LS6. Mario Crespo
y emocional. Eso es lo que le contaron. Y durante un tiempo se lo creyó. Perder la virginidad, tener un estatus, ver crecer a sus hijos. Eran otros tiempos. Julianne no podía recordar si fue feliz, pero sí sabía que el recuerdo de aquella época era la única felicidad a la que podía agarrarse. Luego llegó la vida, la de verdad, la que aparece un día y te espeta: hola, yo soy la vida y ya veré cómo te trato, pero sea como fuere tendrás que aguantarme. Y entonces se dio cuenta de la verdadera realidad, de que ya no podía volver atrás en un DeLorean, de que hay un momento preciso para hacer ciertas cosas, de que no se había adaptado a un tiempo que se estaba agotando. Y temblaba, y pensaba que no le importaría estar con su marido, otra vez.
Año 1983. Gran Bretaña está envuelta en una guerra con Argentina. Las Malvinas para unos, las Falklands para otros y las Fucklands para los más críticos. La Thatcher, la reconversión, las grandes huelgas, los disturbios, la emigración, el paro. Inglaterra vivía una de las épocas más turbulentas de su historia en medio de un proceso de metamorfosis cuyas consecuencias a largo plazo eran aún desconocidas. Julianne fue una de las primeras personas en conocerlas, y en sufrirlas. Su marido, un sargento del ejército británico, fue uno de los caídos en combate. El mayor de sus hijos, que tenía por entonces catorce años, se había rebelado contra la ley marcial de su padre convirtiéndose en un yob; un gamberro quinceañero dispuesto a enfrentarse al mundo. El pequeño, que tenía diez, apuntaba los primeros síntomas de una especie de autismo. Julianne estaba acostumbrada a gestionar los problemas de su casa, pero no sabía tomar decisiones. La situación le desbordó y cuatro años después de la muerte de su marido, sus hijos se fueron a vivir a Londres. El mayor para trabajar y el pequeño para estudiar. Nunca más volvieron a residir en Leeds.
La primavera llegó sin luz, pero Julianne se levantó con fuerza. Había descansado bien. Por la noche estuvo en su espacio cero, a solas con la reflexión. Y se durmió tranquila. No pensaba en sí misma, sino en toda la sociedad, en el sistema. Cuando uno llega a cierta edad, cuando se viene de vuelta, muchas cosas se dan por asumidas. Miras atrás y rememoras cómo afrontabas antes esos mismos problemas. Y te ríes. Te ríes de ti mismo, de la vida, de lo fugaz que es todo en el tiempo perdido. Las canas no han de ser una carga, se pueden asumir con dignidad, con estilo, con la misma coquetería que hace treinta años. Pero la degeneración no es tan fácil de aceptar. Julianne tenía cita en la peluquería a primera hora de la mañana. Una chica de ascendencia caboverdiana, Marisa, le cardaba el pelo como si fuera una estrella de Hollywood. Se sentía digna, segura, llena de autoestima. No sabía cuál era su objetivo en lo que le restaba de vida, pero sí sabía que quería vivirla, que no estaba dispuesta a perder más tiempo.
2
Para aprovechar el tiempo hay que dejarse llevar. Julianne no tenía mucho que hacer, pero sin dinero su atadura a la monotonía era aún mayor. Le hubiera gustado viajar, conocer el condado de Cornwall, Kent, Gales. Le hubiera gustado visitar a sus hijos más a menudo, pasear por Oxford Street, sentarse en Picadilly, cenar cerca del Támesis. Pero no tenía ni para pagar el abono transporte. Los viernes tomaba café con otras viudas, otras receptoras de subsidios bajos, otras abanderadas de la frustración. Cada vez le aburrían más. Pero la soledad era aún peor que el tedio.
Julianne era simpática y afable. Conversaba con cualquiera que estuviese a su lado en la parada de autobús, en la cola del supermercado, en la tienda de la esquina. Marisa era dicharachera. Un peluquero no solo tiene que hacer bien su trabajo técnico, sino también el psicológico. Tenía pasaporte británico, pero estaba muy arraigada a la cultura de sus ancestros. Le hablaba de los Orishas y de los ritos africanos, le hablaba del alma, de sacar la energía que llevamos dentro. A Julianne le interesaba mucho el tema y la escuchaba con atención.
