Hedy. Jenny Lecoat
panadería austríaca lo cubrirá de sobra. Que tengan todos un buen día.
Recogió su bolso y salió silenciosamente de la habitación dejando un leve olor a humo de cigarrillo. Para su sorpresa, Hedy se apenó un poco por su partida.
Anton fue a servirle a Dorothea un vaso de agua. Hedy lo siguió hablándole suavemente en alemán.
—Entonces, ¿qué pasó?
Anton mantuvo los ojos en el agua que corría, pero le respondió en alemán, también.
—Su padrastro descubrió mi existencia y la echó de la casa. Dory va a ir a vivir con su abuela por un tiempo hasta que las cosas se calmen—. La miró a los ojos por apenas un segundo—. Por favor, no me digas “te lo dije”.
—Perfecto, no lo voy a decir.
Anton cerró el grifo y giró hacia ella.
—Lo siento, pero me gusta. Y le gusto a ella. ¿Qué debería hacer? ¿Dejarla para complacer a los demás?
Hedy se acercó y le tocó el brazo.
—La conoces desde hace unas semanas apenas. ¿Realmente vale la pena tanto problema?
—Es solo un problema si decides verlo de ese modo. Su familia va a terminar entendiendo. Como dice Dory, si nos hace felices, debe de estar bien.
—¿Y si los alemanes te fuerzan a entrar al ejército?
—Estoy clasificado como productor de alimentos, así que no va a suceder. A menos que la guerra siga mucho tiempo. —Se encogió de hombros para indicar que no había nada más que decir, luego llevó el agua a Dorothea y le sostuvo el vaso junto a la boca. Ella bebió de a sorbos, manteniendo sus manos en las de él. Hedy se quedó junto a la cocina, mirándolos a los dos, escuchando la respiración superficial y arenosa de Dorothea. La ventana estaba abierta, y el encaje sucio de la cortina se agitaba un poco en la brisa. En algún lugar allá afuera, una madre le gritaba a su hijo que lloraba.
Anton quebró el silencio hablando deliberadamente en inglés.
—¿Por qué tienes puesto tu mejor vestido?
Hedy dudó, reticente a compartir sus grandes noticias ahora. Pero Anton lo averiguaría pronto, de todos modos.
—Conseguí el trabajo de traductora en Lager Hühnlein. —Observó sus caras asombradas por un momento antes de agregar: —Tenían razón… estaban desesperados. —Anton sonrió por primera vez.
—¡Pero eso es maravilloso! ¿Escuchaste, Dory?
Dorothea asintió e inspiró muy profundo antes de responder.
—Son grandes noticias, Hedy. Sabía que te iría bien. —Sonrió con verdadera calidez y, en ese momento, Hedy se dio cuenta de que, probablemente gracias a la diplomacia de Anton, Dorothea no tenía idea de lo molesta que había estado esa primera noche.
—Si hubiera tenido otra opción… —Hedy se detuvo. Esas justificaciones, aun en sus propios labios, parecían vacías y patéticas.
—¿Un poco de café de bellota? —intervino Anton.
—Otra vez, quizá, ya tienes bastante de qué ocuparte. —El comentario tenía un dejo de resentimiento, y Hedy vio el dolor en los ojos de Anton e, instantáneamente, deseó poder haberlo evitado.
—Bueno, estoy muy contento por ti, Hedy. Ven a la panadería pronto y cuéntame todo al respecto.
El niño fuera de la ventana estaba gimiendo ahora, y el cuarto parecía agobiante. Hedy sintió una repentina necesidad de aire fresco. Se obligó a sonreír.
—Muy bien, lo haré. Adiós.
Mientras bajaba la escalera, lo escuchó decir:
—Hiciste lo correcto, sabes.
Hedy simuló no haberlo oído.
El reloj en la pared del fondo marcaba las cuatro: la predecible hora de sufrimiento, cuando el esfuerzo de sentarse encorvada sobre su antigua máquina de escribir Adler desde la mañana temprano le producía un dolor ardiente detrás del omóplato izquierdo, y la presión requerida para bajar las duras teclas le hacía arder los tendones.
