El culto a Juárez. Rebeca Villalobos Álvarez

El culto a Juárez - Rebeca Villalobos Álvarez


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artísticas han acompañado el culto a la figura de Juárez desde sus inicios, hicieron tangibles algunas de sus nociones más complejas y desarrollaron un repertorio de símbolos y expresiones metafóricas incluso más persuasivas que las de los discursos oficiales. Pese a ello, este libro no pretende reivindicar el efectismo o la evocación poética por encima del argumento, sino encontrar la relación entre los dos grandes polos que utiliza la retórica, entendida en sentido amplio, para generar significados que inciden en el comportamiento social o pretenden hacerlo. En las formas retóricas, la necesidad de argumentar también implica agradar: “motivada por su propósito principal de influir en el criterio del auditorio, no se limita a aplicar la lógica de lo probable a una teoría de la argumentación. Su segundo polo ha sido la teoría de las figuras, de los giros, de los tropos.”19 Interpretar el culto a Juárez mediante el estudio de sus implicaciones retóricas evidencia hasta qué punto la conformación de ideologías políticas que se defienden, critican o someten a debate conforme a ciertos argumentos gana profundidad y efectividad con la emotividad o la expresividad propias del lenguaje figurado. Como he venido reiterando, no se trata de disociar estos dos recursos, sino más bien de identificar la concurrencia de ambos en la construcción del mito juarista.

      Finalmente, el capítulo 3, “Juárez sublimado”, explora una consecuencia no del todo habitual en la conformación del discurso retórico que es consustancial a su naturaleza tropológico-argumentativa. Me refiero a las expresiones del culto al héroe que provocan un conflicto entre argumentación y figura, con la balanza inclinada hacia el segundo polo. El Mausoleo de San Fernando y la Cabeza de Juárez son dos obras monumentales sin duda tributarias de la retórica juarista. Pese a ello, son mucho menos permeables al análisis bajo esa categoría. El problema surge a raíz del efecto de sublimación, de enaltecimiento exaltado de la imagen del héroe. Se trata, en suma, de expresiones muy francas de un fenómeno que distintos autores han descrito como “sacralización de la política”.20 Si bien no son los únicos ejemplos de enaltecimiento y fervor patriótico, sí constituyen dos casos en que los idearios políticos se hacen más permeables a la experiencia de emociones radicales, al grado de que lo político se subordina a la expresión sublimada. El término sacralización es pertinente en este contexto porque alude a ciertas formas de experiencia que usualmente asociamos con los fenómenos religiosos pero que son suscitadas, en este caso, a partir de valores laicos y en el contexto de sociedades secularizadas.

      En ese tercer capítulo ofrezco, en conclusión, una propuesta de lectura de ambos monumentos de acuerdo con la categoría estética de “lo sublime”, en gran medida fundamentada en la caracterización que hacen Immanuel Kant y Edmund Burke del objeto y la experiencia sublimes.21 Decidí, como en el caso de la retórica clásica, involucrar estas dos propuestas en sus aspectos más generales porque no pretendo justificar el valor de estas obras en función de una determinada filosofía del arte, sino utilizar como referentes básicos algunas categorías que nos ayudan a visibilizar la naturaleza estético-sublime de dos expresiones hasta cierto punto atípicas del héroe, en el contexto de la retórica juarista. El interés del Mausoleo y la Cabeza de Juárez estriba en la articulación de mecanismos de construcción de significado altamente simbólicos y en gran medida problemáticos.22 Se trata, en términos generales, de manifestaciones que no facilitan el puente comunicativo entre el discurso y el auditorio, sino que lo violentan. En esa medida, rompen el compromiso argumentativo que, en mayor o menor medida, involucra cualquier forma retórica. Por sus características formales, ni el Mausoleo ni la Cabeza de Juárez plantean un objeto claro de veneración, como sí lo hacen todas las otras expresiones del culto al héroe, y por lo mismo no parecen plantear un significado aprehensible. A partir de distintas estrategias, la figura del héroe en ambas representaciones se diluye o se trasciende, pierde identidad y por momentos también sentido. Frente a ello, el espectador está obligado a preguntarse qué es exactamente lo que ambas obras celebran o, mejor dicho, aquello que sacralizan. El capítulo “Juárez sublimado” responde a dicho cuestionamiento a partir de dos hipótesis de lectura cuyo objetivo es abrir el debate, vigente y necesario, en torno a las implicaciones más problemáticas de nuestra relación con las figuras heroicas.

