Pausa. Gerardo Castillo
a lo que no siempre resulta evidente. Es una invitación a escudriñar dentro de nuestra conciencia, tratando de dar sentido a cada una de las decisiones, y es ―a la vez― un reto a cuestionarnos si vale la pena seguir haciendo lo mismo, o debemos diseñar una nueva estrategia que nos permita mejorar nuestra actitud ante los eventos del día a día, y ante los momentos más comunes y aparentemente intrascendentes que compartimos con el núcleo principal de nuestra familia, y que impactan, de forma indiscutible, con la manera de socializar con nuestros más cercanos amigos y compañeros del interminable viaje al que llamamos “vida”.
En este contexto, Gerardo Castillo utiliza personajes imaginarios para colocarnos ante interesantes disyuntivas, y con ello iniciar lo que pudiera ser el inevitable encuentro con nuestra verdadera realidad, partiendo de un análisis profundo que nos pondrá de frente con la necesidad de realizar un diagnóstico objetivo de lo que hemos vivido, de lo que quisiéramos vivir y de lo que realmente estamos viviendo.
Desde el inicio de la novela, se nos presentan reflexiones que son verdaderos cuestionamientos existenciales, que llevarán al lector a reconsiderar los motivos de sus más trascendentes decisiones y a revisar objetivamente las implicaciones positivas y negativas derivadas de su actuar. Es un enfrentamiento con uno mismo, que abre la posibilidad de cambiar el rumbo de nuestra vida o reafirmar lo que consideremos positivo pero, de una manera o de otra, cualquier decisión que tomemos y vaya seguida de una acción, traerá como consecuencia lógica y natural un crecimiento personal que definirá, en parte, la calidad de vida que podremos concebir para el futuro.
La lectura del presente libro capta la atención desde las primeras líneas, y es a partir del capítulo IV que la novela se convierte en todo un reto para la superación personal, propiciando cuestionamientos acerca del significado de La Vida, la trascendencia de Las Actitudes, La Existencia ―o no― de un ser superior al que llamamos “Dios” y, sobre todo, el valor de tener claro un Propósito que nos ayude a dar soporte a las decisiones que seguirán impactando nuestra muy particular existencia.
Éste es un plausible documento literario que te invita a ser mejor, te lleva a reconsiderar tu realidad, te reta a seguir adelante con una renovada visión de lo importante y lo trascendente y, de forma eventual, te obligará a dejar de lado lo irrelevante. Es un libro de mucha profundidad conceptual, que hábilmente el autor plantea de manera simple y atractiva, con lo que capta la atención desde la primera línea, poniendo énfasis en los valores sociales, dando ejemplos claros y contundentes de lo que significa actuar con honestidad y dejando abierta la propuesta de ser mejores cada día, para luego plantearse la posibilidad de ayudar a mejorar, con nuestra manera de actuar, a los que forman parte de nuestro más estrecho círculo social.
Al leerlo te verás reflejado en la mayor parte de sus razonamientos vivenciales, y te resultará difícil sustraerte al gozo que representa la mejora sustancial del autoconocimiento.
Mis más sinceras felicitaciones para Gerardo Castillo, a quien considero mi amigo y de quien tanto he aprendido.
Raúl David Martínez
El momento de la reflexión
Aquella tarde regresé temprano de la oficina y, al llegar a casa, no había nadie. Por alguna razón, desde hace ya mucho tiempo, no he estado consciente de la dinámica de la casa en esas horas.
Hace ya casi 20 años que trabajo en la empresa, teníamos cinco años de casados cuando me contrataron y la economía parecía irse resolviendo con aquel ascenso. Cuando empecé a trabajar ahí, mis hijos Mary y Javier tendrían tres y un año y medio, respectivamente. Desde entonces enfoqué todos mis esfuerzos a no perder el trabajo, como había sucedido las veces anteriores; no era fácil conseguir dónde laborar, y menos en las condiciones que lo había logrado, con un excelente sueldo y un puesto que me otorgaba status y autoridad dentro y fuera de la compañía; así que las jornadas de trabajo se hicieron interminables, y me convertí en un elemento insustituible para la empresa.
Sin embargo, aquella tarde llegué temprano a la casa y la encontré vacía. Me dije a mí mismo una de las mentiras que nos decimos ―y nos creemos― todos: “Qué bueno que no hay nadie, así podré descansar a mis anchas”.
