Nombres y animales. Rita Indiana

Nombres y animales - Rita Indiana


Скачать книгу
con moho, restos de una salsa curry que se derramó hace tres años en el pasillo y licra que provenían del cuarto de Moni, y que Mauricio reconocía con claridad, se le metieran dentro. Pero esa cosa que estaba entre él y Palola seguía allí y seguiría allí para siempre.

      De vez en cuando la señora que venía a limpiar abría la puerta, pero antes de que Mauricio se diera cuenta, ella ya estaba afuera con una manguera a presión y una botella de shampoo restregándolo y enjuagándolo, y la puerta, vista desde los ojos jabonosos del perro, allá al fondo, otra vez cerrada. De vez en cuando un vientecillo arrastraba partículas del cuarto de doña Moni hasta su hocico iluminándole la noche a Mauricio, y ni los gatos ni las ratas, ni la lluvia ni el piso de concreto le amargaban ese gustico.

      Con el tiempo Mauricio encontró el triángulo de sombra que un vértice de la casa proyectaba en el callejón al mediodía, donde una película de musgo hacía más suave el cemento y aprendió a lamer manos y caras a través de los hierros del portón, su lengua se hizo más larga y sus reflejos más precisos. Los domingos doña Moni recibía familiares y amigos y cocinaba para todo el mundo, a media tarde una lluvia de muslos de pollo a medio comer le caían a Mauricio en la cabeza, y él, si venían directamente de la mano de doña Moni, movía el rabo frenético, feliz con el olor de su amor en aquellos huesos, triturando con los ojos bien abiertos hasta el tuétano.

      Un domingo de ésos doña Moni le trajo un sobrinito de dos años a la puerta, «mira, perrito», Mauricio vio aquella cosita que había estado durmiendo en la cama de Moni, con las sábanas de Moni, en el cuarto de Moni, y Mauricio en un segundo olió a Moni y en Moni el perfume y en el perfume químicos como arañitas de hierro diciendo «fuá», y debajo del perfume el sudor de Moni, capas y capas de rastros de lociones, jabones y sudores ajenos que ni el agua ni el ácido de batería arrancan de la piel, picapollo, wasakaka, ajo, pimienta, enemocada, yuca con cebollita, envases de foam, fábrica de foam, sillas de plástico, marquesinas con grasa, el algodón, el detergente con que se lavó el t-shirt, la mano de Mela, la lavandera de Moca, tierra negra, lombrices de tierra, Moca, leche, tetera de goma, leche cortada, leche empegotada, azúcar, olor a hormiga, olor a aceite y talco y el olor de una encía nueva por donde empieza a salir un diente, y cada olor era un rascacielos en la nariz de Mauricio y encima del olor a gente, del olor a niño y a Moni, estaba el olor a óxido de hierro de la puerta, el olor a cemento de la casa y el olor de todos los trabajadores haitianos que un día la levantaron, el humo de la calle y los vecinos con el café puesto, la tinta negra de los periódicos que había en el suelo de la cocina, las veintitrés medicinas que Moni tenía en el botiquín del baño y allá al fondo de todas las cosas, la mancha de curry en el pasillo.

      Cuando Mauricio llegó al hospital ya el papá del niño le había reventado un ojo y doña Moni le había sellado la boca con una tira de tape. Imaginé una pelea con otro perro o un camión a toda velocidad por la avenida Las Américas, le avisé a Tío Fin y él abrió la puerta para que lo colocaran sobre la camilla. Doña Moni estaba lista para ir al trabajo, conjunto sastre tipo Jackie Onassis con sobrepeso y un moño con mucho spray y muchos pinchos. Imaginé un banco donde entró de cajera y terminó de gerente, igual que mami, o una compañía de seguros en bancarrota. Salió del consultorio de Tío Fin y se recostó sobre mi escritorio para hacer un cheque, me lo entregó y se fue.

      Cuando los dueños de los animales se van Tío Fin siempre tiene algo que decir y yo corro hasta su consultorio para escucharlo. La mayoría de las veces son chistes tontos que nos hacen reír un ratito, pero esta vez Tío Fin no dijo nada. Por lo menos por un buen rato. Se quedó fumando sentado en su sillón con los zapatos de gamuza sobre el escritorio.

      «¿Qué le pasó?», le pregunté.

      «Mordió a alguien.»

      «¿Y qué va a pasar?»

      «Ya no lo quieren, ve y búscate unos mangos.»

      3

      He says nothing, said the Satyr. Men have voices.

      A mi abuela se le cruzan los cables.

