma del otro mundo fue él mismo, porque quiso Dios que en las manos se le reventase el trabuco. ¡Y el trabuquillo era flojo en gracia de Dios! Ya lo está usted mirando; porque en memoria del milagroso socorro, lo ataron con esas cuerdas y lo depositaron aquí, y al Señor se le quedó la advocación del Socorro[9]. ¿Conque no lo sabía usted, don Federico?
—No lo sabía, Momo—respondió este, y añadió como respondiendo a sus propias reflexiones—: ¡si tú supieras cuánto ignoran aquellos que dicen que se lo saben todo!
—Vamos, ¿se viene usted, don Federico?—dijo Momo después de un rato de silencio—. Mire usted que no me puedo detener.
—Estoy cansado—contestó este—, vete tú, que aquí te aguardaré.
—Pues con Dios—repuso Momo, poniéndose en camino y cantando:
Quédate con Dios y adiós,
Dice la común sentencia;
Que el pobre puede ser rico.
Y el rico no compra ciencia.
Stein contemplaba aquel pueblecito tan tranquilo, medio pescador, medio marinero, llevando con una mano el arado y con la otra el remo. No se componía, como los de Alemania, de casas esparcidas sin orden con sus techos tan campestres, de paja, y sus jardines; ni reposaba, como los de Inglaterra, bajo la sombra de sus pintorescos árboles; ni como los de Flandes formaba dos hileras de lindas casas a los lados del camino. Constaba de algunas calles anchas, aunque mal trazadas, cuyas casas de un solo piso y de desigual elevación, estaban cubiertas de vetustas tejas: las ventanas eran escasas, y más escasas aún las vidrieras y toda clase de adorno. Pero tenía una gran plaza, a la sazón verde como una pradera, y en ella una hermosísima iglesia; y el conjunto era diáfano, aseado y alegre.
Catorce cruces iguales a la que cerca de Stein estaba, se seguían de distancia en distancia, hasta la última, que se alzaba en medio de la plaza haciendo frente a la iglesia. Era esto la via crucis.
Momo volvió, pero no volvía solo. Venía en su compañía un señor de edad, alto, seco, flaco y tieso como un cirio. Vestía chaqueta y pantalón de basto paño pardo, chaleco de piqué de colores moribundos, adornado de algunos zurcidos, obras maestras en su género; faja de lana encarnada, como las gastan las gentes del campo; sombrero calañés de ala ancha, con una cucarda que había sido encarnada y que el tiempo, el agua y el sol habían convertido en color de zanahoria. En los hombros de la chaqueta había dos estrechos galones de oro problemático, destinados a sujetar dos charreteras; y una espada vieja, colgada de un cinturón ídem, completaba este conjunto medio militar y medio paisano. Los años habían hecho grandes estragos en la parte delantera del largo y estrecho cráneo de este sujeto. Para suplir la falta de adorno natural, había levantado y traído hacia adelante los pocos restos de cabellera que le quedaban, sujetándolos por medio de un cabo de seda negra sobre la parte alta del cráneo, de donde formaban un hopito con la gracia chinesca más genuina.
—Momo, ¿quién es este señor?—preguntó Stein a media voz.
—El comandante—respondió este en su tono natural.
—¡Comandante! ¿De qué?—tornó Stein a preguntar.
—Del fuerte de San Cristóbal.
—¡Del fuerte de San Cristóbal!...—exclamó Stein estático.
—Servidor de usted—dijo el recién venido, saludando con cortesía—; mi nombre es Modesto Guerrero y pongo mi inutilidad a la disposición de usted.
Ese usual cumplido tenía en este sujeto una aplicación tan exacta, que Stein no pudo menos de sonreírse al devolver al militar su saludo.
—Sé quién es usted—prosiguió don Modesto—, tomo parte en sus contratiempos y le doy el parabién por su restablecimiento, y por haber caído