Pausa. Gerardo Castillo

Pausa - Gerardo Castillo


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una familia con los dos niños y toda una vida por delante. Se sucedieron los años y cada uno de nosotros asumió el rol que le tocaba desempeñar.

      La abnegada madre, el padre proveedor, los hijos en desarrollo y generando cada vez más necesidades que había que satisfacer; la ropa, el futuro kínder. Poco a poco se fueron espaciando nuestras “salidas” a divertirnos, pues ¿quién cuidaría de los niños? Así que nos adaptamos nuevamente a otro estilo de vida, nos dábamos nuestros espacios y yo cuidaba de los niños cuando Martha salía con sus amigas y cuando el trabajo de la oficina me lo permitía. Confieso que en muchas ocasiones fue el pretexto ideal para no estar con los niños y, veladamente, no permitir que Martha saliera a divertirse. Yo seguí teniendo miedo de que al ser tan independiente como había sido siempre, y al saberse capaz de generar ingresos a la familia, no fuera a suceder que quisiera cambiar de estilo de vida y, al cambiar éste, se modificaría el mío; así que me di a la tarea de buscar un nuevo empleo que le garantizara la tranquilidad de tener ciertas comodidades y que no tuviera la necesidad de buscar empleo.

      ¡Qué días aquellos! Teníamos todo el tiempo para estar en casa y disfrutar los ocurrencias de los niños, los adelantos en su crecimiento, el día de campo, enseñarlos a andar en bicicleta, ayudarlos a subir a un árbol, dos o tres caídas con raspones nada serios pero que permitían a Mary y a Javier demostrar sus capacidades de actuación, pues hacían un drama increíble que bien les hubiera valido un Oscar a la mejor actuación. Esos momentos además permitían que Martha o yo nos sintiéramos totalmente protectores y, de alguna manera, indispensables para lograr la tranquilidad y la felicidad de los niños. Como ésa, se daban muchas situaciones que reforzaban mi creencia de ser el superhombre que solucionaba, como por arte de magia, los problemas cotidianos, y que mis hijos y mi esposa veían en mí al héroe de fantasía que, con la sola presencia, da fortaleza y tranquilidad a los suyos.

      Sumido en mis recuerdos, no me había dado cuenta que ya eran más de las 9:00 de la noche y la casa seguía sola. No había movimiento, ni Martha ni “los niños”; al mencionarlos de esa manera me reí para mis adentros, a Mary ―de 20 años― y Javier ―de 18― no creo que les gustaría mucho la idea de ser llamados “niños”; sin embargo, la realidad de ese momento era que la casa seguía vacía y yo empecé a sentirme solo.

      Traté de acomodarme nuevamente en el sillón, pero ya no me sentía cómodo; la conciencia de estar solo y de que yo ya no era “indispensable” para la felicidad de mis hijos y de mi esposa me tenía inquieto. El hecho de estar en una casa que yo construí, en un sofá que yo compré, oyendo mi música en mi equipo, en mi sala… Empecé a observar alrededor todas las cosas que habíamos acumulado al paso de nuestra vida matrimonial. Inicié un “inventario” visual o, como decimos en la planta, “un diagnóstico situacional”.

      Sin duda la soledad es una de las situaciones que el ser humano trata de evitar a toda costa, por eso tienen tanto éxito los negocios que te introducen a un estado de ruido externo o de emociones fuertes que te hacen evadir la realidad que vives, aunque sea por medios “socialmente aceptados”, como los bares, los table dance, los sport bar, etc., donde encuentras la compañía que desees para que no alcances a hacerte consciente que vives otra realidad, lo cual no deja de ser una adicción, “socialmente aceptada”, por supuesto.

      Al llegar a este punto de “mi reflexión” recordé también un audio cassette, ¡imagínense lo antiguo!, con canciones añejas y realmente poco atractivas para escucharlas con los amigos o en una fiesta, por lo que se fue relegando hasta los rincones más oscuros del estéreo. Lo busqué y afortunadamente lo encontré, rogué a Dios que funcionara el reproductor de audio cassettes y me di la oportunidad de escuchar nuevamente aquellas melodías.

