Plácido. Francisco Campos Coello
atraviesa la península, llega a Barium,24 en las orillas del Adriático, y corriendo paralelamente a aquella orilla pasa por Brundusium,25 y va a terminar en el extremo oriental de la península de Lapygia.26
Dos hombres se dirigen por aquella vía en una elegante litera27 conducida por esclavos. El uno podrá tener cincuenta años: su frente espaciosa revela una poderosa inteligencia, y en el brillo de sus ojos hay algo que fascina. Es el romano de pura raza, cuya vida ha pasado en los campos de batalla, al frente de valientes cohortes:28 alma noble encerrada en un cuerpo donde circula sangre noble también. El otro es un joven de diez y nueve años, dulce y simpática fisonomía, pero músculos de acero y corazón de oro.
—Y bien, noble Fabio —dijo el más joven—, vos que os encontrabais en el sitio de Jerusalén cuando las legiones romanas, bajo las órdenes de nuestro magnífico emperador, se apoderaron de aquella joya de Oriente, ¿podréis decirme si es cierto lo que se refiere acerca de ese fabuloso sitio? ¿No hay exageración en lo que se dice respecto de las horribles matanzas que hubo allí, del hambre espantosa que diezmó a los judíos?
—Todo es cierto, mi querido Plinio; allí estuve, y lo vi. ¡Ojalá no lo recordara! Un hecho solo os referiré, que pasó delante de mí, y me persigue hasta hoy, como una monstruosa pesadilla. Oídlo, que tenemos aun tiempo, pues Capua está distante.
Había muy próxima a Jerusalén una humilde choza, cercada también por nuestro campamento. Siempre estaba sola, y nuestros soldados no pudieron encontrar jamás en su pequeño recinto el menor vestigio de habitantes. Pero una noche, después de una lluvia espantosa, acerté a pasar por allí y oí un pequeño ruido. Me acerqué, y empujando la mal entornada puerta, pude distinguir un bulto informe que cayó de rodillas delante de mí. Hice fuego, reuní algunas débiles ramas y formé una especie de antorcha, a cuya luz vacilante recorrí de nuevo la cabaña. En un ángulo yacía un ser humano, en un estado completo de postración. La luz de mi antorcha le hizo levantar la cabeza, y reconocí una mujer. Jamás había visto un ser más abandonado y miserable. Sus demacradas facciones, sus ojos hundidos, su espantosa palidez, revelaban sufrimientos inmensos; esa mujer era la encarnación de la miseria. Casi no podía moverse, tal era su abatimiento. Le hablé dulcemente, pero sus respuestas ininteligibles, no eran palabras: sonidos ahogados se escapaban de su oprimido pecho, semejantes al estertor de un moribundo. Observé, sin embargo, que entre sus harapos tenía oculto un objeto.
—¿Qué tienes allí? —le pregunté.29
La mujer se estremeció, y con voz cavernosa me dijo:
—¡Tengo hambre!
—Comerás —repliqué yo—; pero ¿qué guardas allí entre tus girones?
No contestó, pero escondió con más ahínco aquel objeto.
—¡Oh! yo lo sabré —continué yo, y adelantando, levanté el harapo que la cubría. La resistencia que hizo fue extraordinaria, para la extenuación en que se encontraba; mas, viendo que debía quedar vencida, lanzó un grito de angustia, y cayó desmayada.
Un objeto cayó al suelo. Acerqué mi hachón, y un estremecimiento corrió por mis venas: ¡era la pierna de un niño!
—¡Horror! —exclamó Plinio.
—¡Horror! sí, horror, porque aquella mujer, dominada por el furor del hambre, se convirtió en un ser antropófago: esa pierna estaba en parte roída por los dientes de aquella mujer; ¡y esa mujer era su madre!
—¡Su madre!
—El hambre ahogó los instintos del ser racional; el hambre venció a la ternura maternal, y el hambre puso bajo el diente voraz de la madre el palpitante miembro del hijo. Desde entonces tuve horror a la guerra; me pareció imposible que los dioses bendijeran un sitio que producía tan atroces resultados, y temblé por el porvenir.
—Sin embargo, triunfasteis.
