Nombres y animales. Rita Indiana
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LARGO RECORRIDO, 50
«Are we not men?»
H. G. Wells, The Island of Doctor Moreau
Rita Indiana
NOMBRES Y ANIMALES
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: octubre de 2013
PRIMERA REIMPRESIÓN: julio de 2014
SEGUNDA REIMPRESIÓN: diciembre de 2016
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
© Rita Indiana Hernández, 2013
© de esta edición, Editorial Periférica, 2013. Cáceres
ISBN:978-84-18264-63-4
El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
1
What was that thing that came after me?
Los gatos no tienen nombres, eso lo sabe todo el mundo. A los perros, sin embargo, cualquier cosa les queda bien, uno tira una o dos sílabas y se les quedan pegadas con velcro: Wally, Furia, Pelusa, etc. El problema es que sin un nombre los gatos no responden, ¿y para qué quiere uno un animal que no viene cuando lo llaman? Mucha gente se conforma, dicen Aníbal, Abril, Pelusa, etc. y los nombres rebotan como el agua sobre los pelos de gato. Dicen Merlín, Alba, Jesús y los gatos, como si no fuera con ellos, van a lamerse el culo en la dirección opuesta. Cualquiera se tira de un puente.
Abro la puerta y en el aire siento el golpe de cloro con el que repasan los pisos y paredes de este lugar, como todas la mañanas recorro las salas abrien do las ventanas y en mi mente comienzo a darle vueltas en una tómbola a todos los nombres que he escrito en mi libretita durante la noche anterior.
Atila
Cianuro
Picasso
Arepa
Meter
Peter
Alcanfor
Meca
Rómulo
Liliput
Goliat
Kayuco
Kawasaki
Meneo
Bambi
Burbuja
Abu
Amadeus
Danny
Núcleo
Apuesto a que esa c con a de meca y esa c con l de núcleo van a quedarse enganchadas del pellejo del animal como anzuelos. Las persianas del sótano están oxidadas y la manivela tarda un poco en ceder, cuando finalmente entra un rayo que ilumina desde la pileta de bañar a los perros hasta la jaula más grande, donde cabría un san bernardo, una bolita surge de la tómbola hacia mi boca con el nombre ganador.
Y allí está el gato, acostado en uno de los peldaños de la escalera del sótano; es junio y lo único fresco en toda la República son los pisos de granito. Antes de que me mire digo el nombre que he elegido, pero se queda allí con esa respiración regular e imperceptible tan común en las figuras de cerámica barata. Tirarle el nombre ahora ha sido un desperdicio, sabiendo como sé que la cerámica es aún más resistente a los nombres que los gatos. Subo espantando al gato con mis zancadas hacia la recepción, tanteando mis opciones para el almuerzo: albóndigas o chuletas, halo la silla para sentarme y allí, sobre el escritorio, encuentro un conejo muerto.
«¿Qué es esta vaina?», pregunté con el volumen de mi voz desajustado, mirando el blanquísimo conejo que alguien, que recién captaba con el rabillo del ojo, había colocado frente a mi silla. El pegote en la esquina de la sala de espera se convertía en persona y se acercaba, supe que tendría que levantar la vista del conejo e hice un rápido inventario: dos canicas de sangre donde van los ojos y una patita tiesa como en esas fotos en las que un jugador de fútbol intenta alcanzar la bola estirando la pierna entre los tobillos de otro sin éxito. «Es mío», dice un hombre joven con la piel de la cara llena de marcas, la camisa polo azul clarito y el pelo como baba. Se me ocurre saludar, pero me tardo demasiado y él comienza a decirme: «se me están muriendo como cosa loca, yo creo que quieren hacerme daño, tú sabes, los vecinos envidiosos». Me introduce en el mundo de sus vecinos envenenadores y hallo tiempo para concentrarme en su piel llena de cráteres donde pueden, como en las nubes, encontrarse formas divertidas, chuchutrenes y tribilines que el acné fue dibujando con la ayuda de dos manos nerviosas que extirpaban antes de tiempo cualquier cosa que creciera sobre la superficie del planeta. Sacude al animal y me dice: «necesito que me le hagan una autopsia». Toma aire y se sienta en una de las butacas de la sala de espera, el conejo en una mano sobre la pierna y en la otra mano un encendedor. Imagino que quiere fumar y le doy permiso ofreciéndole un cenicero en forma de media bola de basketball que Tío Fin trajo porque, según él, combinaría de maravilla con la fibra de vidrio naranja de las butacas.
Suena el teléfono y es una mujer. Quiere saber sobre las tarifas de estadía. Se va a Miami a hacerse una cirugía y necesita dejar a su perro en el hospital varias noches. Mientras me da detalles sobre el costo de su operación, razón más que suficiente, según ella, para que le rebajásemos el precio, me fijo en los filos del pantalón del muchacho. En un segundo calculé el miedo o el amor que había detrás de aquella plancha, pero sobre todo el tiempo que alguien dedicaba a aquellos y a muchos otros pantalones convirtiendo el kaki en acero.
Tan pronto se me terminó la conversación con la señora de la cirugía saqué la guía telefónica detrás de un número que puede estar entre las letras P, J o W. Este truco para matar el tiempo no me lo ha enseñado nadie y es muy efectivo, sobre todo cuando uno no quiere bregar con dueños de enfermos terminales y más aún cuando el único paciente posible está muerto. Espero a que quien levante el teléfono cuelgue y es entonces cuando empiezo a mover la boca. «Buenas, le hablamos del hospital veterinario Doctor Fin Brea para informarle de que ya puede venir a recoger a Canquiña.» Durante un cuarto de hora comparto con el inexistente dueño de Canquiña anécdotas sobre el buen comportamiento de la perra, la dieta de bolitas orgánicas que le habíamos suministrado, los comentarios del doctor sobre la inteligencia y el carácter de Canquiña, la vaguada que azotó la costa este de la isla la semana pasada y el precio de los artículos de primera necesidad. Cuando el tema comenzó a oscilar entre Canquiña y la momia hermafrodita en el último número de la revista National Geographic, la camioneta de Tío Fin se detuvo frente a la clínica.
Colgué y avisé al loco: «llegó el doctor».
Los pantalones de Tío Fin también tienen filos, pero son tan viejos que el filo está grabado en ellos y Armenia, la mujer que trabaja en casa de Tío Fin, ni tiene que plancharlos. Estos filos permanecen sin mucho trabajo, con sólo colgarlos en el clóset respetando el filo o lo que queda de él se mantienen, gracias a que otra Armenia de nombre Bélgica, Telma o Calvina los planchó a dos centavos la libra durante los años que Tío Fin duró para graduarse. Si fuera por Tía Celia, los pantalones estarían en la basura hace tiempo, y cuando lo ve salir con ellos puestos le grita por el pasillo: «¡coño Fin, ¿cuándo es que tú vas a soltar esos malditos pantalones de cuando tú’taba etudiando?!». Pero Tío Fin sigue caminando como un camello tierno, arrastrando los mismos zapatos de gamuza y los lentes de sol RayBan con los vidrios verde oliva con que aparece en la foto de mi primer cumpleaños.
Tío Fin lleva al conejo y a su dueño al consultorio, coloca al primero sobre la camilla de acero inoxidable y junta la puerta. Es entonces cuando vuelvo a pensar en el gato y digo en mi mente el nombre que tenía bajo la manga, «núcleo». Como un resorte da un brinco y se trepa al escritorio, oliendo el frío residuo del roedor