La gaviota. Fernán Caballero

La gaviota - Fernán Caballero


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de ingleses, de insurgentes americanos, de franceses, de revolucionarios y de carlistas. Igual acogida habían recibido sus continuas plegarias para obtener algunas pagas. El Gobierno no hizo el menor caso de aquellas dos ruinas: el castillo y su comandante. Don Modesto era sufrido; conque acabó por someterse a su suerte sin acritud y sin despecho.

      Cuando vino a Villamar, se alojó en casa de la viuda del sacristán, la cual vivía entregada a la devoción, en compañía de su hija, todavía joven. Eran excelentes mujeres: algo remilgadas y secas, con sus ribetes de intolerantes; pero buenas, caritativas, morigeradas y de esmerado aseo.

      Los vecinos del pueblo, que miraban con afición al comandante, o más bien al comendante, que era como le llamaban, y que al mismo tiempo conocían sus apuros, hacían cuanto podía para aliviarlos. No se hacía matanza en casa alguna sin que se le enviase su provisión de tocino y morcillas. En tiempo de la recolección, un labrador le enviaba trigo, otro garbanzos; otros le contribuían con su porción de miel o de aceite. Las mujeres le regalaban los frutos del corral; de modo que su beata patrona tenía siempre la despensa bien provista, gracias a la benevolencia general que inspiraba don Modesto; el cual, de índole correspondiente a su nombre, lejos de envanecerse de tantos favores, solía decir que la Providencia estaba en todas partes, pero que su cuartel general era Villamar. Bien es verdad que él sabía corresponder a tantos favores, siendo con todos por extremo servicial y complaciente. Levantábase con el sol, y lo primero que hacía era ayudar a misa al cura. Una vecina le hacía un encargo, otra le pedía una carta para un hijo soldado; otra, que le cuidase los chiquillos, mientras salía a una diligencia. Él velaba a los enfermos, rezaba con sus patronas; en fin, procuraba ser útil a todo el mundo, en todo lo que no pudiese ofender su honradez y su decoro. No es esto nada raro en España, gracias a la inagotable caridad de los españoles, unida a su noble carácter, el cual no les permite atesorar, sino dar cuanto tienen al que lo necesita: díganlo los exclaustrados, las monjas, los artesanos, las viudas de los militares y los empleados cesantes.

      Murió la viuda del sacristán, dejando a su hija Rosa con cuarenta y cinco años bien contados y una fealdad que se veía de lejos. Lo que más contribuía a esta desgracia, eran las funestas consecuencias de las viruelas. El mal se había concentrado en un ojo, y sobre todo en el párpado, que no podía levantarse sino a medias; de lo que resultaba que la pupila, medio apagada, daba a toda la fisonomía cierto aspecto poco inteligente y vivo, contrastando notablemente el ojo entornado con su compañero, del cual salían llamas, como de una hoguera de sarmientos, al menor motivo de escándalo, y en verdad que los solía encontrar con harta frecuencia.

      Después del entierro, y pasados los nueve días de duelo, la señora Rosa dijo un día a don Modesto:

      —Don Modesto, siento mucho tener que decir a usted que es preciso separarnos.

      —¡Separarnos!—exclamó el buen hombre abriendo tantos ojos y poniendo la jícara de chocolate sobre el mantel, en lugar de ponerla en el plato—. ¿Y por qué, Rosita?

      Don Modesto se había acostumbrado por espacio de treinta años a emplear este diminutivo cuando dirigía la palabra a la hija de su antigua patrona.

      —Me parece—respondió ella arqueando las cejas que no debía usted preguntarlo. Conocerá usted que no parece bien que vivan juntas, y solas, dos personas de estado honesto. Sería dar pábulo a las malas lenguas.

      —Y ¿qué pueden decir de usted las malas lenguas?—repuso don Modesto—; ¡usted, que es la más ejemplar del pueblo!

      —¿Acaso hay nada seguro de ellas? ¿Qué dirá usted cuando sepa que usted con todos sus años y su uniforme y su cruz, y yo, pobre mujer que no pienso más que en servir a Dios, estamos sirviendo de diversión a estos deslenguados?

      —¿Qué dice usted, Rosita?—exclamó don Modesto asombrado.

      —Lo que está usted oyendo. Ya nadie nos conoce sino por el mal nombre que nos han puesto esos condenados monacillos.

      —¡Estoy atónito, Rosita! No puedo creer...

      —Mejor para usted si no lo cree—dijo la devota—; pero yo le aseguro que esos inicuos (Dios los perdone), cuando nos ven llegar a la iglesia todas las mañanas a misa de alba, se dicen unos a otros: «Llama a misa, que ahí viene Rosa Mística y Turris Davídica, en amor y compaña como en las letanías.» A usted le han puesto ese mote por ser tan alto y tan derecho.

      Don Modesto se quedó con la boca abierta y los ojos fijos en el suelo.

      —Sí, señor—continuó Rosa Mística—; la vecina es quien me lo ha dicho, escandalizada, y aconsejándome que vaya a quejarme al señor cura. Yo la he respondido que mejor quiero sufrir y callar. Más padeció nuestro Señor sin quejarse.

      —Pues yo—dijo don Modesto—no aguanto que nadie se burle de mí y mucho menos de usted.

      —Lo mejor será—continuó Rosa—acreditar con nuestra paciencia que somos buenos cristianos, y con nuestra indiferencia, el poco caso que hacemos de los juicios del mundo. Por otra parte, si castigan a esos irreverentes, lo harían peor; créame usted, don Modesto.

      —Tiene usted razón, como siempre, Rosita—dijo don Modesto—. Yo sé lo que son los guasones; si les cortasen las lenguas, hablarían con las narices. Pero si en otro tiempo alguno de mis camaradas se hubiese atrevido a llamarme Turris Davídica, bien hubiera podido añadir: Ora pro nobis. Mas ¿es posible que siendo usted una santa bendita les tenga miedo a los maldicientes?

      —Ya sabe usted, don Modesto, lo que vulgarmente dicen los que piensan mal de todo: entre santa y santo, pared de cal y canto.

      —Pero entre usted y yo—dijo el comandante—no hay necesidad de poner ni tabique. Yo, con tantos años a cuestas: yo, que en toda mi vida no he estado enamorado más que una vez... y por más señas que lo estuve de una buena moza, con quien me habría casado a no haberla sorprendido en chicoleos con el tambor mayor, que...

      —Don Modesto, don Modesto—gritó Rosa poniéndose erguida—. Honre usted su nombre y mi estado y déjese de recuerdos amorosos.

      —No ha sido mi intención escandalizar a usted—dijo don Modesto en tono contrito—: basta que usted sepa y yo le jure que jamás ha cabido ni cabrá en mí un mal pensamiento.

      —Don Modesto—dijo Rosa Mística con impaciencia (mirándole con un ojo encendido, mientras el otro hacía vanos esfuerzos por imitarlo)—, ¿me cree usted tan simple que pueda pensar que dos personas como usted y yo, sensatas y temerosas de Dios, se conduzcan como los casquivanos, que no tienen pudor ni miedo al pecado? Pero en este mundo no basta obrar bien; es preciso no dar que decir, guardando en todo las apariencias.

      —¡Esta es otra!—repuso el comandante—. ¿Qué apariencias puede haber entre nosotros? ¿No sabe usted que el que se excusa se acusa?

      —Dígole a usted—respondió la devota—que no faltará quien murmure.

      —¿Y qué voy yo a hacer sin usted?—preguntó afligido don Modesto—. ¿Qué será de usted sin mí, sola en este mundo?

      —El que da de comer a los pajaritos—dijo solemnemente Rosa—cuidará de los que en él confían.

      Don Modesto, desconcertado y no sabiendo dónde dar de cabeza, pasó a ver a su amigo el cura, que lo era también de Rosita, y le contó cuanto pasaba.

      El cura hizo patente a Rosita que sus escrúpulos eran exagerados e infundados sus temores; que, por el contrario, la proyectada separación daría lugar a ridículos comentarios.

      Siguieron, pues, viviendo juntos como antes, en paz y gracia de Dios. El comandante, siempre bondadoso y servicial; Rosa, siempre cuidadosa, atenta y desinteresada; porque don Modesto no se hallaba en el caso de remunerar pecuniariamente sus servicios, puesto que si la empuñadura de su espada de gala no hubiera sido de plata, bien podría haber olvidado de qué color era aquel metal.

      


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