Plácido. Francisco Campos Coello

Plácido - Francisco Campos Coello


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ese cuerpo santo había ido a reunirse con el alma pura que le había animado, en la región de beatitud eterna reservada a los justos.

      —Todas vuestras palabras, amigo mío —observó Plinio—, revelan una inclinación decidida a la religión del Crucificado.

      —No lo dudes: en esa religión encuentro la verdadera filosofía, una lógica invencible unida a todas sus doctrinas; y muy poco me falta para declararme abiertamente a su favor.

      —¡Cuidado con una persecución nueva!

      —No la temería —contestó Fabio—: morir por la verdad es triunfar. En ese martirio habría el triunfo del espíritu sobre la materia, la lucha entre el dolor físico y el convencimiento moral; si el alma vence, nada más noble: allí la víctima se convierte en héroe.

      Dibujábanse en el horizonte las casas de la deliciosa Capua. Fabio preguntó a Plinio si quería permanecer algunas horas en aquella ciudad.

      —Imposible —respondió Plinio—. Debo verme lo más pronto con mi padre adoptivo, sea en Pompeya, o en la flota que manda en el mar.

      En este momento un ruido sordo, como el de un alud que se precipitara impetuoso en las profundidades de la tierra, hizo temblar la superficie.

      —¿Qué es esto? —se preguntaron pálidos los dos nobles romanos.

      —¡Huid! ¡El Vesubio arde, y las cenizas del volcán caen en este momento sobre la ciudad de Capua! —y desapareció.

      Plinio y Fabio aterrados no articularon palabra, mientras los esclavos detuvieron instintivamente su marcha, esperando el fatal desenlace de tan espantoso trastorno.

       II POMPEYA

      —¡Viva el vino de Chipre!

      —Hola, hermosa Tirsis, ¡tomad vuestra lira y hacednos oír los armoniosos acordes de vuestra voz divina! ¡Siga la fiesta! ¡Viva el placer!

      Y continuaban los brindis, y el néctar generoso circulaba en vasos de oro; y todo era dicha y contento en la casa del noble Calpurnio, en la noche del 24 de agosto del año 79 de la era cristiana. Lo más escogido de la nobleza de Pompeya celebraba el natalicio del poderoso romano.

      —¡Apolonio! —dijo un senador, casi ebrio, inclinando su cabeza—: ¡vamos, joven! tú que hoy comienzas tu vida pública, hoy que llenas tu noble misión, y has adquirido el nombramiento de procónsul, levanta tu voz en medio de nosotros, haznos oír bellos discursos que te inspirarán los dioses.

      Y Apolonio, levantando su copa de pie de ágata, llena de vino de Chio, dijo:

      A esta invitación, apareció un cortejo de esclavos llevando en sus manos las estatuas de oro, que fueron besadas por los nobles huéspedes de Calpurnio. La bella Tirsis puso al pie de la estatua la corona de flores que adornaba su cabeza.

      Los concurrentes aplaudieron estrepitosamente.

      —Noble Calpurnio —añadió Tirsis—, hacednos oír una de vuestras encantadoras historias.

      —Sea —dijo Calpurnio, enderezándose a medias en su lecho—; un deseo de mis nobles huéspedes es una orden para mí. Voy a referiros la triste historia que decidió mi suerte. En ella está encerrada la historia de mi vida. Yo era alegre y feliz; hoy soy desgraciado y triste: voy a revelaros el secreto de este cambio, porque presiento que esta es la última vez que nos veremos juntos.

      De repente, a aquellos ruidos mezclóse un confuso rumor de voces humanas: un canto cadencioso y solemne, compuesto de voces graves y armoniosas. Llegaba entonces al límite de la floresta: más allá seguía un grupo de encinas seculares. Al pie de una de esas encinas había un altar de césped; sobre él un toro blanco yacía muerto, y torrentes de sangre inundaban el altar. Multitud de hombres, separados en cinco grupos, rodeaban a una mujer que, de pie sobre un trípode, elevaba en su mano una hoz de oro. Su vestido rojo me hizo comprender que se hallaba en comunicación directa con la divinidad. Dominada por la inspiración, salían de su boca palabras entrecortadas y como esforzándose para lanzarlas a la multitud. Y todos aquellos hombres la escuchaban con religioso respeto, mientras elevaban con su mano izquierda hachones encendidos que iluminaban profusamente aquella escena.

      La luna apareció detrás de las nubes iluminando la selva con su angosto disco del cuarto día. Semejaba a una hoz de oro sujeta al firmamento. Entonces habló la vestal inspirada, mientras los druidas se ponían de rodillas.

      Yo me acerqué lo más que me fue posible. Temblaba de ser descubierto, pues siendo un profano no podía penetrar en el recinto sagrado. Si hubiera sido visto, mi muerte era segura. Sin embargo, la curiosidad me dominó, y arrastrándome como una serpiente a través de los intersticios de los árboles, seguido siempre de mi esclavo, que imitaba mis movimientos, pude situarme en un punto, desde donde podía verlo y oírlo todo. Entonces me detuve, y conteniendo mi respiración escuché el inspirado acento de la sacerdotisa.

      Su voz se perdió en un lúgubre gemido.


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