El Precio de un Pueblo. Tom Wells

El Precio de un Pueblo - Tom Wells


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de otra manera y decir que fue el acto de Dios. Dios nos reconcilió consigo mismo al enviar a su Hijo a la muerte. En palabras de Isaías: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (53:10). Podemos pensar en la reconciliación como la obra conjunta del Padre y del Hijo.

      La palabra reconciliación hace hincapié en el vínculo personal que tiene Dios con su pueblo. Usamos la palabra redención cuando pensamos en las cosas que nos sujetan a esclavitud, cosas como el pecado, Satanás y el sistema de justicia de Dios, de las que fuimos liberados. Pero la reconciliación nos recuerda que hubo un tiempo en que los hombres disfrutaron de la comunión con Dios, quien nos creó para tal comunión y amistad. Cristo vino al mundo para asegurarse de que la comunión y la amistad fueran restauradas entre el hombre y Dios. La actitud del Señor hacia su pueblo no es de mera tolerancia.

      La Biblia ilustra esta amistad con el acto de comer. Alguien ha llamado el evangelio de Lucas “El Evangelio de Jesús a la mesa”. A menudo lo encontramos comiendo con otros. Cuando sus críticos se burlaban de él por comer con los recaudadores de impuestos y los pecadores, no sabían que estaba reflejando el corazón del Padre. (En muchos casos los actos del Señor son parábolas para nosotros.) Ésta era su manera de decir: “¿Saben la clase de vínculo que mi Padre quiere establecer con ustedes? Es esta clase de vínculo, que lleva a dos amigos a sentarse a comer juntos.”

      Por eso se habla de “la cena de las bodas del Cordero” en el libro de Apocalipsis. Algunos piensan que esta “cena” es un único acontecimiento; otros lo ven como una ilustración de la eternidad. Pero en cualquier caso la verdad es la misma: la mejor imagen para describir la comunión y la amistad de las que disfrutarán Dios y Cristo es una cena compartida.

      Una cosa más. La reconciliación nos lleva a ser miembros de la familia de Dios y eso, a su vez, nos convierte en herederos suyos. Existen distintos grados de amistad, pero idealmente los amigos más cercanos los encontramos en la familia. Tenemos un refrán que dice: “la sangre es más espesa que el agua”, es decir, que siempre se puede contar con la familia cuando nos sobreviene una crisis. En esta vida, claro, esto no siempre es verdad, pero sí lo será en la eternidad, donde formaremos parte de una familia que no se basará en la sangre humana, sino en la sangre de Jesucristo.

      Cuando recibimos la reconciliación que Cristo compró en la cruz, recibimos también la base de todas las otras cosas buenas que Dios tiene preparadas para su pueblo. En un determinado momento se dijo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó (…) son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9). Pero este pasaje no es completamente cierto para nosotros puesto que seguidamente Pablo dice: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu” (2:10). Hoy podemos mirar la Palabra de Dios y ver nuestra herencia.

      Ahora bien, seguro que no la vemos en su totalidad. Sin duda hay mucho más de lo que nos podamos imaginar, pero la verdad es que nada sería nuestro si no nos hubiéramos reconciliado con Dios mediante la muerte de su Hijo. Toda la gloria, el honor y la alabanza de nuestra amistad con Dios pertenecen a Dios y al Cordero que hizo la paz entre Dios y el hombre al morir por los pecadores en la cruz del Calvario. No nos reconciliamos nosotros con Dios, sino que Dios nos reconcilió consigo mismo.

      Este capítulo nos trae la palabra que nos resulta menos familiar de las que se refieren a la muerte de Cristo: propiciación. Si no tiene mucho significado para usted, no es el único. Yo pasé más de 15 años predicando antes de que mi mente pudiera entenderla. La buscaba en el diccionario, la usaba puntualmente, y enseguida olvidaba lo que significaba.

