Nombres y animales. Rita Indiana
Tío Fin apenas, se quita la bata sucia que trajo en una funda y se mete en un Mitsubishi Lancer del 79.
Bienvenido arranca y yo le pregunto a Tío Fin por el conejo. Él me acerca un frasco de mayonesa a la cara. El frasco es uno de tantos que Tío Fin trae de su casa para reciclar. Por lo general yo misma les quito el olor a pepinillos o Cheese Whiz con un estropajo para que Tío Fin los llene de mierda de perro o, como en este caso, coloque dentro una bola de pelo, porque eso encontraron en el estómago del conejo: una bola de pelo maciza de un gris brillante, tan perfecta que daba ganas de ponerla en un árbol de navidad. Al ver aquella perla peluda detrás del vidrio recordé la excursión que habíamos hecho antes de que acabara el año escolar al Museo del Hombre Dominicano, donde los trigonolitos y las espátulas de los arawacos palidecían bajo luces artificiales. El guía del museo, recién convertido a Testigo de Jehová, nos explicó en voz baja que los taínos estaban atrapados en una fantasía satánica como también lo estaban los españoles que venían supuestamente en nombre de Dios, y cuando llegamos al diorama de la pesca y la caza aprovechó para vendernos un par de revistas Atalaya y ¡Despertad!
«Los conejos no vomitan, por eso hay que darles mucha fibra», me dice Tío Fin sonriendo, «para que puedan deshacerse de todos esos pelos que se tragan». Ahora está listo para salir y se arremanga hasta por encima de los codos. Está claro que no va a atender a ningún otro animal esta mañana. Se monta en la camioneta y arranca, pero antes de avanzar tres metros viene de reversa y me grita desde la calle: «¡si llama el dueño del conejo no le digas nada, si le decimos la verdad no va a venir a pagar!».
Cuando Tío Fin se ha ido y estoy sola en el hospital, quiero decir, sola con el gato, abro la libreta donde a veces dejo algunos nombres en remojo. Si ya los he gastado todos, apunto unos cuantos más. La libretita está siempre muy cerca de mí y los bordes de las páginas están llenos de garabatos que dibujo cuando hablo por teléfono que es casi todo el tiempo que no paso buscando nombres. A veces llaman amigos de Tío Fin, amigos míos o los dueños de los pacientes, pero la mayoría de las veces quien llama es Tía Celia.
Tía Celia es la esposa de Tío Fin y es, como quien dice, la dueña del hospital, porque ella lo construyó con su dinero y eso se lo recuerda a todo el mundo, todo el tiempo. Mi mamá dice que lo que pasa con Tía Celia es que nunca pudo tener hijos y toda la energía que debió poner en criar y parir la pone en joder a la humanidad. Yo que casi nunca estoy de acuerdo con mi mamá, estoy muy de acuerdo cuando ella dice «joder a la humanidad» y hasta creo que Tía Celia por la noche cuando se acuesta ve letreros en neón en su mente que dicen «joder a la humanidad» y creo que hasta le gustan.
En lo que respecta al hospital, Tía Celia quiere saberlo todo y para eso tengo otra libreta en la que apunto cada movimiento del doctor, a qué hora tomó el café y con cuánta azúcar, por ejemplo, y si me fuera posible comprobarlo, la cantidad de papel de inodoro que usa cada vez que va al baño. Esto es en serio y por cada página de la libreta Tía Celia me da veinte pesos o una entrada al cine, que es la misma cosa. Lo que Tía Celia no sabe es que yo en la libreta pongo lo que me da la gana y un día de éstos si me jode mucho se lo digo a Tío Fin porque Tío Fin también me da dinero, además del salario con el que me pagan las diez horas que me paso en este hoyo, dizque porque hay que aprender a trabajar.
La idea no fue de ellos sino de mi mamá y mi papá, con las maletas hechas para su segunda luna de miel. A mí no me dijeron nada hasta una semana antes de irse, cuando encontré cinco conjuntos idénticos de bermudas y chaqueta (lima, salmón, rosado, azul cielo y lila) en el asiento trasero del carro de mami junto con un brochure que decía SEVILLA 92. Para entonces mi papá ya se había memorizado las rutas y los nombres de cada uno de los monumentos que iban a visitar y en su cabeza todo el mundo en Grecia hablaba español y él por supuesto allá como aquí hablaría hasta por los codos y se sentiría complacido en ilustrar a todo el que se le acercara sobre la plaga de la mosquita blanca, dónde estaba él cuando mataron a Trujillo y el gemelo que se le murió al nacer.
