LS6. Mario Crespo

LS6 - Mario Crespo


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más de las nueve y media y el cuerpo me pide café. Antes de llegar a Albion me meto en una de esas macrolibrerías con cafetería y me tomo un capuchino mientras hojeo el diario deportivo. El Liverpool se verá las caras con el Chelsea en los cuartos de final de la Champions.

      5

      Entro en la oficina de empleo y me siento en uno de los pocos sitios libres de la sala de espera. Al lado de una anciana de pelo gris. Parece inquieta, nerviosa. Sé que de un momento a otro encontrará cualquier comentario banal o cualquier pregunta que inicie una conversación. Tamborilea con sus dedos uno de sus muslos mientras me mira de hito en hito. Se nota que le apetece hablar; tiene pinta de estar sola. Yo prefiero continuar en este estado de aislamiento hasta que me toque el turno.

      —¿Usted sabe lo que es el sistema Speenhamland, joven? —me dice.

      —No.

      —Es difícil de pronunciar ¿verdad?

      —Sí, bastante.

      —Es un subsidio creado en 1795 para las personas que, aun trabajando, no llegan a un salario mínimo para poder vivir.

      —Yo ni si quiera trabajo, señora.

      —¿Sabe?, joven, el sistema Speenhamland, es el truco de este país. Si dan estas ayudas es porque les interesa que haya gente que las cobre, o sea, que haya muchos salarios bajos.

      No sé cuánto tiempo podré soportar a la vieja, me está poniendo nervioso con sus ganas de arreglar el mundo. Me encanta la economía, leo periódicos color sepia y sueño con tener mi propio negocio, pero hoy no tengo ganas de hablar con desconocidos. El cartel luminoso indica por fin mi número. He tenido suerte, la última vez tuve que esperar más de media hora. Al llegar a la puerta coincido con una mulata que, con muy malos modos, me dice que es su turno. Chándal rosa, aros de oro macizo y zapatillas de muelles, a juego con la gorra, la delatan: se trata de una scally, una chav. Una choni, traducido al argot español.

      —¿Todo bien, cariño? —dice un pelirrojo de casi dos metros que tiene un niño en brazos.

      —Este idiota dice que tiene el mismo número que yo.

      El pelirrojo deja al niño en la silla y alcanza nuestra altura con dos zancadas de metro y medio. Me pide por favor que le enseñe el número. 66, le digo mostrándoselo. La scally también tiene el 66. Me lo enseña mientras mira de reojo a su hijo. Noto un golpe en el cuello, se me nubla la vista y me veo obligado a agacharme. La mano del pelirrojo es enorme, la veo amenazante a centímetros de mi cara. Después me da otra colleja y me dice que aún me queda un rato. Tira el papel al suelo con desprecio y este cae en la posición adecuada. Es el 99.

      Hay cinco puertas para treinta y tres números. Veinte minutos de espera. El único asiento vacío está al lado de la anciana, así que decido salir a fumar un cigarro. En la calle me encuentro con Jesús, un asturiano con quien trabajé en el restaurante. Vendía botes de spray a los raperos y se sacaba un dinerillo. Ahora solo se dedica a los negocios ilícitos. Me dice que si estoy desempleado puedo dejar mi habitación e irme a vivir con él a una casa ocupa. En Inglaterra la ocupación está permitida. Me ofrece un cigarro y me comenta que le llame más tarde, así podrá enseñarme el chambre. Fumamos en silencio y medito sobre el tema hasta que al cigarro no le queda más que el filtro. Finalmente resuelvo que no es una buena época para pagar los impuestos de un alojamiento legal. De modo que le pido a Jesús que no se vaya y llamo a mi casera para comunicarle que voy a dejar la habitación. Dice que tengo una semana para recoger mis cosas y recuperar la fianza. Es una persona que me genera sentimientos encontrados: la admiro y la detesto al mismo tiempo. Siempre me han gustado las maduritas, pero esta es demasiado guapa para mi nivel. Va mucho a España y conoce bien nuestra cultura. A esta hay que trabajársela. Por eso me gusta. Por eso me ignora.

      Jesús está de acuerdo en recibirme en la casa ocupa dentro de una hora. Nos despedimos con un choque de palmas.

      6

      Cuando regreso a la sala de espera la anciana ya no está. Están en el número 101. Intento colarme por delante del usuario que lleva ese número y estoy a punto de verme envuelto en otro altercado similar al anterior. No se trata de un scally, pero las arrugas de su frente y las facciones de su cara me dicen que es un tipo duro, un mal enemigo. Le dejo pasar y salgo del Job Centre sin resolver nada.

      Para mí Inglaterra significaba fútbol, rugby, hooligans. Para mí Inglaterra era Boby Charlton, Paul Gascoine, el Manchester United. Algo lejano que solo podía ver por televisión. A veces recuerdo cómo afronté mi metamorfosis. Saber dónde está tu lugar no resulta fácil. Pero si lo encuentras debes advertirlo a tiempo. De otro modo, te arrepentirás toda la vida y querrás volver a la estación donde no cogiste aquel tren. Hace unos meses me di cuenta de que este país es mi sitio. Mi destino. Tengo una teoría sobre los españoles que decidimos establecernos en Inglaterra: somos tipos raros, introvertidos, buscamos empezar siempre de cero, huimos sin saber muy bien de qué o de quién y no echamos de menos el sol, ni tampoco los platos de cuchara. Me encanta este país hasta cuando todo sale mal.

      Hay días en los que todo se lía, todo sucede al mismo tiempo, todo confluye en un mismo punto. Y tienes que elegir. Aunque dudo por un instante si el trabajo es más prioritario que la vivienda, decido encargarme de lo relativo a esta. Dejo atrás el Job Centre y pongo rumbo a la casa ocupa. Quiero ver la habitación, cerrar el asunto con Jesús y empezar a llevar mis cosas cuanto antes. Comienza a llover y yo, sin saber muy bien por qué, me acuerdo del título de una película: Aguirre, la cólera de Dios. No la he visto, pero me hace gracia el uso de la coma, esa coma después de Aguirre. ¿Quién sería ese Aguirre? Asocio el título con su cartel, que me recuerda al de La misión, y me veo a mí mismo como el personaje de Jeremy Irons: intentando conquistar un nuevo mundo.

      Subo a toda prisa por Woodhouse Lane pisando todos los charcos del camino. Un problema menor a pesar de que calzo un modelo de Munich por el que he pagado más de cien libras. Deben de ser las once de la mañana. Mi móvil se ha quedado sin batería y no puedo mirar la hora. ¡Vaya día! En la calle no hay ni un alma. Aunque tampoco podría verla: todo es tan gris...

      Hyde Park es un pequeño parque. Bueno, en realidad, comparado con los españoles, debería denominarlo un gran parque. Es el típico jardín inglés; un espacio abierto y natural sin cemento ni columpios. En este país, en cuanto salen tres rayos de sol la gente invade los jardines. El verde se cubre con el rosado de las pieles sajonas y el cielo se llena de humo de barbacoa. Huele a salchicha industrial, a campo, a frescor, a marihuana.

      El parque está al lado del campus universitario de Leeds. Aquí la población estudiantil es casi tan numerosa como la paquistaní que, un poco más abajo, en la zona de la Gran Mezquita, perfuma el barrio con especias. Llego a Hyde Park empapado, cruzo la explanada en diagonal, bajo por una de las calles en pendiente y, unos metros más adelante, veo la casa ocupa. Es una antigua residencia estudiantil. La valla y la puerta están abiertas. Ni hay timbre ni tiene sentido que llame, así que decido entrar. El ladrido de un perro y el tufillo de la marihuana me guían por los pasillos. Alcanzo el salón y encuentro a un rastafari pelirrojo tirado en uno de los sofás. Supongo que la habitación del asturiano estará en las plantas superiores. Cuando me giro para reemprender la marcha, veo a Jesús detrás de mí. Además de asustarme, me dedica una media sonrisa que no sé cómo interpretar. Subimos arriba y me enseña la que será mi habitación. Cama y armario son los únicos bienes muebles presentes.

      —¿Tú crees en la libertad? —me espeta sin venir a cuento.

      —¿En la libertad? Sí, claro, pero no sé muy bien a qué te refieres.

      —Pues a la libertad total. No ceñirse a ninguna norma, regla, creencia, dogma o imposición socio-cultural. A la conquista del verdadero intelecto, del libre pensamiento, ese que te permite hacer todo y experimentar con todo.

      —Una cosa es la teoría y otra bien distinta es la práctica. Puedes ser libre a nivel de pensamiento, pero si estás dentro de este sistema... De hecho, tú mismo tienes que trabajar legalmente de vez en cuando. Para ser totalmente libre tendrías que vivir como un


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