Hedy. Jenny Lecoat
¡solo por ser un extranjero enemigo!
—Solo hasta que verificaron todo, luego volví a casa. Eso es lo que quiero decir…, la gente aquí es bastante razonable.
—¡Ustedes, los católicos! —Su voz sonó aguda y áspera—. ¡Ustedes creen que el mundo está lleno de santos! ¿Piensas que los locales no recordarán que los austríacos arrojaron flores y vitorearon a los alemanes cuando cruzaron nuestra frontera?
Anton se recostó en su silla. A pesar del afecto que tenía por él, era una constante decepción para Hedy que Anton evitara las discusiones. En parte, porque no le gustaba la confrontación, pero también por un deseo genuino de no generar infelicidad. Tal vez ese era el motivo por el que ella nunca se había sentido atraída románticamente hacia él, a pesar de todo lo que tenían en común. Cuánto más protegida se sentiría ahora si las cosas hubieran sido diferentes entre ellos.
Anton se dio vuelta en la silla, maniobrando para cambiar de tema.
—Tengo que tratar de dormir un poco esta noche —dijo finalmente—. La panadería reabrirá mañana. El señor Reis considera que vendrá mucha gente que querrá comprar por miedo, pero no estoy tan seguro. Creo que la mayor parte de la gente tratará de seguir como si fuera un día normal.
Hedy se rio con amargura.
—Sí, por supuesto. Como dices, las tiendas abrirán, por orden del comandante. Y seguiremos con nuestros asuntos como si nada hubiera pasado. Eso es lo que hace la gente, ¿no? Levantaremos nuestras cortinas y adelantaremos el reloj una hora para adaptarnos a la hora alemana. Y nos convenceremos de que todo estará bien. —Su respiración salía en forma de cortos jadeos. Anton se acercó a ella.
—Hedy, basta.
—Todos caminarán por la ciudad como si no tuviesen miedo de ser arrestados. Y yo, yo me sentaré a esperar a ser llevada Dios sabe adónde en el próximo barco. Tienes razón, además de eso, será un día como cualquier otro. —Las últimas palabras salieron de ella como un grito, mientras caía de rodillas y los sollozos sacudían su cuerpo—. No puedo soportar esto, Anton, no otra vez. Por favor, no permitas que me lleven de nuevo.
Anton la tomó suavemente en sus brazos mientras le susurraba palabras de consuelo; luego le pasó su pañuelo. Hedy lloró durante diez minutos completos mientras Anton preparaba un té caliente; la invitó a sentarse en su poltrona para beberlo. Puso a Rajmáninov en el gramófono y ambos se sentaron en un silencio acompañado, escuchando las supremas melodías hasta que el sol comenzó a bajar. Hedy observó el cielo por encima de los tejados que pasaba de un dorado pálido a un rosado; sus pensamientos iban en caída libre. Pensaba en sus padres allá en Viena, cuyas hermosas cartas ya no llegarían. Pensaba en Roda, en su risa de plata y su pelo salvaje; qué valiente había sido su hermana, metiendo ese sobre con chelines austríacos en su ropa interior mientras empujaban su viejo automóvil Steyr hacia el espesor de la maleza, a dos kilómetros de la frontera suiza. Se preguntaba si Roda había logrado llegar a Palestina. Luego, cerró los ojos y dormitó por un rato. Cuando despertó, Anton le dio más té y unos pastelillos viejos que había tomado de la tienda. Le pasó lo que quedaba de una lata de sardinas para que le llevara a Hemingway. Finalmente, cuando el cielo ya era de color azul profundo, llegó el momento de que se fuera.
—Busco mi chaqueta y te acompaño —dijo Anton—. No deberías estar en la calle sola.
Hedy se sonó la nariz y se acomodó el pelo. Esa noche era un umbral, el momento para poner las cosas en orden, para empacar y dejar todo listo. Mañana compraría un pasador para la puerta de entrada. Uno grande, negro, de acero, que se deslizara en su guía hasta cerrar con un clic sólido.
Del otro lado de la ventana, las estrellas más fuertes y brillantes comenzaban a perforar la oscuridad. Las miró mientras pensaba en quienes protestaban en las calles de Viena, borrando los eslóganes pro independencia de la calle. Los alemanes se reían y simulaban que los cubos pateados y los dedos aplastados eran accidentes, y la tiza y la pintura finalmente se eliminaban. Pero las palabras y los colores de los mensajes se imprimieron a fuego en su memoria para siempre, y la resolución nunca desapareció de los ojos de esos manifestantes.
