Temporada de caza: renacimiento. Martín Zeballos
No importa. Estaba… Estoy un poco, ya sabe, alterada por todo esto.
—¿Tuviste noticias de tu familia? —me preguntó.
Dudé si su curiosidad era sincera, si lo hacía por compromiso o si era irónico. No podía advertir la diferencia entre una cosa y otra, como tampoco sabía qué responder. Por lo pronto, era un no rotundo, pero también era consciente de que mi memoria fallaba. Y ¿si sabía qué les había ocurrido algo y mi mente lo bloqueaba para contener el dolor? Era un camino por el que no quería adelantarme.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunté con más calma mientras agitaba el mapa delante de él.
—Negociar una tregua —dijo y movió las manos como si fuera obvio lo que decía—. Después de que nos llegó la invitación con los nuevos ancianos, nos pusimos a pensar qué era aquello tan importante que tenía para ofrecernos una manada de perros. No hay nada más que ellos quieran que sobrevivir. Así que te pedirán un pase libre por nuestro mundo, que la guerra no los alcance.
—¿Se lo darán? —pregunté con ingenuidad.
—¡Por supuesto que no! —Esteban se desternilló de la risa—. Ellos no pretenden una alianza con nosotros, de eso estamos seguros.
—¿Entonces? No entiendo. —Sacudí la cabeza como si eso pudiera ayudarme en algo.
—Es claro que ellos pretenden medir nuestras fuerzas. Saber con cuánto personal contamos. Pero no le daremos el gusto. Por eso iras, sola, a reunirte con ellos.
—¡Eso es una locura y no estoy dispuesta a aceptar! —me defendí. Por nada en el mundo iba a ceder.
—Primero, escuchá lo que tengo para decirte. En realidad, no estarás completamente sola, tal vez, me expresé mal. Vas a tener compañía —aseguró con su inquebrantable tranquilidad.
—Entonces, ¿cuál es el truco? —exigí saber—. Sus palabras siempre esconden algo.
—Bueno, tus guardaespaldas, por así llamarlos, serán dos lobizones. Tu amigo, Silvestre y uno más que logramos cazar hace un par de días. En estos momentos, nuestros técnicos lo están… domando.
—Eso es jugar sucio. No confiarán en mí si llevo a dos de los suyos.
—Será un voto de confianza. Es el único modo de que vean que con nosotros no se juega. Ellos no tendrán lo que desean, aun así, se lo tienen que creer. A cambio, necesitamos saber cómo pudieron arrasar con las tierras. De la noche a la mañana, su poder se descontroló y las bestias corrieron libres por el mundo sin miedo. Es preciso saber por qué, cómo y qué los llevó a saltar ese precipicio que existía entre ellos y nosotros.
—Nunca hubo tal brecha —afirmé con seguridad—, de lo contrario, no tendríamos que ir de un lado a otro para tapar los huecos que deja su existencia. Lo que usted dice no es real.
—No te equivoques, Laura. Siempre existió un miedo natural hacia el hombre. No dejan de ser animales, y los animales siempre nos temen. ¡Ellos nos temían! ¿Qué sucedió, entonces? Eso es lo que tenés que traernos.
—A cambio de una falsa libertad —sentencié con amargura.
—Así es la guerra —soltó sin reparos y abrió los brazos como si quisiera abarcar todo el mundo con su ego.
.
2. EN LA BOCA DEL LOBO
Buenos Aires, bajo la ciudad
La bestia rebuscaba en la oscuridad un lugar para esconderse, como si hubiera un sitio aún más siniestro que las sombras que lo rodeaban. Ningún razonamiento lo guiaba, solo el estómago vacío y el instinto de alimentarse.
Recorrió caminos, dejó atrás ciudades y pueblos abandonados, y causó estragos en otros tantos. Siempre iba olfateando la carne fresca para masticar. Corrió por los campos ya desiertos, los animales huían al verlo y eso aumentó su apetito, su odio por la vida de aquellos seres tan hermosos y amados por los humanos.
