La llamada (de la) Nueva Era. Vicente Merlo

La llamada (de la) Nueva Era - Vicente Merlo


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y hermeneutas y, sobre todo, me interesé por el campo de la filosofía práctica a partir de la ética dialógica o discursiva, así como por la entonces en auge postmodernidad filosófica

      Pero no es mi intención demorarme ahora en ellos. Quiero pasar ya a la faceta que más me interesa y que ha ido marcando cada vez más –desde los últimos años de estudiante en la Facultad de Filosofía– mi pensamiento y mi vida. Junto a la formación filosófica académica occidental a la que antes hacía referencia, hay que destacar y pasar a primer plano mi formación o mi búsqueda espiritual y esotérica. Cobra sentido relacionar esto con mi (relativa) fascinación por Oriente, pues, como se verá, buena parte de las influencias más significativas poseen la fragancia oriental (Merlo, 2002). Distingo –sin separar– entre “espiritualidad” y “esoterismo,” ya que en el caso de algunas figuras debe diferenciarse, si bien, en última instancia, mi actitud personal es tratar de unir ambas tendencias y proponer una “espiritualidad esotérica”. En el desarrollo de las páginas siguientes se irá clarificando el sentido de ambos términos. De momento comencemos con un cierto orden cronológico que permite comprender mejor la evolución o al menos la transformación de mi pensamiento y mi vida. Mi vida intelectual que se gesta en los dos últimos años de bachillerato, pero comienza a dar sus primeros pasos balbuceantes en los primeros cursos de la Facultad de Filosofía en Valencia.

      La educación cristiana católica tradicional recibida, sin grandes entusiasmos ni convicciones, durante los dieciséis o diecisiete primeros años de mi vida, entra en crisis dos años antes de ingresar en la Universidad. Dos años de angustia religioso-existencial, en los que el pensamiento inicia la búsqueda de un camino de comprensión del sentido de las creencias y prácticas religiosas. Asisto al despertar del pensamiento crítico en mí; las dudas y el escepticismo, junto a la conciencia de la dificultad de desembarazarse de las creencias en las que uno ha sido alimentado, abundan y dominan la escena personal. Son los años de las primeras lecturas significativas.

      La entrada a la Facultad de Filosofía y Letras, para cursar la especialidad de Filosofía Pura, tras haber acariciado la idea de estudiar Psicología, y concretamente Psicoanálisis, supone un despertar y una iniciación a la vida intelectual. Los dos primeros años, de convulsiones políticas universitarias (estamos en los años 1973-1975), implican un despertar, por ósmosis, de la sensibilidad política y social, al mismo tiempo que una politización de la filosofía. Son los años del inevitable freudo-marxismo: H. Marcuse, W. Reich y la revolución sexual, S. Freud, K. Marx, E. Fromm, M. Harnecker, A. Schaff, Carlos Castilla del Pino, y un largo etcétera de textos que iban circulando entre los aprendices de filósofos que nos habíamos encontrado en esa Facultad, en esos años.

      Los intereses y hasta la preocupación religiosa o espiritual habían quedado enteramente abolidos. Filosofía, política y psicología son los tres temas que ocupaban entonces mi atención.

      Por esas mismas fechas discuto con mi hermano por sus recientes flirteos con la espiritualidad oriental, a través de Guru Maharaji, el joven hindú que con apenas 16 años lleva tiempo ya sorprendiendo a los auditorios masivos de la India, Estados Unidos y Europa hablando de meditación, de paz interior y del “Conocimiento” que otorga para la realización de todo ello. El escéptico en mí, alejado ya de toda creencia y práctica religiosa o espiritual, contempla con ignorante condescendencia a mi hermano, José, dos años mayor que yo, quien sin dejar sus pantalones acampanados, su larga melena y su amor por Bob Dylan y los Rolling Stones, creo que ha caído en manos de alguna secta con un guru jovenzuelo que le debe estar tomando el pelo. Pero, poco a poco, debo reconocer que veo a mi hermano más contento, más feliz, y sobre todo más centrado, más en paz, con más calma, sabiendo resolver o al menos afrontar los conflictos familiares intergeneracionales, con mayor acierto y serenidad. Asisto a una innegable transformación positiva y algo en mi interior, sin que mi mente intelectualizada más superficial cese en sus críticas, tiene que ir reconociendo que alguna cosa valiosa hay tras todo ello, aunque sean unas técnicas de meditación a las que luego se les añada una parafernalia espiritualoide.

      En fin, por ese primer toque, esa primera grieta en mi muralla materialista e intelectualista te estaré siempre reconocido y agradecido, hermano.

      Son los años en que leí por primera vez el Dhammapada y la Bhagavadgîtâ, La República de Platón y otros textos. Y sobre todo, sobre todo, supuso el descubrimiento de la obra de Blavatsky, de A. Besant, de Leadbeater, de Jinarajadasa, la concepción teosófica, en una palabra. Tras las lecturas introductorias iniciales: A. Powell, E. Schuré, A. Besant, C.W. Leadbeater, Yogi Ramacharaka, etc., bucée en La Doctrina Secreta de H.P. Blavatsky, la revelación fundacional del esoterismo moderno, así como, aunque en menor medida, en su otra gran obra, Isis sin velo.

      Las enseñanzas teosóficas habían calado en mí hasta tal punto que al terminar la carrera, como tema de mi tesina elegí Platón y la filosofía esotérica, donde esto último significaba Blavatsky y la teosofía. Fue el momento de leer y estudiar despacio tanto a Platón como La Doctrina Secreta. Desde entonces me acompaña la firme convicción de la existencia de una Fraternidad Espiritual formada por Iniciados y Maestros de Sabiduría y Compasión. La vida cobra un nuevo sentido desde esta concepción esotérica. Todo ello se profundizaría más tarde con la inmersión en lo que llegó a ser una de las dos enseñanzas que más iban a influirme, las enseñanzas de A. Bailey, recibidas del Maestro D.K. (Djwal Kul), el Tibetano. El descubrimiento de sus libros y mi ingreso en la Escuela Arcana (escuela esotérica fundada por A. Bailey), se produciría algo más tarde. Poco antes acaece otra de las influencias significativas: la iniciación en la Meditación Trascendental de Maharishi Mahesh Yogi

      Mi llamada a la meditación oriental encontró pronto dos cauces por los que discurrir: uno de ellos es, justamente, la Meditación Trascendental popularizada por Maharishi Mahesh Yogi, sobre todo a través de la publicidad que los Beatles le habían hecho en su momento. Todo comenzó con una sencilla ceremonia y con la transmisión del mantra correspondiente y de la técnica de meditación, sin necesidad de adoptar posturas yóguicas ajenas a la mayoría de los occidentales. Los estudios científicos sobre la meditación, que habían sido impulsados por la Universidad de Maharishi en Ginebra, así como su adaptación a las costumbres occidentales, le daban un aspecto atractivo y moderno. De esta manera me inicié en la meditación. No recuerdo, no obstante, grandes experiencias, aunque fui adoptando el hábito de meditar diariamente, sobre todo al principio. Quizás el mantra, cuando no los pensamientos, estaba demasiado presente y el vacío permanecía subyacente sin ser descubierto.

      El segundo cauce a través del cual discurrieron mis primeras meditaciones fue el ofrecido por el Centro Aurobindo de Valencia, y concretamente por la persona que lo fundó y lo dirigía, Manuel Palomar. Podemos hablar en este caso de rajayoga, el yoga de Patañjali, yoga de la mente, en el que la concentración y la meditación desempeñan un importante papel. Manuel llamaba a su centro “Centro Aurobindo,” pues dicho yogui le había impactado especialmente, al leer sus obras, La vida divina, La Síntesis del yoga, etc., aunque no hay ninguna relación con el âshram de Sri Aurobindo en Pondicherry ni con la Fundación Sri Aurobindo de Barcelona, instituciones ambas que me sería dado conocer años después. No obstante, en dicho centro fue cuajando un grupito de buscadores que fuimos guiados por el propio Manuel hacia las que se convertirían en dos influencias mayores para casi todos nosotros y en cualquier caso, sin duda, para mí: la obra de A. Bailey, por una parte, y los cursos y los libros de Antonio Blay, por otra.

      En fin, con Manuel Palomar, además de todo lo anterior, realicé mi primer viaje a la India y sobre todo, pues fue lo más significativo del viaje, al âshram de Sri Aurobindo en Pondicherry. La huella más hermosa de esos dos meses en la India (yo debería tener unos 25 años, allá por 1980) fue nuestra breve estancia en Pondicherry. Recuerdo que en la revista Solar escribí un artículo sobre la paz sentida en el samâdhi de Sri Aurobindo y Madre. Quizás desde entonces quedó sembrada en mi alma la semilla que me haría volver a Pondy al cabo de unos siete años, para residir allí casi dos y recibir la influencia más importante de mi vida. Por lo demás, en esa ocasión, los tres que viajamos juntos a la India, Manuel, Pepe Muñoz (entonces profesor de Sociología de la Facultad de Filosofía) y yo, volvimos diciendo


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