Hedy. Jenny Lecoat

Hedy - Jenny Lecoat


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      —No hay chance —murmuró Hedy, bajando la persiana. Luego se estiró lenta y reticentemente para tomar una de las preciosas velas de la caja que tenía debajo del fregadero. Le habían costado en el mercado negro gran parte de los ahorros que le quedaban, y meticulosamente marcó la cera de cada una con un cuchillo, limitando su uso nocturno. No habría ceremonia de Janucá este año. Tomando un fósforo de la caja que estaba en el dintel de la ventana, lo prendió con cuidado para que se encendiera en la primera oportunidad sin partirse. La mecha se prendió y Hedy colocó las manos alrededor de su pequeña llama dorada.

      Ahora el frío de la habitación comenzó a acecharla, trayendo con él una multitud de justificaciones adecuadas para su partida intempestiva. Tenía derecho, ¿no?, a sentirse molesta por la indiferencia de Anton. Traicionar a su vieja amiga, en frente de esos meshugas…, ¡por una mujer que acababa de conocer! ¿Ese era el mismo hombre que se quejaba cuando se veía obligado a atender a soldados alemanes en la panadería? Si había una cosa que ella siempre había admirado de Anton era su brújula moral. ¿La había dejado de lado solo por una cara bonita?

      Sobre el pequeño horno, había una olla que contenía el último poco de sopa de repollo y nabo que había cocinado el día anterior. Su olor impregnaba el aire como un lavado viejo y agrio. Por un momento, pensó si dejarlo para el desayuno, pero el hambre, como siempre, derrotó al sentido común, y pronto se vio tragando más rápido de lo que era bueno para ella. Succionó con fuerza la cuchara de latón para hacerse de las últimas gotas y lamió el interior de la olla hasta que solo pudo saborear el metal; se desplomó en la silla de madera y miró la llama titilante. Luego, aunque se dijo que era una mala idea, abrió el cajón angosto que estaba debajo de la mesa y deslizó su mano adentro, tanteando hasta que encontró un pequeño atado de papeles. Acercando la vela, desplegó las delgadas hojas y buscó la última carta, fechada en abril de 1940, exactamente un año atrás.

      “Nuestra querida hija”, comenzaba en la letra como patas de araña de su madre. Seguían varias oraciones vacías y sospechosamente alegres sobre el clima maravilloso y los vecinos generosos. Así, hasta el último párrafo oscuramente codificado: “Pero estamos hablando de irnos de vacaciones”. Hedy volvió a mirar la llama. Ni una sola vez en todos los años de matrimonio sus padres hablaron alguna vez de irse de vacaciones. Cerró los ojos y reconstruyó la imagen de su madre, calentándose las manos junto a la vieja cocina. Pensó en Roda, con su pelo de ébano y su risa, que siempre aparecía en la mente de Hedy con un ancho sombrero para el sol y sosteniendo un largo palo, labrando la tierra en algún kibutz palestino. Después de un tiempo, Hedy alisó la hoja de papel y la volvió a su atado y a su cajón, y esta vez lo cerró con su pequeña llave de metal. Leer estas cartas nunca le traía consuelo, del mismo modo que los libros de recetas no mataban los accesos de hambre. No volvería a leerlas en un mes.

      Se apoyó contra el respaldo, pero la imagen de Roda persistía. Roda, que había flirteado con los guardias alemanes cuando fueron interrogados esa noche cerca de la frontera suiza, riendo coquetamente para evitar mostrar sus papeles, guiñándole el ojo a un nazi sonriente para cruzar la frontera. Hedy había rebosado de admiración por ella esa noche. Roda haría todo lo que tuviera que hacer para sobrevivir. Era tan inteligente, tan intrépida…

      “Hedy, eres mi amiga. Me preocupo por ti”.

      Muy lentamente, como si estuviera haciendo un truco de magia para sí misma, Hedy sacó el ejemplar del Evening Post de su bolsillo. Lo abrió sobre la mesa y hojeó las páginas, esta vez ignorando la orden para los judíos y avanzando con velocidad hacia los clasificados del final. Allí estaba, en la página siete, un aviso recuadrado.

