Nombres y animales. Rita Indiana
la segunda versión del cuento del travesti el abuelo no aparece sino hasta al final o está tan enfermo que no puede levantarse y mi abuela se la bandea sola en medio de la oscuridad, porque esta vez es de noche y hay un apagón del carajo y lo que la despierta es una voz igualita a la de su madre, o sea mi bisabuela, diciéndole que juegue el 14 o el 78 o el 36. Mi abuela dice que cuando oyó la voz se puso a llorar y a decir «ay, mamá, es como si estuvieras viva», y que al decir esto cogió tanta energía que quiso levantarse de la cama como si fuera a pitchar un juego de béisbol. «Y cuando me vi en el piso lo único que alcancé a hacer fue a tirarme un pote de alcoholado en la cabeza, un potecito que tengo siempre junto a la bacinilla por si acaso. Cuando de repente oigo pasos en el callejón. Ese maldito callejón que yo no sé cuántas veces le he dicho a mi hermano Rolando que termine de clausurarlo, ésa es una madriguera en la que cualquier tigre va a terminar metiéndose, y nos encontrarán a tu abuelo y a mí, panqueaos, como dos turpene, mejor sería que nos cogiéramos de las manitas y saltáramos del Malecón y ya nadie tendría que bregar con nosotros.»
A este último fragmento siguen unas cuantas lágrimas que yo le seco a la abuela con la manga de mi t-shirt para que me siga contando y ella sigue: «después de tres avemarías y un padre nuestro logré sacar fuerzas y me levanté, mejor dicho, me levantó Jesús, porque yo la verdad no fui, cogí la linterna, acuérdate que no hay luz, y cuando la prendo no tiene pilas, mierda, lo raro es que encontré las pilas dentro de una cartera dentro de una gaveta en el cuarto que era de tu tío, no me preguntes cómo llegué porque no sé, sería Jesús también, que es la luz de este mundo. Cuando cargué la linterna, los pasos seguían en el callejón, pasos con tacones altos, caminé hasta la puerta que da al patio y pregunté ‘¿buenas noches?’ y una voz gruesa respondió: ‘Ramona’. Abrí la persiana e iluminé con la linterna una boca y luego unos ojos pintados de azul violeta, la voz me dijo que quería trabajo y yo le dije que aquí no había y además que mi esposo tenía muy mal genio y dos pistolas cargadas y que si se despertaba se iba a armar un lío, la tal Ramona se fue corriendo y yo le oí los pasos con tacos saliendo del callejón, empecé un rosario a esa hora pero me quedé dormida como al quinto avemaría».
En la tercera versión el abuelo llama a la policía y a Ramona le parten el sieso. La abuela dice que le dio pena porque «se ve que por lo menos el muchacho quería trabajar y que si hubiera encontrado una mano dura a tiempo no andaría dando pena en una falda».
Como mi mamá no es muy buena hija que digamos y mi tío Fin está muy ocupado haciendo avioncitos de papel en su consultorio, Tía Celia se ha encargado de mantener a mis abuelos por lo menos aseados. Ella le paga a una enfermera para que venga una vez por semana y los meta obligados a la bañera y los restriegue con una esponja a ver si se les sale ese olor a sofá orinado que cogen los viejos con el tiempo. Tía Celia también le paga a otra muchacha para que venga una vez cada dos semanas y le pegue manguera a la casa, levante las alfombras, sacuda los cojines y los muebles de caoba centenaria y oiga el cuento de los submarinos, de Ramona y de cómo mi abuelo se ganó la lotería en 1939. Las muchachas, a menos que Tía Celia se quede para supervisar, terminan haciendo nada, comiéndoselo todo y viendo televisión, al abuelo lo empolvan y a la abuela le echan un chin de colonia en la cabeza, la hacen cambiarse la bata y la sacan al sol del patio una hora para que el olor a moho se le evapore. Pero, como dice Tía Celia, a esos viejos hay que bañarlos, y como nadie es indispensable, que es otra cosa que Tía Celia dice todo el tiempo, me saca del hospital veterinario los días que las muchachas van a casa de los abuelos para que yo las supervise. Este trabajito, la verdad, es peor que la clínica, se supone que yo les diga lo que tienen que hacer, pero al final termino yo haciéndolo todo, barriendo el patio, desempolvando los biscuises, estrujando con agua y jabón las espaldas arrugadas de los viejos, que tienen que sentarse en una silla de plástico dentro de la ducha porque tenerlos allí de pie en la superficie mojada y hacerles un chiste sería una manera muy sencilla de aniquilarlos.
