La gaviota. Fernán Caballero
toda esta conversación, Morrongo despertó, arqueó el lomo tanto como el de un camello, dio un gran bostezo, se relamió los bigotes y olfateando en el aire ciertas para él gratas emanaciones, fuese acercando poquito a poco a don Modesto, hasta colocarse detrás del perfumado paquete colgado de su bastón. Inmediatamente recibió en sus patas de terciopelo una piedrecilla lanzada por Momo, con la singular destreza que saben emplear los de su edad en el manejo de esa clase de armas arrojadizas. El gato se retiró con prontitud; pero no tardó en volver a ponerse en observación, haciéndose el dormido. Don Modesto cayó en la cuenta y perdió su tranquilidad de ánimo.
Mientras pasaban estas evoluciones, Anís preguntaba al niño:
—Manolito, ¿cuántos dioses hay?
Y el chiquillo levantaba los tres dedos.
—No—decía Anís, levantando un dedo solo—: no hay más que uno, uno, uno.
Y el otro persistía en tener los tres dedos levantados.
—Mae—abuela—gritó Anís ofuscado—. El niño dice que hay tres dioses.
—Simple—respondió esta—, ¿acaso tienes miedo de que le lleven a la Inquisición? ¿No ves que es demasiado chico para entender lo que le dicen y aprender lo que le enseñan?
—Otros hay más viejos—dijo Manuel—y que no por eso están más adelantados; como por ejemplo aquel ganso que fue a confesarse y habiéndole preguntado el confesor ¿cuántos dioses hay?, respondió muy en sí: «¡siete!» «¡Siete!—exclamó atónito el confesor—. ¿Y cómo ajustas esa cuenta?» «Muy fácilmente. Padre, Hijo y Espíritu Santo, son tres; tres personas distintas, son otros tres, y van seis; y un solo Dios verdadero, siete cabales.» «Palurdo—le contestó el padre—, ¿no sabes que las tres Personas no hacen más que un Dios?» «¡Uno no más!—dijo el penitente—. ¡Ay Jesús! ¡Y qué reducida se ha quedado la familia!»
—¡Vaya—prorrumpió la tía María—si tiene que ver cuánta chilindrina ha aprendido mi hijo mientras sirvió al rey! Pero hablando de otra cosa, no nos ha dicho usted, señor comandante, cómo está Marisaladilla.
—Mal, muy mal, tía María, desmejorándose por días. Lástima me da de ver al pobre padre, que está pasadito de pena. Esta mañana la muchacha tenía un buen calenturón; no toma alimento y la tos no la deja un instante.
—¿Qué está usted diciendo, señor?—exclamó la tía María—. ¡Don Federico!, usted que ha hecho tan buenas curas, que le ha sacado un lobanillo a fray Gabriel y enderezado la vista a Momo, ¿no podría usted hacer algo por esa pobre criatura?
—Con mucho gusto—respondió Stein. Haré lo que pueda por aliviarla.
—Y Dios se lo pagará a usted; mañana por la mañana iremos a verla. Hoy está usted cansado de su paseo.
—No le arriendo la ganancia—dijo Momo refunfuñando—. Muchacha más soberbia...
—No tiene nada de eso—repuso la abuela—; es un poco arisca, un poco huraña... ¡Ya se ve! Se ha criado sola, en un solo cabo: con un padre que es más blando que una paloma, a pesar de tener la corteza algo dura, como buen catalán y marinero. Pero Momo no puede sufrir a Marisalada desde que dio en llamarle romo a causa de serlo.
En este momento se oyó un estrépito: era el comandante que perseguía, dando grandes trancos, al pícaro de Morrongo, el cual, frustrando la vigilancia de su dueño, había cargado con la pescada.
—Mi comandante—le gritó Manuel riéndose—, sardina que lleva el gato, tarde o nunca vuelve al plato. Pero aquí hay una perdiz en cambio.
Don Modesto agarró la perdiz, dio gracias, se despidió y se fue echando pestes contra los gatos.
Durante toda esta escena, Dolores había dado de mamar al niño y procuraba dormirle, meciéndole en sus brazos y cantándole:
Allá arriba, en el monte Calvario,
Matita de oliva, matita de olor,
Arrullaban la muerte de Cristo
Cuatro jilgueritos y un ruiseñor.