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      Volvió a leerlo, luego una tercera vez. La habitación estaba en perfecto silencio y la única luz provenía de la llama de la vela y su reflejo amarillo en los ojos brillantes, interrogadores de Hemingway. El alquiler vencía el viernes. Una vez pagado, no tendría nada más para comprar sus raciones. Un dolor ardiente trepó por su pecho mientras cortaba alrededor de los bordes el aviso y colocaba el pequeño rectángulo de papel sobre la mesa. La habitación seguía estando fría, pero se dio cuenta de que estaba transpirando.

      —Este está listo.

      El suboficial se acercó con una tablilla y anotó la chapa pa­tente del camión Opel Blitz. Luego ofreció el documento para la firma y arrancó la copia.

      —¿Traigo el siguiente, teniente?

      —No, voy a ir a almorzar. Deme media hora.

      Limpiándose las manos engrasadas en un trozo de paño, Kurt Neumann estiró la espalda adolorida, se acomodó el pelo y se dirigió al casino de oficiales. Había guiso de conejo como menú del día. Guiso de verdad, ¡con puré de papas! En esta época, el año anterior, estaba viviendo de latas de Fleischkonserve (recordar esto todavía le daba algunas arcadas) y ese horrible pan de centeno que le rompía los dientes. Su estómago hizo ruido en feliz anticipación.

      Mientras cruzaba el complejo, Kurt tosió para sacudirse el polvo de la garganta. El polvo fino y pálido de Lager Hühnlein se metía en todas partes: la ropa, los ojos, hasta las medias. Eso era lo que se lograba por levantar un complejo tan vasto, extendido en unas pocas semanas. La escala del lugar era impresionante, con filas de barracas de administración prefabricadas, unidades de almacenamiento de material y senderos reforzados para que los vehículos pesados anduvieran por ellos todo el día. Desde allí, según el Comando de Campo, se planearía e implementaría “la mayor construcción de fortificaciones que el mundo hubiera visto”.

      Kurt se preguntaba si ese concepto no era un poco alocado. Después de todo, si Churchill quería recuperar estas islas por la fuerza, ¿no lo habría hecho ya? ¿Por qué gastar tanto dinero y energía para arruinar un hermoso paisaje? Pero Kurt era muy inteligente para decir en voz alta lo que pensaba a otros oficiales, y mucho menos cerca de fanáticos como Fische. La Organización Todt u “OT”, como se conocía la sección de ingeniería militar, estaba dominada por una verdadera banda de réprobos, muy diferentes de los profesionales disciplinados con los que había servido en Francia. Cuando se sentaban en grupo durante las comidas, fumaban un cigarrillo tras otro y se reían groseramente de bromas que él consideraba crueles. En una ocasión había visto cómo un muchacho local, un chico que caminaba raro y que fue contratado para limpiar las letrinas, era pateado por un oficial de la OT por una supuesta falta de respeto. Kurt se había sentido mal con el incidente, pero no lo había informado. Se dijo que no tenía sentido, ya que no se tomaría ninguna medida. Como su amigo Helmut le había advertido en sus días escolares, era mejor mantener la cabeza gacha cuando no había nada que ganar. Y, más allá de los matones de la OT, le gustaba su trabajo. Supervisar el trabajo de los mecánicos, completar las listas de inspección, firmar la importación de tractores, eran tareas que podía hacer hasta dormido. Un poco de mano en los motores Buick, un poco de papeleo, casi nunca en el frente. Era casi como volver a la escuela de ingeniería.

      Había una fila en el casino, de modo que decidió fumar un cigarrillo y esperar. Apoyado contra la pared de una barraca de almacenamiento, sacó con unos golpecitos un Gauloise, su nueva marca favorita, de un paquete que tenía en el bolsillo y estaba a punto de encenderlo cuando lo que vio lo hizo detenerse con la llama de su encendedor todavía ondulando en la brisa. Una muchacha delgada, pálida, de cabello rubio oscuro estaba de pie entre dos de los bloques de administración, mirando confundida a su alrededor. Su pelo estaba prolijamente recogido, pero, a pesar de la calidez del día, vestía un lamentable abrigo de lana y zapatos muy gastados. Se veía ansiosa y, claramente, necesitaba una buena comida, pero lo que más lo sorprendió fueron sus ojos. Eran los ojos grandes, asustados, de una criatura del bosque; sin embargo, había en ellos un rastro de desafío, también. Estaba a punto de preguntarle si necesitaba ayuda cuando ella le habló primero.

      —Perdóneme, estoy buscando al Fedwebel Schulz de la OT en el Bloque Siete.


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