      La propiciación es un acto que desvía la ira del otro. “Apaciguamiento” es un sinónimo. Usamos esta palabra cuando alguien está enojado con nosotros y hacemos algo para quitar su enojo. Lo apaciguamos, propiciando que su ira hacia nosotros sea eliminada.4

      En estos momentos, mientras escribo este libro, tengo un problema que podría requerir propiciación si no se soluciona rápidamente. La iglesia que pastoreo tuvo que construir una alcantarilla bajo la entrada de una escuela cercana. Esto fue hace meses, pero la entrada sigue estando levantada y hay que asfaltarla. De momento, los dueños de la escuela no han mostrado ninguna señal de enojo. Hasta donde yo sé, no están molestos con nosotros, pero ¿cuánto tiempo esperarán a que arreglemos su entrada? Puede que este asunto los esté irritando ya. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que llegue a algo más? ¿Requerirá en breve un apaciguamiento, una propiciación? ¿Tendremos que pagarles una indemnización por daños y perjuicios además del costo de arreglar la entrada para aplacar su enojo? ¡Esperemos que no!

      La idea de un Dios que está airado con el hombre no es muy popular, pero la Biblia la enseña claramente. A algunas personas esto les hace pensar en alguien que pierde los estribos o que pierde el control sobre sí mismo en un ataque de cólera. “Ciertamente”, dicen, “Dios no es así.” Y tienen razón. Dios no es así en absoluto.

      Pero la historia que le he contado del asfalto muestra que las personas pueden estar muy enfadadas sin perder los estribos. Cuando se les provoca continuamente, pueden llegar a un punto en que toda su persona clame para que se haga justicia. Lejos de ser un ataque irracional, puede que ese sentimiento sea lo más razonable que uno pueda imaginar.

      Cuando hablamos de la ira de Dios, nos referimos a lo que él siente ante la presencia de la injusticia y la maldad, cosas que odia. Las personas que están ligadas al mal tienen el peso de la ira de Dios en su contra. La Biblia no puede ser más clara con respecto a este tema: El Antiguo Testamento menciona la ira de Dios más de 500 veces. Cuando vamos al Nuevo Testamento, encontramos textos como éste de Pablo: “La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que retienen la verdad” (Romanos 1:18). La impiedad del hombre y la ira de Dios van de la mano. Donde existe la una, existe también la otra. Seguidamente Pablo explica que la ira de Dios le lleva a entregar a los hombres a actos viles que finalmente los destruirán (1:24-28).

      Lo que es más, Dios ha guardado su ira para los días del juicio al final de la historia. El libro de Apocalipsis lo deja claro. Habla del “gran día de su ira” (la ira del Cordero y del Dios Todopoderoso) y dice: “¿Quién podrá sostenerse en pie?” (Apoc. 6:17. Cf. 11:18; 14, 14:10, 16:19 y 19:15). Si los hombres lo desafían, él justamente los echará al “lago de fuego” (20:15). La ira de Dios no se satisface con los juicios del día a día que caen sobre los hombres. “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).

      ¿Hay una respuesta a la ira de Dios? Sí. ¿Puede ser propiciada, aplacada? Sí. Jesucristo es la propiciación que aleja la ira de Dios. El Señor Jesús es el único “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Romanos 3:25). Ése es el testimonio de Pablo, y Juan dice lo mismo: “Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:1-2).

      ¡Cristo es la respuesta!

      Esta idea es muy sencilla, pero ha llevado a algunos a presentar una objeción. “El problema con ese planteamiento”, dicen, “es que pone al Padre en contra del Hijo. El Padre está airado con el hombre y quiere destruirlo, pero en el momento oportuno el Hijo interviene para que no lo haga. ¡Dios el Padre y su Hijo están obrando con objetivos opuestos!”

      Pero eso no es lo que enseña la Escritura. La respuesta al problema se encuentra en este hecho: es Dios quien provee el sacrificio. “El Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14). La propiciación viene de Dios mismo. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). No existe ninguna división entre el Padre y el Hijo, sino todo lo contrario. Hacía falta un sacrificio para apartar la ira de Dios, y Dios mismo envió ese sacrificio: su Hijo Jesucristo. En ese acto, como en todo lo demás, el Padre y el Hijo eran uno.

      Evidentemente, esto encierra un misterio. Teniendo en cuenta todo lo que


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