Difícil será a la persona que recoge al vuelo, como un muchacho las mariposas, estas emanaciones poéticas del pueblo, responder al que quisiese analizarlas, el porqué los ruiseñores y los jilgueros plañeron la muerte del Redentor; por qué la golondrina arrancó las espinas de su corona; por qué se mira con cierta veneración el romero, en la creencia de que la Virgen secaba los pañales del Niño Jesús en una mata de aquella planta; por qué, o más bien, cómo se sabe que el sauce es un árbol de mal agüero, desde que Judas se ahorcó de uno de ellos; por qué no sucede nada malo en una casa si se sahúma con romero la noche de Navidad; por qué se ven todos los instrumentos de la pasión en la flor que ha merecido aquel nombre. Y en verdad, no hay respuestas a semejantes preguntas. El pueblo no las tiene ni las pide: ha recogido esas especies como vagos sonidos de una música lejana, sin indagar su origen ni analizar su autenticidad. Los sabios y los hombres positivos honrarán con una sonrisa de desdeñosa compasión a la persona que estampa estas líneas. Pero a nosotros nos basta la esperanza de hallar alguna simpatía en el corazón de una madre, bajo el humilde techo del que sabe poco y siente mucho, o en el místico retiro de un claustro, cuando decimos que por nuestra parte creemos que siempre ha habido y hay para las almas piadosas y ascéticas, revelaciones misteriosas, que el mundo llama delirios de imaginaciones sobreexcitadas, y que las gentes de fe dócil y ferviente miran como favores especiales de la Divinidad.
Dice Henri Blaze, «¡cuántas ideas pone la tradición en el aire en estado del germen, a las que el poeta da vida con un soplo!» Esto mismo nos parece aplicable a estas cosas, que nada obliga a creer, pero que nada autoriza tampoco a condenar. Un origen misterioso puso el germen de ellas en el aire, y los corazones creyentes y piadosos le dan vida. Por más que talen los apóstoles del racionalismo el árbol de la fe, si tiene este sus raíces en buen terreno, esto es, en un corazón sano y ferviente, ha de echar eternamente ramas vigorosas y floridas que se alcen al cielo.
—Pero don Federico—dijo la tía María mientras este se entregaba a las reflexiones que preceden—, todavía a la hora esta no nos ha dicho usted qué tal le parece nuestro pueblo.
—No puedo decirlo—respondió Stein—, porque no lo he visto: me quedé afuera aguardando a Momo.
—¿Es posible que no haya usted visto la iglesia, ni el cuadro de Nuestra Señora de las Lágrimas, ni el San Cristóbal, tan hermoso y tan grande, con la gran palmera y el Niño Dios en los hombros, y una ciudad a sus pies, que si diera un paso, la aplastaba como un hongo? ¿Ni el cuadro en que está Santa Ana enseñando a leer a la Virgen? ¿Nada de eso ha visto usted?
—No he visto—repuso Stein—sino la capilla del Señor del Socorro.
—Yo no salgo del convento—dijo el hermano Gabriel—sino para ir todos los viernes a esa capilla, a pedir al Señor una buena muerte.
—¿Y ha reparado usted, don Federico—continuó la tía María—, en los milagros? ¡Ah, don Federico! No hay un Señor más milagroso en el mundo entero. En aquel Calvario empieza la via crucis. Desde allí hasta la última cruz hay el mismo número de pasos que desde la casa de Pilatos al Calvario. Una de aquellas cruces viene a caer frente por frente de mi casa, en la calle Real. ¿No ha reparado usted en ella? Es justamente la que forma la octava estación, donde el Salvador dijo a las mujeres de Jerusalén: «¡No lloréis sobre mí; llorad sobre vosotras y vuestros hijos!» Estos hijos—añadió la tía María dirigiéndose a fray Gabriel—son los perros judíos.
—¡Son los judíos!—repitió el hermano Gabriel.
—En esta estación—continuó la anciana—cantan los fieles:
Si a llorar Cristo te enseña
y no tomas la lección,
o no tienes corazón