Lo peor no es el trabajo, pues Tío Fin y yo nos llevamos muy bien. Lo peor es que el mamagüevo de Mandy se queda sólo con la casa y a mí que me lleve el diablo, o sea, Tía Celia. Mami trató de explicarme que porque Mandy se acababa de graduar del bachillerato y se iba del país al final del verano a estudiar en Miami, ellos entendían que él necesitaba tiempo y espacio para despedirse de sus amigos. Mandy es el favorito de mami, y aunque no es hijo de papi, él también lo prefiere. Mami le puso Armando José por una telenovela que veía cuando estaba embarazada y le salió igualito que el galán, dice ella, y cuando lo dice pueden verse residuos de mazorca de maíz entre sus dientes. Cuando este tipo de cosa pasa, a mí me da un chin de miedo, o sea, cuando la gente se convierte en otra gente. No es que se disfracen ni nada, a veces basta con que enciendan la lámpara de la mesita en vez de la del techo para que pasen de ser el señor que vino a instalar el cable a ser Amanda Miguel. Mandy por ejemplo, con tanto músculo y tanto cabello, sale del baño recién afeitado y con la toalla amarrada a la cintura, yo lo miro desde el pasillo y entiendo lo que piensa un bistec: me van a comer si no salgo corriendo, por eso Mandy siempre tiene las rodillas flexionadas como si estuviera en una cancha de voleibol.
Cuando mami terminó el discurso sobre lo que se podía y no se podía hacer en casa de Tía Celia me hizo poner en la maleta sólo la ropa que ella consideraba apropiada para una «niña que ya va a empezar a trabajar» y me hizo dejar todos mis t-shirts y jeans en el clóset. «Te va a hacer bien vestirte diferente, salir de la rutina», me puso en un taxi, le pagó al taxista y prometió llamarme del aeropuerto para despedirse.
2
I could see the Thing rather more distinctly now.
It was no animal, for it stood erect.
Cuando Mauricio llegó a la casa no se llamaba así. Así le pusieron porque según doña Moni con ese pelo y ese porte ya desde los dos meses se parecía a Mauricio Garcés, un actor que, decía ella, tenía mucho sex appeal. Se lo trajo de regalo a Palola, la hija de doña Moni, un novio argentino que le duró a Palola lo que duró Palola en encontrarse un italiano.
Mauricio al principio era chiquito y dormía donde le cogía la noche, en la cama de doña Moni, encima de la mesa del comedor o en el tupido nido de sábanas recién lavadas del clóset de la ropa blanca. Mauricio, casi como un gato, se pasaba el día durmiendo, y cuando no estaba durmiendo estaba o comiendo o mirando un punto fijo en la pared. A doña Moni esto le parecía encantador y aunque el perro técnicamente era de Palola, esos primeros meses ella cogió a Mauricio para ella, alimentándolo, llamándolo «cosa bella», acariciándolo día y noche, encontrando en aquel ejercicio una serenidad tan grande que se preguntaba si no se estaría volviendo loca.
Pero Mauricio, como todo pastor alemán, comenzó a crecer y con el tamaño adquirió una súbita torpeza que le hacia llevarse de camino lámparas y botellas, jarrones y abanicos de pedestal. Las lluvias de marzo cocinaron un lodo perfecto que Mauricio iba a recoger entre las patas para venir corriendo hasta la habitación de doña Moni e imprimir con sus huellas todas las alfombras y las almohadas. A doña Moni este jueguito no le hizo ninguna gracia y de repente se acordó de que el perro no era de ella, recordando también que tenía una hija, y así sucesivamente. Palola dijo que cuando ella pariera se ocuparía de limpiar mierda y esto se lo dijo por el teléfono a no sé quién mientras sacaba a Mauricio al callejón, cuya única conexión con la casa era una puerta de hierro que daba a la cocina, puerta que desde ese momento permanecería cerrada, pues la comida le podía ser suministrada al perro a través de los barrotes.
Aquella primera noche Mauricio pensó que estaban jugando con él y que si él adivinaba cuál era el fin de este juego alguien vendría, abriría la puerta y lo dejaría entrar a la casa para acomodarse en la cama de doña Moni o en cualquier otro lugar, incluso allí mismo en el piso de la cocina. Dio saltos, corrió de un lado a otro, colocó las dos patotas en la puerta de hierro, ladró feliz, luego ladró fingiendo estar enojado como a veces hacía cuando doña Moni jugaba «perro bravo» gruñendo para que él le respondiera. Así la noche entera. Cuando salió el sol y alguien vino a prepararse café, él estaba tan cansado que ni movió la cola. Palola lo miró desde la estufa y le dijo: «sigue ahí, jugando con tierra». Él se acordó de Palola y se incorporó