La gaviota. Fernán Caballero
cuán tirano
serás con Jesús rendido,
si en tres veces que ha caído
no le das una la mano.
O también de esta manera:
¡Otra vez yace postrado!
¡Tres veces Jesús cayó!
¡Tanto pesa mi pecado!
¡Y tanto he pecado yo!
Y ¡rompa el llanto y el gemir,
porque es Dios quien va a morir!
—¡Oh, don Federico!—continuó la buena anciana—, ¡no hay cosa que tanto me parta el corazón como la Pasión del que vino a redimimos! El Señor ha revelado a los santos los tres mayores dolores que le angustiaron: primero, el poco fruto que produciría la tierra que regaba con su sangre; segundo, el dolor que sintió cuando extendieron y ataron su cuerpo para clavarlo en la cruz, descoyuntando todos sus huesos, como lo había profetizado David.[12] El tercero...—añadió la buena mujer fijando en su hijo sus ojos enternecidos—, el tercero, cuando presenció la angustia de su Madre. He aquí la única razón—prosiguió después de algunos instantes de silencio—, porque no estoy aquí tan gustosa como en el pueblo, porque aquí no puedo seguir mis devociones. Mi marido, sí, Manuel, tu padre, que no había sido soldado y que era mejor cristiano que tú, pensaba como yo. El pobre (en gloria esté) era hermano del Rosario de la Aurora, que sale después de la medianoche a rezar por las ánimas. Rendido de haber trabajado todo el día, se echaba a dormir, y a las doce en punto, venía un hermano a la puerta y, tocando una campanilla, cantaba:
A tu puerta está una campanilla;
Ni te llama ella ni te llamo yo:
que te llaman tu Padre y tu Madre,
para que por ellos le ruegues a Dios.
—Cuando tu padre oía esta copla, no sentía ni cansancio ni gana de dormir. En un abrir y cerrar de ojos se levantaba y echaba a correr detrás del hermano. Todavía me parece que estoy oyéndole cantar al alejarse:
La corona se quita María
y a su propio Hijo se la presentó,
y le dijo: «Ya yo no soy Reina,
si tú no suspendes tu justo rigor.»
Jesús respondió:
«Si no fuera por tus ruegos, Madre,
ya hubiera acabado con el pecador.»
Los chiquillos, que gustan tanto de imitar lo que ven hacer a los grandes, se pusieron a cantar en la lindísima tonada de las coplas de la Aurora:
¡Si supieras la entrada que tuvo
el Rey de los Cielos en Jerusalén!...
Que no quiso coche llevar, ni calesa,
sino un jumentillo que prestado fue!
—Don Federico—dijo la tía María después de un rato de silencio—, ¿es verdad que hay por esos mundos de Dios hombres que no tienen fe?
Stein calló.
—¡Qué no pudiera usted hacer con los ojos del entendimiento de los tales, lo que ha hecho con los de la cara de Momo!—contestó con tristeza y quedándose pensativa la buena anciana.
Capítulo VIII
Al día siguiente, caminaba la tía María hacia la habitación de la enferma, en compañía de Stein y de Momo, escudero pedestre de su abuela, la cual iba montada en la formal Golondrina, que siempre servicial, mansa y dócil, caminaba derecha, con la cabeza caída y las orejas gachas, sin hacer un solo movimiento espontáneo, excepto si se encontraba con un cardo, su homónimo, al alcance de su hocico.
Llegados que fueron, se sorprendió Stein de hallar en medio de aquella uniforme comarca, de tan grave y seca naturaleza, un lugar frondoso y ameno, que era como un oasis en el desierto.
Abríase paso la mar por entre dos altas rocas, para formar una pequeña ensenada circular, en forma de herradura, que estaba rodeada de finísima arena y parecía un plato de cristal puesto sobre una mesa dorada. Algunas rocas se asomaban tímidamente entre la arena, como para brindar con asientos y descanso en aquella tranquila orilla. A una de estas rocas estaba amarrada la barca del pescador, balanceándose al empuje de la marea, cual se impacienta el corcel que han sujetado.
Sobre el peñasco del frente descollaba el fuerte de San Cristóbal, coronado por las copas de higueras silvestres, como lo está un viejo druida por hojas de encina.
A pocos pasos de allí descubrió Stein un objeto que le sorprendió mucho. Era una especie de jardín subterráneo, de los que llaman en Andalucía navazos. Fórmanse estos excavando la tierra hasta cierta profundidad y cultivando el fondo con esmero. Un cañaveral de espeso y fresco follaje circundaba aquel enterrado huerto, dando consistencia a los planos perpendiculares que le rodeaban con su fibrosa raigambre y preservándolo con sus copiosos y elevados tallos contra las irrupciones de la arena. En aquella hondura, no obstante la proximidad de la mar, la tierra produce sin necesidad de riego abundantes y bien sazonadas legumbres; porque el agua del mar, filtrándose por espesas capas de arenas, se despoja de su acritud y llega a las plantas adaptable para su alimentación. Las sandías de los navazos, en particular, son exquisitas, y algunas de ellas de tales dimensiones que bastan dos para la carga de una caballería mayor.
—¡Vaya si está hermoso el navazo del tío Pedro!—dijo la tía María—. No parece sino que lo riega con agua bendita. El pobrecito siempre está trabajando; pero bien le luce. Apuesto a que coge hogaño tomates como naranjas y sandías como ruedas de molino.
—Mejores han de ser—repuso Momo—las que acá cojamos en el cojumbral de la orilla del río.
Un cojumbral es el plantío de melones, maíz y legumbres sembrado en un terreno húmedo, que el dueño del cortijo suele ceder gratuitamente a las gentes del campo pobres, que cultivándolo, lo benefician.
—A mí no me hacen gracia los cojumbrales—contestó la abuela meneando la cabeza.
—¿Pues acaso no sabe usted, señora—replicó Momo—, lo que dice el refrán, que «un cojumbral da dos mil reales, una capa, un cochino gordo y un chiquillo más a su dueño».
—Te se olvidó la cola—repuso la tía María—, que es «un año de tercianas», las cuales se tragan las otras ganancias, menos la del hijo.
El pescador había construido la cabaña con los despojos de su barca, que el mar había arrojado a la playa. Había apoyado el techo en la peña y cobijaba este una especie de gradería natural que formaba la roca, lo que hacía que la habitación tuviese tres pisos. El primero se componía de una pieza alta, bastante grande para servir de sala, cocina, gallinero y establo de invierno para la burra. El segundo, al cual se subía por unos escalones abiertos a pico en la roca, se componía de dos cuartitos. En el de la izquierda, sombrío y pegado a la peña, dormía el tío Pedro; el de la derecha era el de su hija, que gozaba del privilegio exclusivo de una ventanita que había servido en el barco y que daba vista a la ensenada. El tercer piso, al que conducía el pasadizo que separaba los cuartitos del padre y de su hija, lo formaba un oscuro y ahogado desván. El techo, que como hemos dicho se apoyaba en la roca, era horizontal y hecho de enea, cuya primera capa, podrida por las lluvias, producía una selva de yerbas y florecillas, de manera que cuando en otoño, con las aguas, resucitaba allí la naturaleza de los rigores del verano, la choza parecía techada con un pensil.
Cuando los recién venidos entraron en la cabaña, encontraron al pescador triste y abatido, sentado a la lumbre, frente de su hija, que con el cabello desordenado y colgando a ambos lados de su pálido rostro, encogida y tiritando, envolvía sus desordenados miembros en un toquillón de bayeta parda. No parecía tener arriba de trece años. La enferma