      En resumen, a lo largo de cada uno de los tres capítulos de esta obra se realiza un ejercicio distinto de interpretación destinado a explicar la importancia de Juárez en nuestra cultura política y visual, a la luz de las estrategias concretas de configuración de su imagen idealizada. La mirada de conjunto, sin embargo, revela una misma intención. La idea que anima toda esta investigación es el vínculo, teórico en principio, entre estética y política. Más allá de la obvia relación entre expresiones artísticas y políticas públicas, manifiesta en el desarrollo de casi cualquier ritual cívico, considero que ambas esferas constituyen lenguajes de evidente resonancia social. En este sentido, la obra de arte puede juzgarse en función de sus implicaciones ideológicas y, en la misma medida, las ideas políticas pueden evaluarse a partir de sus presuposiciones estéticas. Desde esta óptica, tanto el arte como la política se conciben como formas de persuasión, lenguajes que, mediante estrategias a veces compartidas, exigen la interpretación de una audiencia determinada.

      El análisis del arte y la política como formas persuasivas, como expresiones retóricas, permite evaluar no sólo la relación que existe entre ellas, sino también su capacidad para ser asimiladas en el contexto social. Esto supone, empero, la necesidad de superar una visión restrictiva de la retórica, concebida en muchos casos como mera estrategia de manipulación. Si bien es cierto que una gran cantidad de expresiones retóricas implican miradas parciales, distorsionadas o incluso deliberadamente engañosas, esto no quiere decir que el acto de persuasión se agote en la intención de manipular. En relación con el tema que me ocupa, la reivindicación de la retórica como un complejo dispositivo discursivo ha sido esencial no sólo como herramienta metodológica, sino también como un principio que articula el sentido de toda mi propuesta. El estudio de los distintos materiales que conforman el culto a Juárez gana en profundidad cuando se incorporan los lineamientos del análisis retórico, que permite integrar un repertorio muy diverso de manifestaciones a la luz de criterios formales de representación y argumentación. Cuando entendemos la estrategia retórica como un acto siempre determinado social e históricamente, se destaca su función como estrategia comunicativa, más allá de su configuración como artificio discursivo o poético-figurativo.

      La separación tajante entre los dos aspectos del discurso retórico aquí enunciados (argumentación y tropología) ha tenido como consecuencia la identificación de la retórica más como un arte del engaño que como un arte de la persuasión. No obstante, es cierto que el análisis y el cultivo parcial del aspecto tropológico o figurativo del lenguaje retórico nos ha conducido a ampliar su ámbito de acción a espacios que van más allá de la política pública, revelando su penetrante capacidad estética. Evaluar el discurso retórico como una suma de figuras y argumentos destinada a dirimir cuestiones relativas al bien común es precisamente el ámbito específico de su acción y de su articulación como lenguaje. Las cuestiones políticas son asuntos vinculados con la realidad vital, presente, pero su interés radica particularmente en la transformación o la defensa que pueda hacerse de un determinado orden de cosas. En este sentido, el pensamiento, el discurso y la acción políticos involucran un profundo conocimiento de lo actual, estrechamente relacionado con sus posibilidades de ser y con la configuración de un futuro común. La retórica, en cuanto argumento de lo posible, es un requerimiento esencial del discurso político, si es que éste tiene por objeto la persuasión. Y me atrevo a decir que no veo ningún caso en que pueda ser de otro modo.

      En virtud de lo dicho hasta ahora, considero que las formas de representación —ya sean plásticas, literarias o historiográficas— que contribuyen a construir el culto a los héroes pertenecen al ámbito de la retórica, considerada de forma integral. Más aún, la política, entendida como la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”,23 adquiere bases sociales y culturales cuando es capaz de superar su ámbito específico, cuando se deja influir por el arte y por el imaginario popular en una compleja relación, muchas veces tirante e inestable, entre la manipulación y la entrega. ¿A quiénes manipula el político cuando los íconos que ofrece encuentran escasa o nula recepción en el público?, ¿qué tanto debe modificar sus estrategias discursivas en pos de una mayor base


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