      Esto viene de lejos, yo creo que desde siempre, pero ahora que cumplió los ochenta como que se nota más.

      A mí no me gusta cuando mi mamá se enoja porque mi abuela la llama tres veces seguidas para contarle el mismo cuento de un travesti que le tocó la puerta para pedirle trabajo como cocinera o de unos perros que vienen a sentársele en el frente de la casa y que ella espanta con una olla de agua fría. Primero porque a la abuela le pasan tan pocas cosas recientemente que es normal que las cuente una y otra vez. Lo otro es que la abuela cuando hace el cuento del travesti lo goza tanto, porque no se acuerda que ya te lo contó, que es, por lo menos para mí, como si me lo contara por primera vez, eso sin añadir que cada vez que lo cuenta el travesti tiene algo nuevo, y ese algo, un pañuelo, una voz de ultratumba, unas medias de nylon por donde se cuelan pelos de medio centímetro de diámetro, hace que a la abuelita se le iluminen los ojos, y si uno tiene suerte, ella hasta hace la señal de la cruz, riéndose.

      En la primera versión ella está recostada, porque la abuela nunca está acostada sino recostada, cuando ve una mano de hombre que entra por la ventana. Son las tres de la tarde y la mano le ha amargado la siesta, la abuela se levanta y dice: «¿quién es?». Y una voz de hombre le responde: «Ramona». Luego ella corre a despertar a mi abuelo, que también está siempre recostado y él se levanta y encuentra con la mano pesada un martillo que tiene debajo de la cama junto a la bacinilla y con el que ha matado para la gloria de no se sabe qué santo más de siete ratas preñadas.

      La abuela se le engancha del codo y él se engancha de su andador y van los dos a dos pasos por minuto arrastrando las pantuflas hasta la puerta, lo que quiere decir que les toma su buena hora y media llegar hasta donde está Ramona, preciosa, tocando el timbre como si la luz eléctrica no costara dinero. El timbre de la casa de la abuela es otro tema y yo creo que es parte del problema, es un ding dong que sólo se encuentra en telenovelas, en baladas de los setenta y en la casa de mi abuela, que es como decir que el timbre es casi imaginario o que es el último timbre que queda en toda la República con ese sonido, y para probarlo sólo hay que ir conmigo (como hice una tarde) tocando todos los timbres del vecindario y escuchar el brrrrr, el buzzzz o el bididididi.

      Cuando los viejos llegan a la puerta están listos para cualquier cosa. Desde que unos ladrones se metieron en la casa de al lado para robarse un radito de pilas y dejaron al señor que cuidaba amarrado a una silla y con el cerebro afuera, los viejos están listos para cualquier cosa. Por eso cierran las puertas de madera que dan a la galería día y noche, abriéndolas cuando vengo yo o cuando viene algún vecino con el teléfono cortado a hacer una llamada.

      Mi abuelo ya tiene levantado el martillo cuando mi abuela abre la puerta, Ramona se presenta y dice que sabe lavar, planchar y cocinar, tiene experiencia y se sabe todas las canciones de Marisela. Mi abuela habla entonces con una voz que oyó una vez en alguna emisora de radio en los años 30 y le dice que no necesitan una sirvienta, que ya están viejos y despacharon a las que tenían, que ahora comen de cantina, una comida desabrida y que llega cada vez más tarde, que mis hijos vienen a vernos y nos traen empanadas y helado de ron con pasas.

      Cuando al abuelo el brazo con el martillo se le cansa, sale de atrás de la puerta para encontrar a su esposa recostada de la puerta contándole a Ramona el cuento de cuando ella vio unos submarinos alemanes en la Romana, y Ramona, que tiene tiempo para escuchar el cuento tres, cuatro, cinco veces, se sienta encima de una maleta color carne con las piernas cruzadas y va añadiendo detalles a la historia. Cuando la abuela le dice que ella vivía en un ingenio azucarero, Ramona dice: «como una princesa». Cuando la abuela dice que el ingenio estaba cerca de la playa, Ramona dice: «como en una película». Cuando la abuela le dice que ella tenía un caballo, Ramona dice: «fabulosa». Cuando la abuela entra en detalles sobre el vestido de organdí y las botitas de charol, Ramona dice: «con bucles de agua de azúcar y camomila», y cuando la abuela se da cuenta de que el abuelo está de pie junto a ella con un martillo colgándole de la mano, no lo ve a él sino a Felina, la negrita que llegó al ingenio cuando ella tenía tres años y que sus papás criaron «como a otra hija», y le dice: «ve, cuélate un cafecito, ¿no ves que tenemos visita?».

      El


Скачать книгу