Temporada de caza: renacimiento. Martín Zeballos

Temporada de caza: renacimiento - Martín Zeballos


Скачать книгу
situación.

      —Sí, sí. En una misión demasiado arriesgada. —De pronto, se puso serio—. No tienen idea de lo que quieren los licántropos. Y, lo peor es que aceptaste sin decir nada.

      —¿Tenía otra alternativa? —pregunté con la esperanza de que no pudiera retrucarme.

      —Siempre la hay, Laura. —Suspiró y se encogió de hombros.

      Lucio seguía mirando hacia los lados. Agazapado sobre el capó del auto, perforaba la oscuridad con sus ojos siempre alertas y su olfato al que no se le escapaba nada.

      Yo estaba frente a Silvestre que se rehusaba a separarse de mí.

      —Me alegra ver que estás bien —dije luego de un segundo de indecisión; no sabía si decirle lo que pensaba—. Bueno, no de este modo, me refiero acá, conmigo.

      —Te entiendo. Vivo. —Asintió con una leve sonrisa—. Hubiera preferido que fuese en otras circunstancias. De todos modos, algo es algo.

      —¿Qué hiciste después de…?

      —¿De la muerte de Juan?

      Asentí con lentitud.

      —Perdoná, si ya te lo pregunté. Todavía tengo lagunas en la memoria —me excusé, como si tuviera importancia hacerlo. ¿No lo era para mí?

      —No. Solo es curioso que lo preguntes ahora. En su momento, cuando nos volvimos a ver, no hablamos de él o de nosotros. Tan solo nos dejamos llevar por lo que pasaba. Engendros que aparecían por todos lados, sin tapujos ni mucho menos. No hubo tiempo.

      —Ahora no es mejor —dije, pero me arrepentí de esas palabras, temerosa a que se ofendiera. No era mi intención alejarlo.

      —Creo que nunca lo será. Pero estamos acá y vamos a una reunión que podría ser la última. Solo hacemos un breve descanso. ¿Por qué no?

      —El mundo seguirá de este modo mañana.

      —Tal vez pasado mañana y el siguiente. Así que, respondiendo un poco a tu pregunta —se cruzó de brazos con suma tranquilidad—, intenté volver a la manada; pero creo que llevaba el olor de Juan demasiado impregnado en mi cuerpo porque no encontré a nadie. Tengo la impresión de que huían cuando estaba cerca.

      —¡Te confundieron con él! —exclamé. Me causó cierta gracia oír eso y se me notó en la voz.

      —O me consideran un traidor y me exiliaron. —La melancolía en su tono era demasiado profunda como para disimularla.

      —Podrías haberlos rastreado. Seguirlos para saber si era verdad. Es peor quedarse con la duda —intenté animarlo, pero su rostro revelaba que él lo había decidido así.

      —Los seguí un par de kilómetros hasta que perdí el rastro de manera definitiva. No me preocupó que desaparecieran. De algún modo, yo quería que fuera así. Deseaba que, al romper los lazos con ellos de un modo definitivo, tal vez, podría ser un humano por completo y para siempre. —Volvió a bajar la mirada y pateó un par de piedras diminutas que apenas se distinguían en la calle—. Es un poco tonto, lo sé.

      —Todos tenemos nuestros anhelos. Yo pensaba que podía ser una periodista reconocida.

      —Y eso, ¿cómo se relaciona con lo que te conté? —exigió al hacer una mueca de curiosidad.

      Esta vez fui yo quien bajó la mirada.

      —En que todavía lo creo, incluso, con los pedazos del mundo desperdigados.

      —Podemos volver a unirlos. —Me sonrió y sus ojos cargados de tristezas llenaron los míos.

      —Eso es muy amable de tu parte. Pero no te olvides de que algunas cosas no regresan.

      —El pasado es una de ellas —me respondió—. Pero podemos rescatar el futuro, si te parece. ¿Te parece?