Anton regresó con su chaqueta. Hedy le devolvió el pañuelo.
—Quédatelo.
—No, gracias. Ya no lo necesitaré.
La mañana del 16 de septiembre, un día con un grueso círculo negro en el calendario de Hedy, amaneció clara y brillante, a pesar de que una fuerte brisa soplaba persistente de la dirección del puerto. El clima había sido impredecible en los últimos días; una terrible tormenta había llegado del Atlántico directo al golfo de St. Malo, produciendo abruptos chaparrones y vientos que barrían las esquinas de la ciudad, hacían volar los sombreros de las mujeres y azotaban la bandera con la esvástica que ahora colgaba fuera de la Municipalidad. Estas ráfagas eran inusuales para el clima suave de la isla, sobre todo, cuando las hojas todavía estaban verdes en los árboles y las noches aún tardaban en llegar. Sin embargo, Hedy no había escuchado ni una queja al respecto; quizá, porque ya no había ningún turista que ahuyentar, o quizá porque parecía un reflejo adecuado de la depresión que había caído sobre la isla. La noche anterior, cuando caminaba por el espolón de la bahía de St. Aubin, observando a los suboficiales alemanes que desenrollaban millas de alambre de púa a lo largo de la playa, le pareció que hasta las olas se estaban retirando más rápido que antes, como si ya no desearan permanecer en ese lugar infectado.
Hedy se ajustó el cárdigan un poco más sobre el vestido mientras se dirigía a la principal calle comercial de la ciudad, preguntándose por qué el ritmo resuelto de sus sandalias de tacón hacía tanto eco mientras caminaba apurada por la calle, tanto que los transeúntes se daban vuelta para mirarla, casi agraviados por el sonido. Mientras hacía clic-clac en dirección a la calle King, se dio cuenta, poco a poco, de que el volumen se debía a la desaparición del tránsito motorizado. Aparte de ocasionales vehículos alemanes, el entramado urbano de St. Helier había vuelto a ser un laberinto de calles peatonales, donde cada ruido abrupto rebotaba y repicaba por las paredes, como en los viejos tiempos. Se prometió no volver a usar tacones en público. No había pasado las últimas semanas como un fantasma en su propia comunidad, saliendo apenas para comprar comida o tomar un poco de aire, solo para atraer la atención ahora.
Sin embargo, estaba agradecida de haber encontrado un nuevo apartamento en el centro de la ciudad, de fácil acceso a las tiendas y al mercado cubierto de la calle Beresford. Fue un gran cambio desde la gran casa de la familia Mitchell, pero con esa propiedad ahora bajo administración legal, un cuarto de alquiler frío en la parte superior de una casa en la ciudad era una especie de hogar, y mejor que quedarse encerrada en los distritos rurales. Las tiendas ya habían agotado las bicicletas, y Hedy había visto algunos caballos destartalados enganchados a viejos carros eduardianos, cargados con productos de St. Mary y St. Martin, y montones humeantes de estiércol de caballo de nuevo en los modernos caminos asfaltados. Muy pronto, reflexionaba Hedy, las calles de Jersey sonarían y olerían como las de su infancia.
Miró su reloj, eran poco después de las nueve y cuarto, lo que le daba apenas suficiente tiempo para comprar unas medias nuevas antes de su entrevista. Esa mañana había perseguido a Hemingway por el apartamento con un diario después de que él hubiera dañado su último par, gritándole que habría sido mejor abandonarlo. Se apuró hacia la tienda departamental De Gruchy, pasando a varias amas de casa locales, todas con la misma expresión: una mirada cauta, atormentada, de temerosa expectativa. Todas ellas apretaban el paso cuando pasaban grupos de soldados alemanes charlando, asustadas de estar tan cerca del enemigo, con miedo de que el apuro pudiera malinterpretarse. Y había muchos, quizá cientos de soldados en la ciudad ahora, echando un vistazo a las vidrieras y holgazaneando en los parques. ¿Cómo pudo el Reich disponer de tantos barcos para transportarlos a todos?, se preguntaba Hedy. Cruzando la calle para evitar un bullicioso grupo de soldados fuera de servicio, que compartían cigarrillos y se daban palmadas en los hombros, llegó al negocio, empujó la pesada puerta de vidrio y caminó entre los diversos mostradores elegantes