      El cantante era Alberto Cortés, y lo que yo andaba buscando era un poema, “El vino”; me pregunté si algo tenía que ver con la realidad de que casi siempre el vino está asociado a situaciones emocionales intensas: alegrías, tristezas, tragos amargos, momentos de euforia, pero cuando empecé a escuchar con atención el poema me surgieron nuevas interpretaciones y cuestionamientos sobre mi propia persona.

       “El vino”

       Sí señor, sí señor, El vino puede sacar Cosas que el hombre se calla Que deberían salir Cuando el hombre bebe agua

       Va buscando pecho adentro Por los silencios del alma Y les va poniendo voces Y los va haciendo palabras

       A veces saca una pena Que por ser pena, es amarga Sobre su palco de fuego La pone a bailar descalza

       Baila y bailando se crece Hasta que el vino se acaba Y entonces, vuelve la pena A ser silencio del alma

       Sí señor, El vino puede sacar Cosas que el hombre se calla. Cosas que queman por dentro Cosas que pudren el alma De los que bajan los ojos De los que esconden la cara

       El vino entonces libera La valentía encerrada, Y los disfraza de… machos Como por arte de magia

       Y entonces son... bravucones Hasta que el vino se acaba, Pues del matón al cobarde Sólo media la resaca

       Sí señor El vino puede sacar Cosas que el hombre se calla.

       Cambia el prisma de las cosas Cuando más les hace falta A los que llevan sus culpas Como una cruz a la espalda

       La impura se piensa pura Como cuando era muchacha Y el astado regatea La medida de su drama Y todo tiene colores de Castidad simulada Pues siempre acaba en el vino Los dos, en la misma cama

       Sí señor El vino puede sacar cosas Que el hombre se calla Pero, qué lindo es el vino El que se bebe en la casa Del que está limpio por fuera Y tiene brillando el alma

       Que nunca le tiembla el pulso Cuando pulsa una guitarra Que no le falta un amigo Ni noches para gastarlas

      

       Que cuando tiene un pecado Siempre se nota en su cara Que bebe el vino por vino Y bebe el agua... por agua

      Inmediatamente comencé a ponerle nombre y apellido a cada una de las situaciones que describe el poema, y mi compadre… era el bravucón, y el compañero de la planta era el que se iba de vago con las muchachas, el otro es el clásico llorón que nada más toma y ya está recordándole a todos su desgracia en la familia, en la planta y en todos lados y, por supuesto, “el que bebe el vino por vino y el agua por agua”, pues… era yo.

      Haciendo un acto de conciencia real, caí en la cuenta de que he pasado por todos los estados que plantea la lectura y que, desafortunadamente, las situaciones se van haciendo tan cotidianas que he empezado a verlas como normales; utilizo los mismos argumentos que mis hijos cuando les quiero refutar algo: “Qué tiene de malo”, “a mí nunca me va a pasar esto o aquello”, “soy capaz de cruzar el pantano sin manchar mi plumaje”, etc., etc.

      En ese momento recordé que tenía en mi mano una copa de coñac y volví a nombrar las situaciones del poema; sin duda, en muchas ocasiones no he tenido la congruencia de hacer lo que predico.

      La toma de conciencia de las situaciones descritas en el poema, y que después de la reflexión me caían como anillo al dedo, me hizo sentir incómodo y, como suele suceder, al momento de salir de la zona de confort, buscamos salidas alternas, salidas “socialmente aceptables” o mecanismos de defensa mental o afectiva que nos saquen de la zona de conflicto y nos faciliten el traslado a una nueva zona, sea de un conflicto menor o de otro tipo de confort.

      Tomé mi celular y le marqué a Martha. La fría grabación de la voz impersonal me inquietó aún más… “El teléfono celular al que está marcando está fuera del área de servicio…”. La simple frase escuchada, el ambiente de soledad en casa, el tiempo que había estado pensando en los recuerdos, mi conciencia de que no he sido últimamente el mejor esposo y padre, hizo revolucionar mi capacidad de imaginación, y en un momento llegué a miles de conclusiones; sin embargo, la razón tomó nuevamente las riendas y concluí: “A Martha


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