La gaviota. Fernán Caballero

La gaviota - Fernán Caballero


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usted dicho, antes hubiese yo venido aquí con el señor, que es un médico de los pocos, y que en un dos por tres se la va a usted a poner buena.

      Pedro Santaló se levantó bruscamente, se adelantó hacia Stein; quiso hablarle; pero de tal suerte estaba conmovido, que no pudo articular palabra y se cubrió el rostro con las manos.

      Era un hombre de edad, de aspecto tosco y formas colosales. Su rostro tostado por el sol, estaba coronado por una espesa y bronca cabellera cana; su pecho, rojo como el de los indios del Ohio, estaba cubierto de vello.

      —Vamos, tío Pedro—siguió la tía María, cuyas lágrimas corrían hilo a hilo por sus mejillas, al ver el desconsuelo del pobre padre—; ¡un hombre como usted, tamaño como un templo, con un aquel que parece que se va a comer los niños crudos, se amilana así sin razón! ¡Vaya! ¡Ya veo que es usted todo fachada!

      —¡Tía María!—respondió en voz apagada el pescador—, ¡con esta serán cinco hijos enterrados!

      —¡Señor!, ¿y por qué se ha de descorazonar usted de esta manera? Acuérdese usted del santo de su nombre, que se hundió en la mar cuando le faltó la fe que le sostenía. Le digo a usted que con el favor de Dios, don Federico curará a la niña en un decir Jesús.

      El tío Pedro meneó tristemente la cabeza.

      —¡Qué cabezones son estos catalanes!—dijo la tía María con viveza, y pasando por delante del pescador, se acercó a la enferma y añadió:

      —Vamos, Marisalada, vamos, levántate, hija, para que este señor pueda examinarte.

      Marisalada no se movió.

      —Vamos, criatura—repitió la buena mujer—; verás cómo te va a curar como por ensalmo.

      Diciendo estas palabras, cogió por un brazo a la niña, procurando levantarla.

      —¡No me da la gana!—dijo la enferma, desprendiéndose de la mano que la retenía, con una fuerte sacudida.

      —Tan suavita es la hija como el padre; quien lo hereda no lo hurta—murmuró Momo, que se había asomado a la puerta.

      —Como está mala, está impaciente—dijo su padre, tratando de disculparla.

      Marisalada tuvo un golpe de tos. El pescador se retorció las manos de angustia.

      —Un resfriado—dijo la tía María—; vamos que eso no es cosa del otro jueves. Pero también, tío Pedro de mis pecados, ¿quién consiente en que esa niña, con el frío que hace, ande descalza de pies y piernas por esas rocas y esos ventisqueros?

      —¡Quería!—respondió el tío Pedro.

      —¿Y por qué no se le dan alimentos sanos, buenos caldos, leche, huevos? Y no que lo que come no son más que mariscos.

      —¡No quiere!—respondió con desaliento el padre.

      —Morirá de mal mandada—opinó Momo, que se había apoyado cruzado de brazos en el quicio de la puerta.

      —¿Quieres meterte la lengua en la faltriquera?—le dijo impaciente su abuela; y volviéndose a Stein—; don Federico, procure usted examinarla sin que tenga que moverse, pues no lo hará aunque la maten.

      Stein empezó por preguntar al padre algunos pormenores sobre la enfermedad de su hija; acercándose después a la paciente, que estaba amodorrada, observó que sus pulmones se hallaban oprimidos en la estrecha cavidad que ocupaban, y estaban irritados de resultas de la opresión. El caso era grave. Tenía una gran debilidad por falta de alimentos, tos honda y seca y calentura continua; en fin, estaba en camino de la consunción.

      —¿Y todavía le da por cantar?—preguntó la anciana durante el examen.

      —Cantará crucificada como los murciégalos—dijo Momo, sacando la cabeza fuera de la puerta para que el viento se llevase sus suaves palabras y no las oyese su abuela.

      —Lo primero que hay que hacer—dijo Stein—es impedir que esta niña se exponga a la intemperie.

      —¿Lo estás oyendo?—dijo a la niña su angustiado padre.

      —Es preciso—continuó Stein—que gaste calzado y ropa de abrigo.

      —¡Si no quiere!—exclamó el pescador, levantándose precipitadamente y abriendo un arca de cedro, de la que sacó cantidad de prendas de vestir—. Nada le falta; ¡cuanto tengo y puedo juntar, es para ella! María, hija, ¿te pondrás estas ropas? ¡Hazlo por Dios, Mariquilla!, ya ves que lo manda el médico.

      La muchacha, que se había despabilado con el ruido que había hecho su padre, lanzó una mirada díscola a Stein, diciendo con voz áspera:

      —¿Quién me gobierna a mí?

      —No me dieran a mí más trabajo que ese y una vara de acebuche—murmuró Momo.

      —Es preciso—prosiguió Stein—alimentarla bien, y que tome caldos sustanciosos.

      La tía María hizo un gesto expresivo de aprobación.

      —Debe nutrirse con leche, pollos, huevos frescos y cosas análogas.

      —¡Cuando yo le decía a usted—prorrumpió la abuelita encarándose con el tío Pedro—que el señor es el mejor médico del mundo entero!

      —Cuidado que no cante—advirtió Stein.

      —¡Que no vuelva yo a oírla!—exclamó con dolor el pobre tío Pedro.

      —¡Pues mira qué desgracia!—contestó la tía María—. Deje usted que se ponga buena, y entonces podrá cantar de día y de noche como un reloj. Pero estoy pensando que lo mejor será que yo me la lleve a mi casa, porque aquí no hay quien la cuide ni quien haga un buen puchero, como lo sé yo hacer.

      —Lo sé por experiencia—dijo Stein sonriéndose—; y puedo asegurar que el caldo hecho por manos de mi buena enfermera, se le puede presentar a un rey.

      La tía María se esponjó tan satisfecha.

      —Conque, tío Pedro, no hay más que hablar; me la llevo.

      —¡Quedarme sin ella! ¡No, no puede ser!

      —Tío Pedro, tío Pedro, no es esa la manera de querer a los hijos—replicó la tía María—; el amar a los hijos es anteponer a todo lo que a ellos conviene.

      —Pues bien está—repuso el pescador levantándose de repente—; llévesela usted: en sus manos la pongo, al cuidado de ese señor la entrego y al amparo de Dios la encomiendo.

      Diciendo esto, salió precipitadamente de la casa, como si temiese volverse atrás de su determinación; y fue a aparejar su burra.

      —Don Federico—preguntó la tía María, cuando quedaron solos con la niña, que permanecía aletargada—, ¿no es verdad que la pondrá usted buena con la ayuda de Dios?

      —Así lo espero—contestó Stein—, ¡no puedo expresar a usted cuánto me interesa ese pobre padre!

      La tía María hizo un lío de ropa que el pescador había sacado, y este volvió trayendo del diestro la bestia. Entre todos colocaron encima a la enferma, la que, siguiendo amodorrada con la calentura, no opuso resistencia. Antes que la tía María se subiese en Golondrina, que parecía bastante satisfecha de volverse en compañía de Urca (que tal era la gracia de la burra del tío Pedro), este llamó aparte a la tía María, y le dijo dándole unas monedas de oro:

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