      —¡Algo se acerca! —Lucio bajó del auto de un salto—. Aún no puedo ver bien qué es porque los coches me bloquean mucho la visión. Pero viene desde allá, detrás de aquellos autos.

      Al instante, nos agachamos y miramos hacia donde señaló. Nos dimos cuenta, incluso yo, de que eran más de uno.

      —Voces humanas —murmuró Silvestre.

      —Ahora sí los huelo. —Parecía confundido por la demora en sentirlos. Supuse que el implante había hecho otros pequeños daños en su organismo. Pero ese no era el momento para aclararlo. Lucio pasó hacia adelante de nosotros—. Son seis en total. Tres hombres y tres mujeres.

      —¿Peligrosos? —quise saber.

      —¿Cómo se supone que sepa algo así? —se defendió y me miró lleno de odio.

      Silvestre se puso de pie sin darnos tiempo a nada.

      —¡Hola! —gritó y puso las manos delante de su boca para amplificar el sonido.

      —¿Qué hacés? —le dije con preocupación por haber tomado, por su cuenta, una decisión que podría ser la menos acertada.

      —¿Qué tiene de malo? —Abrió los brazos con indiferencia.

      La primera bala silbó a su derecha y rompió el cristal de un auto que estaba detrás de nosotros: nos cubrimos en el acto.

      —¡¿Qué carajos se creen?! —Lucio empezó a respirar agitado.

      —Calmate, no parecen peligrosos —dijo Silvestre.

      —No tienen mucha pinta de amigos —retrucó Lucio al mirar con cuidado por encima del capó.

      Dos balas más resonaron cerca y el sonido del metal abollado nos hizo alejar de nuestro lugar. Agachados tanto como pudimos, corrimos de auto en auto. Fue idea de Lucio acercarnos. Si bien no me parecía buena, era la única opción que teníamos para poder avanzar hacia nuestra reunión.

      Cuando nos encontrábamos a unos cuantos metros, comprendí lo que decían. Discutían hacia donde disparar. Hablaban alto para escucharse por encima de los disparos que seguían haciendo. Por ahora, estábamos a salvo. El problema era que necesitábamos atravesarlos y la única forma era enfrentarnos a ellos.

      —¡Oigan! ¡No vamos a hacerles daño! ¡Solo queremos seguir nuestro camino! —Silvestre gritó más fuerte que el resto de los sonidos.

      Una última bala llegó hacia donde nos encontrábamos, luego siguió un largo silencio.

      Nos miramos los tres, tratando de predecir el siguiente paso. ¿Cómo defendernos de un ataque sorpresa si aquellas personas —supusimos serían personas— ejecutaban la misma maniobra que nosotros? Llegando el caso, no había otra opción: era matar o morir. Y, desde que desperté casi amnésica en esa habitación horrible rodeada desconocidos, había decidido vivir. Sobrevivir a lo que tuviera por delante, quisiera o no acabar con mi vida. No permitiría que se salieran con la suya. Por instinto, acaricié el arma que pendía de mi cintura, la que me brindaba seguridad y, sobre todo, confianza para conseguir lo que deseara.

      —¿Cómo podemos estar seguros de eso? —preguntó un hombre.

      —¡Nosotros no fuimos los que disparamos! —Lucio habló por todos y, aunque tuviera razón, me pareció inapropiado discutir.

      Nos acompañó un largo silencio.

      —¡Solo tenemos que cruzar la avenida! —grité, protegida desde mi lugar —Necesitamos llegar a un lugar, es importante, por favor.

      Ni bien terminé de hablar, la discusión en el otro lado fue evidente. No comprendía qué decían, pero era claro que las opiniones estaban divididas.

      «Semejante a como lo estamos nosotros», pensé.

      Lucio mordía las ansias por atacar. Lo traía sin cuidado transformarse o no en lobizón. Estaba convencida de que utilizaría las manos, incluso, más que la boca. Al final, pareció que limitarlo fue buena idea. Por su propio bien y para evitar que cometiera cualquier


Скачать книгу