La gaviota. Fernán Caballero
usted favorecerla, el letrero podrá indicarle la plaza.
—Si en todo el lugar hay otra, ¿a qué tantas señas?—dijo Momo.
—¿Conque tiene una inscripción?—preguntó Stein, que en su vida agitada de campamentos no había tenido ocasión de aprender los usuales cumplidos, y no sabía contestar a los del cortés español.
—Sí, señor—respondió este—; el alcalde tuvo que obedecer las órdenes de arriba. Bien ve usted que en un pueblo pequeño no era fácil proporcionarse una losa de mármol con letras de oro, como son las lápidas de Cádiz y de Sevilla. Fue preciso mandar hacer el letrero al maestro de escuela, que tiene una hermosa letra, y debía ponerse a cierta altura en la pared del Cabildo. El maestro preparó pintura negra con hollín y vinagre, y encaramado en una escalera de mano, empezó la obra, trazando unas letras de un pie de alto. Por desgracia, queriendo hacer un gracioso floreo, dio tan fuerte sacudida a la escalera, que esta se vino al suelo con el pobre maestro y el puchero de tinta, rodando los dos hasta el arroyo. Rosita, mi patrona, que observó la catástrofe desde su ventana y vio levantarse al caído, negro como el carbón, se asustó tanto, que estuvo tres días con flatos y de veras me dio cuidado. El alcalde, sin embargo, ordenó al magullado maestro que completase su obra, en vista de que el letrero no decía todavía más que consti; el pobre maestro tuvo que apechugar con la tarea; pero esta vez no quiso escalera de mano y fue preciso traer una carreta y poner encima una mesa, y atarla con cuerdas. Encaramado allí el pobre, estaba tan turulato acordándose de lo de marras, que no pensó sino en despachar pronto; y así es que las últimas letras, en lugar de un pie de alto como las otras, no tienen más que una pulgada; y no es esto lo peor, sino que con la prisa, se le quedó una letra en el tintero, y el letrero dice ahora: PLAZA DE LA CONSTItucin. El alcalde se puso furioso; pero el maestro se cerró a la banda y declaró que ni por Dios ni por sus santos volvía a las andadas, y que más bien quería montar en un toro de ocho años, que en aquel tablado de volatines. De modo que el letrero se ha quedado como estaba; pero a bien que no hay en el lugar quien lo lea. Y es lástima que el maestro no lo haya enmendado, porque era muy hermoso y hacía honor a Villamar.
Momo, que traía al hombro unas alforjas bien rellenas y tenía prisa, preguntó al comandante si iba al fuerte de San Cristóbal.
—Sí—respondió—, y de camino, a ver a la hija del tío Pedro Santaló, que está mala.
—¿Quién? ¿La Gaviota?—preguntó Momo—. No lo crea usted. Si la he visto ayer encaramada en una peña y chillando como las otras gaviotas.
—¡Gaviota!—exclamó Stein.
—Es un mal nombre—dijo el comandante—que Momo le ha puesto a esa pobre muchacha.
—Porque tiene las piernas largas—respondió Momo—; porque tanto vive en el agua como en la tierra; porque canta y grita, y salta de roca en roca como las otras.
—Pues tu abuela—observó don Modesto—la quiere mucho y no la llama más que Marisalada, por sus graciosas travesuras y por la gracia con que canta y baila y remeda a los pájaros.
—No es eso—replicó Momo—; sino porque su padre es pescador y ella nos trae sal y pescado.
—¿Y vive cerca del fuerte?—preguntó Stein, a quien habían excitado la curiosidad aquellos pormenores.
—Muy cerca—respondió el comandante—. Pedro Santaló tenía una barca catalana que, habiendo dado a la vela para Cádiz, sufrió un temporal y naufragó en la costa. Todo se perdió, el buque y la gente, menos Pedro, que iba con su hija; como que a él le redobló las fuerzas el ansia de salvarla. Pudo llegar a tierra, pero arruinado; y quedó tan desanimado y triste, que no quiso volver a su tierra. Lo que fue labrar una choza entre esas rocas con los destrozos que habían quedado de la barca, y se metió a pescador. Él era el que proveía de pescado al convento, y los padres, en cambio, le daban pan, aceite y vinagre. Hace doce años que vive ahí en paz con todo el mundo.