Cuando llegó a la gran ciudad fue de escondite en escondite, hurgando en la basura, en las habitaciones de los hogares vacíos. Esperaba hallar alguna cuna aún desprotegida, una persona rezagada o incluso un gato. Aborrecía a los gatos para alimentarse, pero no tenía demasiadas opciones.
Llegó una tormenta que lo obligó a bajar al inmenso túnel negro que nunca termina. Giraba hacia todos lados sin llegar a ningún punto. Pero eso no lo entendía. Su mente no comprendía. Era una bestia lista para cazar.
En la oscuridad se dio un festín con las ratas, algunas tenían el sabor del aceite y olían a combustible; pero él no lo sabía. Se acurrucó en el hueco de una pared y allí esperó por nuevas presas, como aquellas que se acercaban a pie.
1
La noche se abría, eterna, delante de nosotros. Éramos tres sombras que nos escabullíamos entre los autos abandonados y hacíamos tiempo en medio de las calles. Buscábamos pasar desapercibidos porque sabía que, a pesar de la oscuridad, cualquier ojo no humano podría acecharnos desde los escaparates de los edificios.
Al ver a Lucio rascarse la base del cráneo, un recuerdo vino a mi mente:
Esteban me dijo que mis compañeros debían cuidarme cuando pensé que íbamos camino a las jaulas. Me aclaró que no solo lo harían al ir a la reunión, sino allí mismo. Corté su discurso antes de que se volviera egocéntrico y le dije que ya había mencionado que él no confiaba en la jauría.
En su voz, expresada con un tono tranquilo, existía un intento por convencerme de que él tenía razón cuando dijo que había que estar atentos a cualquier cambio, ya que eso era lo que nos ayudaba a mantenernos vivos.
Espeté que lo suyo era desconfianza, aunque lo disfrazara como quisiera y no dijo nada más.
Caminamos en silencio y subimos dos pisos hasta que llegamos a una amplia habitación que estaba reacondicionada para trabajar como laboratorio, aunque le faltaba bastante orden. Las provisiones estaban apiladas a un lado de las puertas y muchas de las cosas se encontraban arañadas y destartaladas. Las cajas de balas y granadas se desparramaban con libertad en el suelo.
Un par de cubículos hechos con telas y plásticos transparentes dejaban ver mesas que tenían grandes cuerpos sobre ellas. No quise detenerme a ver, mucho menos a preguntar. De Juan aprendí que era mejor no saber algunas cosas. Por desconocer esa regla tiempo atrás, terminé convirtiéndome en una conspiradora. Una cazadora de monstruos, de engendros que tiene que evitar que su existencia no salga a la luz. Me pregunté si tendría sentido llevar ese título dadas las circunstancias. El mundo descubrió que convivía con bestias dispuestas a devorarlo todo a su paso, incluso, la vida de las personas. ¿Quién podría imaginar algo diferente?
Entramos a una sala en donde Silvestre y un chico de veinte años estaban atados —amarrados, para ser precisos— a unas sillas de metal.
Esteban se acercó a una mesa llena de bandejas y me dijo que el pequeño se llamaba Lucio. Me contó que, como se rehusaba a cooperar, lo pusieron a dormir. Luego, tomó una pistola extraña y la levantó hacia mí; me advirtió que podría despertar en cualquier momento, lo cual según él sería genial, así no tenía que explicar las cosas dos veces, ya que quería estar seguro de que quedara bien claro lo que pasaba.
Yo le pregunté qué pasaba con Silvestre y lo señalé; llevaba una mordaza en la boca.
Esteban me informó que mi amigo siempre estaba dispuesto a colaborar; pero que le habían limitado un poco el movimiento para tener un poco de seguridad extra. Acto seguido, se encogió de hombros como si eso no tuviera importancia y añadió que le parecía divertido.
«Claro que sí», pensé. Nada había cambiado. ¿Por