Hedy se acomodó en su silla de madera desvencijada y se tomó un momento para estirar la espalda y masajear sus muñecas doloridas. Se preguntaba si las otras muchachas de la oficina sufrían del mismo modo, esas robustas bávaras, importadas de la Madre Patria para tipiar y archivar toda la semana y revolcarse con sus novios soldados todo el fin de semana. Si compartían su dolor, nunca lo demostraban. Hedy miró hacia la estrecha ventana de la barraca, las líneas de luz de sol se burlaban de ella con la promesa de una gloriosa tarde afuera.
A la habitación le faltaba el aire, sus luces fluorescentes titilaban sin sentido incluso en un día brillante como este; y de su vecino Derek, un joven cetrino y nervioso, que era el único otro no alemán en ese bloque, emanaba un perpetuo olor a moho. Hedy sospechaba que era porque, al igual que ella, no tenía un lugar donde secar la ropa lavada. Sospechaba que probablemente ella oliera de la misma forma. Si era así, no le importaba. Que la olieran. Consciente de la mirada aguda de Vogt, la supervisora del bloque, tomó otra lista de las licitaciones de la compañía de construcción alemana y colocó un formulario de traducción en el rodillo de la Adler.
Era sábado, el final de su primer mes en la oficina, y era día de pago. Esperaba que recoger el pequeño sobre marrón pudiera levantarle el ánimo aplastado. El trabajo en sí mismo no era exigente –traducir correspondencia, nóminas salariales, asignaciones– y el salario era decente. Pero la miseria de él era mucho más pesada de lo que había esperado. Los largos días de trabajo, el polvo, la falta de ventilación, la extenuante caminata de una hora dos veces por día con tan poca comida… todo eso era bastante malo. Pero la conciencia no podía ser frotada hasta quedar limpia. Cada mañana, observaba cómo los camiones, llenos de mercenarios de ojos muertos, iban retumbando hacia las obras en construcción para reforzar los muros antitanques y construir nuevas pistas de aterrizaje, sabiendo que ella ahora era parte de eso. Parecía que la supervivencia era un negocio costoso para el alma.
Schulz, cuyas cejas casi se habían salido de su cabeza cuando vio por primera vez la “J” roja sobre la tarjeta de identidad, le había asignado un escritorio en el rincón más apartado, más oscuro de la barraca, ansioso de que su estatus racial pudiera causar desorden. Pero pronto quedó claro que el personal de alto rango de OT estaba manteniendo en silencio la clasificación de Hedy. Al menos por eso ella estaba agradecida. Esos insulsos mecanógrafos arios, que miraban a través de ella como si estuviera hecha de papel, sin duda serían mucho menos pasivos en los pasillos oscuros entre las barracas de trabajo si descubrieran la verdad. Aceptó el asiento del rincón sin quejarse, mantenía la cabeza gacha y hacía su trabajo con velocidad y hablando lo menos posible, aunque aquí, por lo menos, su acento actuaba como una cobertura, en lugar de una desventaja. Comía sola en el comedor, sin hacer contacto visual. Además de su supervisora y ocasionalmente Derek cuando se quedaba sin algo, no atraía la atención de nadie. Si no fuera por esa gota de saliva que, con secreta venganza, arrojaba en el piso de las letrinas cada vez que iba, podría haber parecido que ni siquiera estaba allí.
La única excepción era el teniente alemán que había conocido el día de su entrevista. Se habían cruzado en los pasillos varias veces y, cada vez, él la saludaba con una amplia sonrisa y alguna pequeña cortesía en alemán. Ella replicaba con un “hola” entre dientes, sabiendo que una palabra interpretada como inapropiada o irrespetuosa podía significar el despido. Pero había una calidez inesperada en esos ojos, casi una chispa traviesa, que le gustaba. Y en secreto, cuando había pasado toda una semana sin una conversación significativa, casi que esperaba esos fugaces momentos de normalidad. Eran extrañas las trampas que la soledad podía tenderle a la mente.
Justo cuando sacaba la hoja terminada del rodillo, Vogt, una mujer enjuta con uñas excepcionalmente largas y amarillentas, se