La gaviota. Fernán Caballero
sentada en una silla, remendaba una camisa de su marido. Sus dos niñas, Pepa y Paca, jugaban cerca de la madre. Eran dos lindas criaturas, de seis y ocho años de edad. El niño de pecho, encanastado en su andador, era el objeto de la diversión de otro chico de cinco años, hermano suyo, que se entretenía en enseñarle gracias que son muy a propósito para desarrollar la inteligencia, tan precoz en aquel país. Este muchacho era muy bonito, pero demasiado pequeño; con lo que Momo le hacía rabiar frecuentemente llamándolo Francisco de Anís, en lugar de Francisco de Asís, que era su verdadero nombre. Vestía un diminuto pantalón de tosco paño con chaqueta de lo mismo, cuyas reducidas dimensiones permitían a la camisa formar en torno de su cintura un pomposo buche, como que los pantalones estaban mal sostenidos por un solo tirante de orillo.
—Haz una vieja, Manolillo—decía Anís.
Y el chiquillo hacía un gracioso mohín, cerrando a medias los ojos, frunciendo los labios y bajando la cabeza.
—Manolillo, mata un morito.
Y el chiquillo abría tantos ojos, arrugaba las cejas, cerraba los puños y se ponía como una grana a fuerza de fincharse en actitud belicosa. Después Anís le tomaba las manos y las volvía y revolvía cantando:
¡Qué lindas manitas
que tengo yo!
¡Qué chicas! ¡Qué blancas!
¡Qué monas que son!
La tía María hilaba y el hermano Gabriel estaba haciendo espuertas con hojas secas de palmito.[10]
Un enorme y lanudo perro blanco, llamado Palomo, de la hermosa casta del perro pastor de Extremadura, dormía tendido cuan largo era, ocupando un gran espacio con sus membrudas patas y bien poblada cola, mientras que Morrongo, corpulento gato amarillo, privado desde su juventud de orejas y de rabo, dormía en el suelo, sobre un pedazo de la enagua de la tía María.
Stein, Momo y Manuel llegaron al mismo tiempo por diversos puntos. El último venía de rondar la hacienda, en ejercicio de sus funciones de guarda; traía en una mano la escopeta y en otra tres perdices y dos conejos.
Los muchachos corrieron hacia Momo, quien de un golpe vació las alforjas, y de ellas salieron, como de un cuerno de la Abundancia, largas cáfilas de frutas de invierno, con las que se suele festejar en España la víspera de Todos Santos: nueces, castañas, granadas, batatas, etc.
—Si Marisalada nos trajera mañana algún pescado—dijo la mayor de las muchachas—, tendríamos jolgorio.
—Mañana—repuso la abuela—es día de Todos Santos; seguramente no saldrá a pescar el tío Pedro.
—Pues bien—dijo la chiquilla—, será pasado mañana.
—Tampoco se pesca el día de los Difuntos.
—¿Y por qué?—preguntó la niña.
—Porque sería profanar un día que la Iglesia consagra a las ánimas benditas: la prueba es que unos pescadores que fueron a pescar tal día como pasado mañana, cuando fueron a sacar las redes, se alegraron al sentir que pesaban mucho; pero en lugar de pescado, no había dentro más que calaveras. ¿No es verdad lo que digo, hermano Gabriel?
—¡Por supuesto! Yo no lo he visto; pero como si lo hubiera visto—dijo el hermano.
—¿Y por eso nos hacéis rezar tanto el día de Difuntos a la hora del Rosario?—preguntó la niña.
—Por eso mismo—respondió la abuela—. Es una costumbre santa, y Dios no quiere que la descuidemos. En prueba de ello, voy a contaros un ejemplo: Érase una vez un obispo, que no tenía mucho empeño en esta piadosa práctica y no exhortaba a los fieles a ella. Una noche soñó que veía un abismo espantoso, y en su orilla había un ángel que con una cadena de rosas blancas y encarnadas sacaba de adentro a una mujer hermosa, desgreñada y llorosa. Cuando se vio fuera de aquellas tinieblas, la mujer, cubierta de resplandor, echó a volar hacia el cielo. Al día siguiente el obispo quiso tener una explicación del sueño y pidió a Dios que le iluminase. Fuese a la iglesia y lo primero que vieron sus ojos fue un niño hincado de rodillas y rezando el rosario sobre la sepultura de su madre.
—¿Acaso no sabías eso, chiquilla?—decía Pepa a su hermana—. Pues mira tú que había un zagalillo que era un bendito y muy amigo de rezar: había también en el Purgatorio un alma más deseosa de ver a Dios que ninguna. Y viendo al zagalillo rezar tan de corazón, se fue a él y le dijo: «¿Me das lo que has rezado?» «Tómalo», dijo el muchacho; y el alma se lo presentó a Dios y entró en la gloria de sopetón. ¡Mira tú si sirve el rezo para con Dios!
—Ciertamente—dijo Manuel—, no hay cosa más justa que pedir a Dios por los difuntos; y yo me acuerdo de un cofrade de las ánimas, que estaba una vez pidiendo por ellas a la puerta de una capilla y diciendo a gritos: «El que eche una peseta en esta bandeja, saca un alma del Purgatorio.» Pasó un chusco y, habiendo echado la peseta, preguntó: «Diga usted, hermano, ¿cree usted que ya está el alma fuera?» «Qué duda tiene», repuso el hermano. «Pues entonces—dijo el otro—, recojo mi peseta, que no será tan boba ella que se vuelva a entrar.»
—Bien puede usted asegurar, don Federico—dijo la tía María—, que no hay asunto para el cual no tenga mi hijo, venga a pelo o no venga, un cuento, chascarrillo o cuchufleta.
En este momento se entraba don Modesto por el patio, tan erguido, tan grave, como cuando se presentó a Stein en la salida del pueblo, sin más diferencia que llevar colgada de su bastón una gran pescada[11] envuelta en hojas de col.
—¡El comendante!, ¡el comendante!—gritaron todos los presentes.
—¿Viene usted de su castillo de San Cristóbal?—preguntó Manuel a don Modesto, después de los primeros cumplidos y de haberle convidado a sentarse en el apoyo, que también servía de asiento a Stein—. Bien podía usted empeñarse con mi madre, que es tan buena cristiana, para que rogase al Santo Bendito que reedificase las paredes del fuerte, al revés de lo que hizo Josué con las del otro.
—Otras cosas de más entidad tengo que pedirle al santo—respondió la abuela.
—Por cierto—dijo fray Gabriel—, que la tía María tiene que pedir al santo cosas de más entidad que reedificar las paredes del castillo. Mejor sería pedirle que rehabilitase el convento.
Don Modesto, al oír estas palabras, se volvió con gesto severo hacia el hermano, el cual, visto este movimiento, se metió detrás de la tía María, encogiéndose de tal manera que casi desapareció de la vista de los concurrentes.
—Por lo que veo—prosiguió el veterano—, el hermano Gabriel no pertenece a la Iglesia militante. ¿No se acuerda usted de que los judíos, antes de edificar el templo, habían conquistado la tierra prometida, espada en mano? ¿Habría iglesias y sacerdotes en la Tierra Santa si los cruzados no se hubieran apoderado de ella lanza en ristre?
—Pero ¿por qué?—dijo entonces Stein, con la sana intención de distraer de aquel asunto al Comandante, cuya bilis empezaba a exaltarse.
—Eso no importa—contestó Manuel—, ni reparan en ello las ancianas, sino aquella que le pedía a Dios sacar la lotería, y habiéndole preguntado uno si había echado, respondió: «¿Pues si hubiese echado, dónde estaría el milagro?»
—Lo cierto es—opinó Modesto—que yo quedaría muy agradecido al santo si tuviese a bien inspirar al Gobierno el pensamiento laudable de rehabilitar el fuerte.
—De reedificarlo, querrá usted decir—repuso Manuel—; pero cuidado con arrepentirse después, como le sucedió a una devota del santo, la cual tenía una hija tan fea, tan tonta y tan para nada, que no pudo hallar un desesperado que quisiese cargar con ella. Apurada la pobre mujer, pasaba los días hincada delante del Santo Bendito, pidiéndole un novio para su hija: en fin, se presentó uno, y no es ponderable la alegría de la madre; pero no duró mucho, porque salió tan malo, y trataba tan mal a su mujer y a su suegra,