—Algo misterioso fue todo eso. Yo no dudo que en esa victoria hubo la intervención de un poder superior. Si la explicación de aquel hecho no ha podido darse todavía, más tarde, creo, estoy persuadido, esa explicación será dada, ese problema será resuelto. Ese pueblo, amigo mío, ha cometido un gran crimen, de esos crímenes que dan por resultado el exterminio de toda una raza. No concibo cuál pueda ser, pero debe ser tan grande, que ha atraído la justa cólera de los dioses; nosotros no hemos sido sino el instrumento de sus venganzas.
—¿Y vos habíais estado en Jerusalén antes del sitio? ¿Conocéis la historia de aquel pueblo? ¿No podríais buscar en su pasado algo que os de una luz sobre su presente? —objetó Plinio.
—Allí he estado tres veces —contestó Fabio—. La última fue tres años antes de la toma de aquella ciudad. Convidado a comer en casa de un rabino, oí decir que la ruina de Jerusalén estaba ya anunciada, y que la muerte del Nazareno, a quien los judíos crucificaron desconociendo su misión divina, sería causa de la destrucción de la ingrata ciudad que le torturó cruelmente, y le hizo morir del modo más bárbaro y atroz. El rabino mismo no lo dudaba.
—¿Y vos lo creéis?
—El templo de Jerusalén ardió, y Jesús lo predijo —contestó Fabio.
—¿Tal vez os queréis convertir al cristianismo?
—Jesús predicó una moral purísima; su vida fue perfectamente santa; perdonó a los que le mataron, y cuando murió ocurrieron cosas portentosas. Jesús no era un hombre como vos y yo.
—¿Vos le conocisteis? —preguntó ávidamente Plinio.
—Jamás le vi: cuando fui por la primera vez a Jerusalén, ya había muerto. Asistí, sin embargo, muchos días después, al entierro de Miriam,30 la madre del Nazareno.
Me dirigía a la aldea de Getsemaní, cuando vi adelantar un cortejo fúnebre. Hombres venerables, envueltos en largas capas, traían sobre sus hombros un modesto ataúd. Sus voces graves se elevaban al cielo sonoras y armoniosas en un canto sublime. Multitud de pueblo seguía aquel cortejo, que más que fúnebre, parecía un paseo triunfal. Aquel espectáculo me conmovió: jamás habría creído que la muerte pudiera revestirse de tanto encanto.
Inclinéme respetuoso delante de ese grupo sagrado, y reconociendo entre los acompañantes a Dionisio, miembro del Areópago de Atenas,31 a quien amaba como a un hermano, me acerqué a él, y tendiéndole la mano, le dije:
—¿A quién habéis perdido, Dionisio? ¿Qué cadáver es aquel a quien tanto pueblo acompaña, cuya vista inspira respeto, y al que también acompaño, vencido por un irresistible poder, a su última morada?
Una lágrima brotó del párpado de Dionisio, y rodó lentamente por su mejilla.
—¡Oh Fabio! tú no puedes comprender la extensión de nuestra pérdida. Con ella todo era luz; ella era nuestro amparo y nuestra guía; hemos perdido a nuestra madre y protectora: la paloma de blancura sin mancha, ha tornado al cielo su patria.
—¿Y quién era ella?
—La madre del Salvador del mundo: la Santa Virgen Miriam.
—¿Sois pues, cristiano, Dionisio?
—Veinte y tres años ha —me contestó, elevando una mirada al cielo con expresión sublime—, murió un hombre en la cruz; las tinieblas envolvieron la tierra, y el mundo se desquició hasta su centro. Yo exclamé entonces en medio del Areópago asombrado: Aut Deus naturae patitur, aut mundi machina dissolvitur.32 El Dios de la naturaleza padecía entonces, y moría por el hombre rebelde. Desde entonces creí en Jesús, y le adoré como Dios. Aquellas tinieblas fueron para mí una luz inmensa, y guiado por esa luz, mi alma encontró la verdad. Fabio, soy cristiano.
Dionisio no habló más, y yo incorporándome al grupo sagrado, llegué con ellos al lugar de la sepultura. Depositóse el cuerpo con el mayor respeto en su lecho de piedra, y los fieles oraron largo tiempo sobre esa tumba.
Tres días después llegó Tomás, uno de los príncipes de la religión del Nazareno, según le llamaba Dionisio: