La gaviota. Fernán Caballero
la iglesia, vacía y desnuda, todavía quedaban bastantes restos de magnificencia para poder graduar toda la que se había perdido. Aquel dorado altar mayor, tan brillante cuando reflejaba la luz de los cirios que encendía la devoción de los fieles, estaba empañado por el polvo del olvido. Aquellas preciosas cabezas de angelitos, que ceñían las arañas; aquellas ventanas, cuyas vidrieras habían desaparecido y que dejaban entrada libre a los mochuelos y otros pájaros, cuyos nidos afeaban las bien talladas y doradas cornisas y que convertían en inmunda sentina el rico pavimento de mármol; aquellos esqueletos de altares despojados de todos sus adornos; aquellos grandes y hermosos ángeles que parecían salir de las pilastras; que habían tenido en sus manos lámparas de plata siempre encendidas y extendían aún sus brazos, mirando aquellas con dolor vacías. Los lindos frescos de las bóvedas que no habían podido ser arrebatados y a los cuales inundaban de llanto las nubes del cielo, pulsadas por los temporales; el yermo santuario, cuyas puertas habían sido de plata maciza y con bajorrelieves de Berruguete; las pilas secas y cubiertas de polvo... ¡Dios mío! ¿Qué artista no suspira al verlos? ¿Qué cristiano no se estremece? ¿Qué católico no se prosterna y llora?
En la sacristía, guarnecida en derredor de cómodas, cuya parte superior formaba una mesa prolongada, los cajones estaban abiertos y vacíos. En ellos se guardaron antes las albas de holán guarnecidas de encajes, los ornamentos de terciopelo y de tisú, en los que la plata bordaba el terciopelo; el oro, la plata, y las perlas, el oro. En un retrete inmediato estaban todavía las cuerdas de las campanas; una, más delgada que las otras, movía la campana clara y sonora, que llamaba los fieles a misa; otra hacía vibrar el bronce retumbante y melodioso, como una banda de música militar; grave, aunque animada, en compañía de sus acólitas, menos estrepitosas, anunciaba las grandes festividades cristianas. Otra, finalmente, despertaba sonidos profundos y solemnes, como los del cañón, para pedir oraciones a los hombres y clemencia al cielo por el pecador difunto. Stein se sentó en el primer escalón de las gradillas del púlpito sostenido por un águila de mármol negro. Fray Gabriel se hincó de rodillas en las gradas de mármol del altar mayor.
—¡Dios mío!—decía Stein, apoyando la cabeza en las manos—, esas hendiduras, ese agua que penetra en las bóvedas y gotea minando el edificio con su lento y seguro trabajo, ese maderaje que se hunde, esos adornos que se desmoronan... ¡qué espectáculo tan triste y espantoso! A la tristeza que produce todo lo que deja de existir, se une aquí el horror que inspira todo lo que perece de muerte violenta y a manos del hombre. ¡Este edificio, alzado en honor de Dios por hombres piadosos, condenado a la nada por sus descendientes!
—¡Dios mío!—decía el hermano Gabriel—, en mi vida he visto tantas telarañas. Cada angelito tiene un solideo de ellas. San Miguel lleva una en la punta de la espada, y no parece sino que me la está presentando. ¡Si el padre prior viera esto!
Stein cayó en una profunda melancolía. «Este santo lugar—pensaba—, respetado por el rumor del mundo y por la luz del día, donde venían los reyes a inclinar sus cabezas y los pobres a levantar las suyas; este lugar que daba lecciones severas al orgullo y suaves alegrías a los humildes, hoy se ve decaído y entregado al acaso, como bajel sin piloto.»
En este momento, un vivo rayo de sol penetró por una de las ventanas y vino a dar en el remate del altar mayor, haciendo resaltar en la oscuridad con su esplendor, como si sirviera de respuesta a las quejas de Stein, un grupo de tres figuras abrazadas. Eran la Fe, la Esperanza y la Caridad.[7]
Capítulo V
El fin de octubre había sido lluvioso y noviembre vestía su verde y abrigado manto de invierno.