Un día, sin aviso, Tía Celia llegó con dos haitianos y como diez galones de pintura blanca. Pusimos a los viejos en la habitación del fondo con las ventanas abiertas en lo que los haitianos pintaban la sala. Luego rodamos a los viejos a la habitación del centro y allí les rodé también el tocadiscos con un LP de Eduardo Brito para que escucharan una musiquita. Cuando le tocó a la habitación del medio, los rodamos al patio y allí se quedaron toda la tarde muy callados preguntando, más por quedar bien que por interés real, qué cuánto cobraban los haitianos por pintar la casa. Tía Celia, que es arquitecta e ingeniera y tiene haitianos hasta para regalar, les dijo que no se preocuparan por eso, que eso era un asunto entre ella y sus haitianos. Cuando empezó a atardecer la abuela se quejó de frío y le traje un suéter color fucsia que a ella le gusta mucho y al abuelo un pedazo de pan para que lo repartiera a las palomas. Allí estuvieron entretenidos un rato y cuando llegó la hora de la cena los entramos a la casa, que olía a pintura fresca y donde habíamos encendido todos los abanicos para que se secara. Mi mamá llegó con unos pastelitos y Tío Fin trajo varios envases de foam con bollitos de yuca y picapollo, un big leaguer de Coca-Cola y un tetra pack de leche, nos sentamos en la mesa del comedor y les servimos a los viejos primero. Mami le cortó todo en trocitos al abuelo, que derramó sin querer su vaso de leche sobre el mantel de plástico.
Mi mamá, como nunca hace nada por los viejos, se siente un poco culpable y se pone muy nerviosa delante de Tía Celia, así que o habla de un problema en la oficina o hace muchos chistes muy malos de los que sólo se ríen ella y mi abuela. A pesar de los chistes todo el mundo estaba contento, incluso yo, si mantenía la posición de mi cabeza, tratando de no ver a los viejos masticando con sus dientes postizos aquel vendaval de comida rápida y buenas intenciones. Cuando terminamos Tío Fin trajo café y leche y todos quisimos; de repente la abuela levantó la cabeza de su taza y con la cuchara del azúcar todavía en la mano preguntó: «¿y dónde es que estamos?, ¿y de quién es esta casa?». Tío Fin, como un papel crepé al que le cae un chorro de sopa, se acercó muy rápido y tocó el hombro de su mamá apretando y soltando, diciendo «oh, mamá, en tu casa, ésta es tu casa» y ella, volviendo a meter la cuchara en su café con leche, dejó escapar un «ah» con menos peso que el humo que salía de la cafetera.
Desde ese día la abuelita está convencida, aunque esto sólo me lo dice a mí, de que la llevaron a otra casa, idéntica a la suya y que está en la misma cuadra que la suya, pero que no es la suya o, y esto me gusta más, que su casa la han rodado, o sea que ésta es su casa de antes pero que la rodaron unos cuantos metros y aunque nadie se da cuenta ella sí. Yo imagino a Tía Celia con sus dos, tres, mil haitianos poniendo la casa sobre un conveyor belt para rodarla y confundir a la abuela, pero la abuela se las sabe todas y se da cuenta comparando el espacio que hay ahora en el callejón donde antes cabía un policía dándole macanazos a tres ramonas y ahora solamente cabe una bicicleta.
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