Por azares del destino, y quizá por el cansancio que me amodorraba en ese momento, me tiré en la sala y, tumbado en aquel sillón, oyendo música y degustando una copa de coñac, empecé a recordar.
Martha, la chica más guapa de la facultad, había sido la escogida para convertirse en mi esposa. Realmente no sé qué la conquistó, si mi apariencia de triunfador y mi aspecto físico, que en realidad no era para apantallar a nadie aunque, siendo honesto, “Verbo mata carita”, y soy de una charla agradable y envolvente; al enfocar todas mis baterías hacia Martha, ¡¡lo logré!! La convencí de que fuera mi novia, y empezó una excelente relación. Al paso del tiempo, y sin forzar mucho las situaciones, se fueron dando las cosas: mantuvimos el noviazgo y, dos años después de graduarnos, volvimos a participar en otra ceremonia: la del matrimonio.
Los augurios de felicidad y alegría, por parte de los amigos y familiares, para nuestra vida de casados… los regalos recibidos aquel sábado de junio de 1998… Tuve que hacer un esfuerzo mental para recordar exactamente el día, creo que fue el 20. En la actualidad, Martha es la que programa alguna fiesta o reunión con los amigos para celebrar la fecha y, como siempre la planea para el sábado más cercano, ya no sé cuál es la fecha real de nuestro aniversario. En otras ocasiones no hemos podido celebrarlo, porque ando de viaje o los compromisos con la empresa no me dejan hacer demasiada vida social con la familia, pero eso sí, cuando llegan visitas a la planta o me toca viajar a otras ciudades donde la empresa tiene sucursales, si “tengo que” hacer vida social, pues es parte de mi trabajo.
Volviendo a mis recuerdos, la boda que incluyó todos los elementos del rito, el vestido blanco de Martha, mi traje de gala (rentado, por supuesto), la fiesta, el pastel, los padrinos de anillos, de arras, de lazo, de álbum, de copas y otros más, inventados para poder cumplir con los compromisos con ambas familias, para que no se sintiera la tía Conchita, pues invéntale que es la madrina de cojines, y para que el tío Ramón se sintiera a gusto, apúntalo como padrino de… champagne, etcétera.
Apoltronado en el sillón, y en un ambiente muy agradable, los recuerdos me abrumaron y llegaron en cascada, amontonándose en mi cerebro: la “tornaboda” con el mariachi y todo, el viaje de luna de miel, el regreso a la primera casita de renta ―nuestro “nidito de amor”―, la apertura de los regalos, las miradas suspicaces de mi mamá y de mi suegra ―como que ya nos habían dado su anuencia para tener relaciones sexuales, aunque en realidad no la necesitábamos mucho, pues… ya se imaginarán.
Una vez terminada la luna de miel, y al enfrentarnos a la realidad, regresé a mi trabajo; Martha, en su afán de colaborar en el forjado de nuestro patrimonio, también continuó trabajando. Así, nuestra vida en pareja se fue haciendo muy interesante, ya no había que pedir permisos para asistir a una fiesta o a una “disco” ―antes los “antros” eran considerados como lugares de muy baja estofa―. Nos la pasábamos muy bien, felices y contentos; las visitas de cuando en cuando a las familias, los primeros pleitos al llegar la primera Navidad ―pues cada uno de nosotros quería pasar la Nochebuena con su respectiva familia―, y luego de interminables diálogos, que muchas de las veces terminaron en reproches hacia la familia política, llegamos al acuerdo de estar un rato en una casa y otro rato en la otra, con el resultado que no disfrutamos completamente ni en una ni en otra casa.
Continuamos la vida, y pronto nos acomodamos al nuevo estilo de vivir cada uno en su oficina, compartiendo los problemas que se viven a diario en las empresas. Un buen día me despidieron de mi trabajo, Martha se tuvo que hacer cargo de la economía de la casa, mientras yo buscaba un nuevo empleo que, afortunadamente, llegó pocos meses después.
La situación económica no ha sido muy estable y en esos años anduve cambiando de trabajo, en la búsqueda de mejorar cada vez el peldaño anterior, hasta que pude consolidar un empleo que, gracias a Dios, coincidió con el anuncio del embarazo de Martha. Una vez que llegó el momento del nacimiento, Martha