Stein se paseaba un día por delante del convento, desde donde se descubría una perspectiva inmensa y uniforme: a la derecha, el mar sin límites; a la izquierda, la dehesa sin término. En medio se dibujaba en la claridad del horizonte el perfil oscuro de las ruinas del fuerte de San Cristóbal, como la imagen de la nada en medio de la inmensidad. La mar, que no agitaba el soplo más ligero, se mecía blandamente, levantando sin esfuerzo sus olas, que los reflejos del sol doraban, como una reina que deja ondear su manto de oro. El convento, con sus grandes, severos y angulosos lineamentos, estaba en armonía con el grave y monótono paisaje; su mole ocultaba el único punto del horizonte interceptado en aquel uniforme panorama.
En aquel punto se hallaba el pueblo de Villamar, situado junto a un río tan caudaloso y turbulento en invierno, como pobre y estadizo en verano. Los alrededores bien cultivados, presentaban de lejos el aspecto de un tablero de damas, en cuyos cuadros variaba de mil modos el color verde; aquí, el amarillento de la vid aún cubierta de follaje; allí, el verde ceniciento de un olivar, o el verde esmeralda del trigo, que habían hecho brotar las lluvias de otoño; o el verde sombrío de las higueras; y todo esto dividido por el verde azulado de las pitas de los vallados. Por la boca del río cruzaban algunas lanchas pescadoras; del lado del convento, en una elevación, se alzaba una capilla; delante, una gran cruz, apoyada en una base piramidal de mampostería blanqueada; detrás había un recinto cubierto de cruces pintadas de negro. Este era el campo santo.
Delante de la cruz pendía un farol, siempre encendido; y la cruz, emblema de salvación, servía de faro a los marineros; como si el Señor hubiera querido hacer palpables sus parábolas a aquellos sencillos campesinos, del mismo modo que se hace diariamente palpable a los hombres de fe robusta y sumisa, dignos de aquella gracia.
No puede compararse este árido y uniforme paisaje con los valles de Suiza, con las orillas del Rin o con la costa de la isla de Wight. Sin embargo, hay una magia tan poderosa en las obras de la naturaleza, que ninguna carece de bellezas y atractivos; no hay en ellas un solo objeto desprovisto de interés, y si a veces faltan las palabras para explicar en qué consiste, la inteligencia lo comprende y el corazón lo siente.
Mientras Stein hacía estas reflexiones, vio que Momo salía de la hacienda en dirección al pueblo. Al ver a Stein, le propuso que le acompañase; este aceptó, y los dos se pusieron en camino en dirección al lugar.
El día estaba tan hermoso, que sólo podía compararse a un diamante de aguas exquisitas, de vivísimo esplendor y cuyo precio no aminora el más pequeño defecto. El alma y el oído reposaban suavemente en medio del silencio profundo de la naturaleza. En el azul turquí del cielo no se divisaba más que una nubecilla blanca, cuya perezosa inmovilidad la hacía semejante a una odalisca, ceñida de velos de gasa y muellemente recostada en su otomana azul.
Pronto llegaron a la colina próxima al pueblo, en que estaban la cruz y la capilla.
La subida de la cuesta, aunque corta y poco empinada, había agotado las fuerzas aún no restablecidas de Stein. Quiso descansar un rato y se puso a examinar aquel lugar.
Acercóse al cementerio. Estaba tan verde y tan florido, como si hubiera querido apartar de la muerte el horror que inspira. Las cruces estaban ceñidas de vistosas enredaderas, en cuyas ramas revoloteaban los pajarillos, cantando: ¡Descansa en paz! Nadie habría creído que aquella fuese la mansión de los muertos, si en la entrada no se leyese esta inscripción: «Creo en la remisión de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable. Amén.» La capilla era un edificio cuadrado, estrecho y sencillo, cerrado con una reja y coronada su modesta media naranja por una cruz de hierro. La única entrada era una puertecita inmediata al altar.
En este había un gran cuadro pintado al óleo que representaba una de las caídas del Señor con la cruz. Detrás, la Virgen, San Juan y las tres Marías; al lado del Señor, los feroces soldados romanos. De puro vieja, había tomado esta pintura un tono tan oscuro, que era difícil discernir los objetos; pero aumentando al mismo tiempo el efecto de la profunda devoción que inspiraba su vista, sea porque la meditación y el espiritualismo se avienen mal con los colores chillones y relumbrantes, o sea por el sello de veneración que imprime el tiempo a las obras de arte, mayormente cuando representan objetos de devoción; que entonces parecen doblemente santificados por el culto de tantas generaciones. Todo pasa y todo muda en torno de esos piadosos monumentos; menos ellos, que permanecen sin haber