—Estás guapísima, Julianne —dijo Marisa.
—Ya no estoy para piropos, cielo. Fue cumplir los cuarenta y convertirme en invisible a los ojos de los hombres.
—Espera a salir a la calle y me lo dices.
—Ay —suspiró—, no andaré mucho por la calle. Tengo que ir al Job Centre a arreglar la mejora de mi pensión. Este año hay mucho desempleo, requiere horas de espera.
—Espérame, te acompaño.
Julianne la miró sorprendida.
—Voy a fumar un cigarro —aclaró la peluquera.
Un joven con apariencia latina se sentó a su lado en la sala de espera del Job Centre. Los jóvenes saben mucho de tecnología, de moda, de música moderna, de Internet, pero desconocen las trampas que el sistema les tiende a diario.
—¿Usted sabe lo que es el sistema Speenhamland, joven?
—No.
—Es difícil de pronunciar ¿verdad?
—Sí, bastante.
—Es un subsidio creado en 1795 para las personas que, aun trabajando, no llegan a un salario mínimo para poder vivir.
—Yo ni si quiera trabajo, señora.
—Sabe, joven, el sistema Speenhamland, es el truco de este país. Si dan estas ayudas es porque les interesa que haya gente que las cobre, o sea, que haya muchos salarios bajos.
No parecía muy simpático para ser mediterráneo. Se intentó colar a una pareja de macarras y se llevó dos collejas. Por su descortesía para con Julianne se podría decir que hasta merecidas, pero después de ver su estampa en el suelo, agachado, doblado sobre su estómago, dominado como un pelele que amenizaba las horas de espera, nadie podía decir que se las mereciera. En cuestión de segundos el público de la función, soberano, pasó el papel de villano al inglés pelirrojo. Fue como una representación de la vida misma, fue literatura dramática. Y los espectadores implicados, juzgando a los personajes, controlando la situación desde fuera, sin mojarse. Julianne dudó por unos instantes si debía intervenir, pero detener aquella obra teatral hubiera sido una manera de enfrentarse al público. Julianne sabía de qué iba esto: siempre quiso ser actriz. De teatro. Le encantaba el cine, pero ella solo quería actuar de manera lineal, con la magia de Bertolt Brecht guiando sus pasos. Abandonó el arte dramático cuando nació su primer hijo. Nunca más retomó sus estudios, nunca más se subió a un escenario, nunca tuvo una frustración mayor que esa.
3
Un despacho con amplios ventanales por los que no entraba luz era el destino que había estado esperando durante la última hora. El cielo amenazaba lluvia y Julianne no había llevado paraguas. Aunque una pulmonía podría obligarla a reprimir esas ansias de actividad que le había traído marzo, el taxi era un gasto que no entraba en su presupuesto. Al otro lado de la mesa, un hombre corpulento con la cabeza afeitada para disimular su calvicie le recibía con la típica sonrisa flemática inglesa. Ese esbozo de cortesía que analizado significa: Hola, tengo un mal día, no me toque las narices.
—Bonito despacho.
—Gracias —respondió el hombre con la misma sonrisa flemática.
—He traído toda la documentación para la mejora de mi pensión.
—¡Ajá! Es usted la Señora Redgrave, ¿verdad?
—Así es. Casi no puedo subsistir, ¿sabe?
—Maldita crisis, nos afecta a todos... no se crea.
—No sé... los dueños de esos coches de lujo que aparcan en The Headrow no parecen muy molestos.
—También tienen más gastos.
—Ellos tienen muchas formas de conseguir dinero, yo no. Puede que el ochenta por ciento de la población sea de clase media, pero dentro de esta siguen existiendo las clases sociales. Y yo pertenezco a la más baja.
—Verá, señora Redgrave, usted no ha cotizado en toda su vida. Es normal que, al quedarse sola, no tenga derecho a grandes retribuciones. ¿No tiene usted hijos?
—Viven en Londres, pero no tengo dinero ni para el pasaje de tren.
—Bien, ya he adjuntado su documentación. En menos