Con esto llegaron al punto en que la vereda se dividía y se separaron.
—Pronto nos veremos—dijo el veterano. Dentro de un rato iré a ponerme a la disposición de usted y saludar a sus patronas.
—Dígale usted de mi parte a la Gaviota—gritó Momo—que me tiene sin cuidado su enfermedad, porque mala yerba nunca muere.
—¿Hace mucho tiempo que el comandante está en Villamar?—preguntó Stein a Momo.
—Toma..., ciento y un años, desde antes que mi padre naciera.
—¿Y quién es esa Rosita, su patrona?
—¡Quién, señá Rosa Mística!—respondió Momo con un gesto burlón—. Es la maestra de amiga. Es más fea que el hambre; tiene un ojo mirando a Poniente y otro a Levante; y unos hoyos de viruelas, en que puede retumbar un eco. Pero, don Federico, el cielo se encapota; las nubes van como si las corrieran galgos. Apretemos el paso.
Capítulo VI
Antes de seguir adelante, no será malo trabar conocimiento con este nuevo personaje.
Don Modesto Guerrero era hijo de un honrado labrador, que no dejaba de tener buenos papeles de nobleza, hasta que se los quemaron los franceses en la guerra de la Independencia, como quemaron también su casa, bajo el pretexto de que los hijos del dueño eran brigantes, esto es, reos del grave delito de defender a su patria. El buen hombre pudo reedificar su casa. Pero a los pergaminos no les cupo la suerte del fénix.
Modesto cayó soldado, y como su padre no tenía lo bastante para comprarle un sustituto, pasó a las filas de un regimiento de infantería, en calidad de distinguido.
Como era un bendito, y además de larga y seca catadura, pronto llegó a ser el objeto de las burlas y de las chanzas pesadas de sus compañeros. Estos, animados por su mansedumbre, llevaron al extremo sus bromas, hasta que Modesto les puso término del modo siguiente. Un día que había gran formación, con motivo de una revista, Modesto ocupaba su lugar al extremo de una fila. Allí cerca había una carreta: con gran destreza y prontitud sus compañeros le echaron a una pierna un lazo corredizo, atando la extremidad del cordel a una de las ruedas de la carreta. El coronel dio la voz de «marchen». Sonaron los tambores y todas las mitades se pusieron en marcha, menos Modesto, que se quedó parado con una pierna en el aire, como los escultores figuran a Céfiro.
Terminada la revista, Modesto volvió al cuartel tan sosegado como de él había salido y, sin alterar su paso, pidió una satisfacción a sus compañeros. Como ninguno quería cargar con la responsabilidad del chasco, declaró con la misma calma que mediría sus armas con las de todos y cada uno de ellos, uno después de otro. Entonces salió al frente el que había inventado y dirigido la burla: se batieron y de sus resultas perdió un ojo su adversario. Modesto le dijo, con su calma acostumbrada, que si quería perder el otro, él estaba a su disposición cuando gustase.
Entre tanto, Modesto, sin parientes ni protectores en la corte, sin miras ambiciosas, sin disposiciones para la intriga, hizo su carrera a paso de tortuga, hasta que en la época del sitio de Gaeta, en 1805, su regimiento recibió orden de juntarse como auxiliar con las tropas de Napoleón. Modesto se distinguió allí por su valor y serenidad, en términos que mereció una cruz y los mayores elogios de sus jefes.
Su nombre lució en La Gaceta como un meteoro, para hundirse después en la eterna oscuridad. Estos laureles fueron los primeros y los últimos que le ofreció su carrera militar; porque habiendo recibido una profunda herida en el brazo, quedó inutilizado para el servicio, y en recompensa, le nombraron comandante del fuertecillo abandonado de San Cristóbal. Hacía, pues, cuarenta años que tenía bajo sus órdenes el esqueleto de un castillo y una guarnición de lagartijas.
Al principio no podía nuestro Guerrero conformarse con aquel abandono. No pasaba año sin que dirigiese una representación al Gobierno,